—Oiga —bramó Godorik, avanzando hasta él y colocando una mano sobre la mesa—. ¿Es que ni siquiera va a molestarse en comprobar si esto puede ser cierto o no antes de acusarme de mentir?
—No hay nada que comprobar. ¡Esto es blatantemente falso! —chilló el hombre—. Ni siquiera mi hija de cinco años tiene tanta imaginación.
—Pero… pero… —trató de intervenir de nuevo el Vicecomisario.
—Comisario, todo esto podría tener alguna base real —intervino con éxito el Subcomisario—. No podemos…
—¡Basta ya! —exclamó el Comisario, y una gota de sudor le resbaló por la frente—. Ya les he dicho que no me distraigan con historias tan estúpidas.
Godorik se apoyó todavía más sobre la mesa, haciendo que el Comisario, incómodo, se echase atrás.
—Hace tres días unos tipos que hablaban de cosas muy extrañas me tirotearon, a mí y a varios más, y después me tiraron al Hoyo y me dieron por muerto. ¿De verdad insiste usted en que deje de molestarle con mis historias fantásticas? ¡Mire, maldita sea! —alzó una de las manos que tenía sobre la mesa—. ¡Han tenido que ponerme extremidades metálicas!
El Comisario General lo miró con una cara muy rara. Godorik pasó del cabreo a la sorpresa en un momento; algo allí empezaba a olerle muy mal.
—¿Extremidades metálicas? —dijo el Comisario, tras tragar saliva—. ¿Están esas extremidades autorizadas por la computadora? Me temo que voy a tener que arrestarle por cyborgización ilícita y encubierta…
—¿Qué? —exclamó Godorik.
—¡Arresten a este hombre! —empezó a gritar el Comisario, pulsando botones a diestro y siniestro. Un grupo de policías entró corriendo en la habitación—. ¡Arréstenlo! —repitió, e hizo un gesto al Vicecomisario y al Subcomisario—. ¡Y ustedes, váyanse de una vez!