—Acompáñeme —hipó.
Godorik siguió al hombre a través de las rampas hasta llegar a una gruesa puerta con un lector de identificaciones. El láser leyó la placa del operario, y la puerta se abrió; inmediatamente después había una escalera, que bajaron. Nada más llegar abajo, cuando se encontraron en una planta con más aspecto de oficina, y donde había varias personas con el mismo uniforme de operario y otras tantas que parecían burócratas, el hombre echó a correr.
—¡Seguridad! —gritó—. ¡Seguridad!
Godorik alzó una ceja, y a través de su ceja alzada vio cómo unos tipos al fondo de la sala, seguratas sin duda a juzgar por las cachiporras, se incorporaban y fijaban la vista en él.
Entonces alguien en la oficina se fijó en él, y se levantó la expectación. Los seguratas comenzaron a acercarse. Godorik frunció el ceño, preocupado.
«No había pensado en esto», se confesó a sí mismo, «y parece que ese robot tampoco.» No quería que lo detuvieran, pero no parecía quedarle más opción… aunque…
A pocos metros de la escalera estaba la única pared que tenía ventanas; y no eran cualquier ventana, sino enormes cristaleras. Godorik miró a la ventana más cercana, a los seguratas, otra vez a la ventana, otra vez a los seguratas… y echó a correr hacia la ventana. Los guardias de seguridad echaron a correr en el mismo momento que él; pero la sala era grande y aún les quedaban unos metros, los suficientes para que Godorik se percatara de que aquellos ventanales no se podían abrir.
Entonces, se le ocurrió una cosa: ¡manos metálicas!