Los otros tres cayeron los doscientos metros que había hasta la asquerosa sopa de residuos que cubría el fondo del Hoyo, y que luego era conducida lejos de allí a través de una serie de conductos. Pero Godorik se quedó a medio camino. Con gran estrépito, cayó sobre una pila de basura orgánica en un contenedor fijado a uno de los lados del Hoyo.
Un momento después, un robot último modelo apareció por por la estrecha galería que llevaba a aquel contenedor.
—¿Qué es esto? —se pregunto, con voz metálica y estridente, al fijarse en el cuerpo inmóvil y grotescamente sucio de Godorik— ¡Un desecho humano! —exclamó, acercándose para examinarlo con más detenimiento. No debió de deducir nada concluyente, o quizás sí; el caso es que unos segundos después dio media vuelta, y se marchó.
Tras un par de minutos, volvió en compañía de un anciano arrugado, con una perilla ridícula y vestido como uno esperaría que se vistiese un científico loco.
—Ya sé que a veces tiran humanos, Manx —decía—. Así que, ¿qué tiene de especial?
—Bueno —respondió Manx, el robot—, no estoy seguro de que este esté muerto del todo.
—¿No? —se extrañó el hombre—. ¿Ha caído hasta aquí? ¿Vivo?
El robot emitió aquel pitido tan molesto que era para un robot el equivalente a encogerse de hombros. El viejo gruñó, y con inesperada agilidad comenzó a escalar el contenedor, hasta llegar a la altura de Godorik.
—Tienes razón, Manni —concedió, tras examinar el cuerpo por un momento—. Todavía respira.
—Ya te lo he dicho —se quejó Manx—. ¿Qué hacemos con él?
—Ya veremos —dijo el hombre—. De momento, llévalo a casa.
El robot subió a lo alto del contenedor de un salto y se echó el aún-no-cadáver de Godorik al hombro.
—Con delicadeza —protestó el viejo.
—Con delicadeza —se burló Manx, y siguió refunfuñando mientras transportaba a Godorik a través de un laberinto de galerías y pasillos—. Sí, sí, con delicadeza. Haz esto, Manni, haz lo otro, Manni, transporta este fiambre a la casa, Manni. ¡Pero con delicadeza, eh!