Metió el papel en el tubo, tecleó un par de cosas, y, haciéndoles un gesto para que le siguieran, salió de la oficina y avanzó por el pasillo con la barriga bamboleándole como si fuese una bolsa de agua.
Llegaron a una puerta señalada como «Comisario General», esta no con un cartelito electrónico, sino con una placa estática de plástico. El Vicecomisario llamó.
—¿Qué ocurre? —preguntó el Comisario General desde el interior—. ¿Quién ha hecho saltar la alarma?
—Precisamente por eso venimos —aseguró el Vicecomisario, pasando apresuradamente, junto con el Subcomisario y con Godorik.
Detrás del Comisario General, que era un hombre anodino vestido con un traje gris y con una cara que necesitaba desesperadamente un bigote pero que no lo tenía, sonó el tubo aspirador de documentos. Alargó la mano, y sacó la hoja de Godorik.
—Ese es el informe, que ha rellenado este hombre hace un momento —anunció el Vicecomisario—. Por favor, léalo.
El Comisario empezó a leer, y a medida que avanzó por la hoja se fue poniendo más y más rojo. Finalmente, miró a Godorik como si quisiera asesinarlo con la vista.
—¿De dónde ha sacado usted una historia tan fantástica? —barbotó.
—¿Historia fantástica? —exclamó Godorik, que tenía aún el cabreo a flor de piel—. No es una historia fantástica. Esto ocurrió hace tres días.
—Esto es ridículo —chilló el Comisario, con voz muy aguda—. Son imaginaciones suyas. Será mejor que se vaya de aquí antes de que le arreste por distracción del cuerpo policial.
—Pero, Comisario… —protestó el Vicecomisario.
—¡Nada, nada! —lo interrumpió el Comisario—. ¡Fuera de aquí todos! ¡No me molesten con historias tan absurdas!