Godorik sacudió la cabeza, atónito ante todo lo que estaba escuchando. Pero, en cualquier caso, todo aquello había ido demasiado lejos; tenía que avisar a la policía. Sacó su teledatáfono y se apresuró a conectar con el servicio de emergencia… con la mala fortuna de que su aparato no estaba silenciado, y al tratar de conectar empezó a emitir un sonido delator.
—¿Quién hay ahí? —gritó el primero de los escopetados, dando la vuelta a la esquina sin perder un momento. Godorik tampoco se hizo esperar, y echó a correr tan rápido como pudo. Pero no fue suficiente; el hombre disparó de inmediato, acertando a la primera, y dando otros cuantos tiros por si acaso. Godorik se desplomó, herido de gravedad.
—Cabrones —barbotó.
—Eh —dijo el segundo hombre, torciendo la esquina también—. ¿No es ese el tipo de esta mañana?
—Maldito espía podrido —dijo el primero—. Seguro que es un agente del gobierno, que está intentando jugar todos los frentes y deshacerse de Gidolet cuando ya no le sea útil. —levantó de nuevo el arma, tentado de dar un par de tiros más—. Pero este ya no se levanta.
—¿Qué vamos a hacer con los cadáveres? —preguntó el segundo.
—Los echaremos al Hoyo —contestó el primero.
El Hoyo era como popularmente se conocía a la Unidad Dispensadora de Residuos. Recibía este nombre porque se trataba de un gigantesco agujero en el suelo, que atravesaba todos los niveles, y donde la gente iba a tirar la basura.
Hasta allí arrastraron los mercenarios los cuatro cuerpos inmóviles de los dos gordos, el joven, y Godorik. Los muy escasos transeúntes que había en la calle a esa hora se esforzaron cuanto pudieron en no fijarse en la extraña comitiva, y en quitarse de en medio lo antes posible. Sin más ceremonia, los escopetados arrojaron los cuerpos al Hoyo, y después perdieron todo el interés.