—¿Ya estás refunfuñando otra vez? —gruñó el viejo. Habían llegado a una puerta metálica, sucia y oxidada, junto a un ventanal redondo al final de uno de los pasillos. A través del cristal se veía el exterior: una catarata de desechos y basura cayendo en un pantano parduzco, lleno de exótica vegetación recortada contra un inmaculado cielo azul—. Vamos, Manni. No es para tanto.
Sacó las llaves y abrió la puerta. Manni y él pasaron dentro; el apartamento, que consistía en un cuarto de estar con cocina, una habitación y un baño, tenía el mismo aspecto metálico y destartalado que el pasillo del que venían.
El robot pasó al cuarto del fondo y dejó a Godorik sobre una cama.
—El equipo de diagnóstico está en el armario —indicó el viejo, mientras se cambiaba la bata de parecer un científico loco por la bata de ser, de verdad, un científico loco—. Y probablemente vamos a necesitar material quirúrgico.
Manni trajo el equipo de rayos portátil, y el hombre se puso manos a la obra. Tras hacer un reconocimiento intensivo de lo que quedaba de Godorik, exclamó:
—¡Menudo estropicio! Esto no hay quien lo arregle. Va a haber que reemplazar todas las extremidades, la columna vertebral, y una gran parte de la caja torácica.
—¡Qué barbaridad! —contestó Manni—. No sé si tenemos tantas piezas.
—Pero si tenemos dos depósitos llenos —se extrañó el hombre.
—Bueno, sí, pero esas están todas muy sucias. Piezas limpias no sé si tenemos las necesarias. Voy a ver.
Al cabo de quince minutos, el robot volvió anunciando que sí, que tenían lo que haga falta; y entre los dos empezaron el trabajo. Pasaron la noche en la sala de operaciones de bolsillo que tenían montada en el cuarto, aserrando, recomponiendo, y en general haciendo un hermoso puzzle de restos orgánicos y piezas electrónicas.