Capítulo XXIX
Elina Goder y Juan Quiroga se casaron con gran precipitación, casi como una forma de desairar al público que seguía tomando tal enlace por imposible. Contrariamente a lo que nadie habría pensado, la boda se celebró por todo lo alto; la ceremonia tuvo lugar en la catedral, y fue seguida por un enorme convite en el restaurante Peñas, el más grande, renombrado y lujoso de Navaseca. Media ciudad se vio invitada, incluidos, con gran sorpresa, muchos que habían pasado la última semana criticando a la pareja con cuantos comentarios mordaces guardaban en su arsenal. La mayoría de ellos acudieron a la fiesta, no obstante; puesto que nadie quería perderse la ocasión de tener después algo que decir sobre ella, y más aún, nadie quería perderse la ocasión de comer y beber gratis. La celebración terminó siendo tan grande que hasta se presentaron muchos que no habían sido invitados, y que fueron atendidos también con gran liberalidad, hasta donde el aforo del local del señor Peñas lo permitió.
Elina Goder, sentada en la mesa de honor junto a Quiroga y a los parientes de ambos, que habían tenido que hacer el viaje a la ciudad expresamente para la ocasión (puesto que ni la familia de ella ni la de él eran del lugar), no las tenía todas consigo.
—Juan —le musitó al fin a Quiroga, en una pausa entre los discursos y las felicitaciones y la llegada de los copiosos platos en el menú—, todo esto es muy agradable, pero ¿cómo lo has pagado? ¡Debe de estar aquí casi toda Navaseca!
Juan Quiroga se mesó la barbilla.
—Es el momento de revelarte algo, Elina —le contestó, también en un murmullo—. En realidad, soy inmensamente rico.
—¿Cómo? —se sobresaltó ella.
—Mi familia posee grandes explotaciones ganaderas en la costa este —explicó Quiroga, encogiéndose de hombros— . Aunque la fortuna de mis padres tiene que dividirse entre mis varios hermanos, mi parte aún asciende a varios millones.
—¡Varios millones! —Elina casi se atragantó con el salmón—. Pero eso… ¿por qué no lo sabía nadie?
—Algunos pocos lo saben, como la señora Perquin —tosió Quiroga, mirando a la viuda Perquin, que con aire satisfecho bebía vino a grandes tragos en una de las mesas principales—, pero por lo demás me he guardado de mantenerlo en secreto hasta ahora.
—Pero ¿por qué?
—Porque no quería convertirme en el objetivo de las cazafortunas —Quiroga esbozó una sonrisa muy extraña—. Quería asegurarme de que quien se casara conmigo no lo hiciese por mi dinero.
Elina lo contempló por un momento, atónita.
—Así que ahora eres una de las personas más ricas de Navaseca —concluyó Quiroga—. Espero que ello no te disguste.
—Bien, es una sorpresa —carraspeó Elina, desconcertada—. Pero… ¿bienvenida sea, supongo?
Ahora que este ya no tenía un especial interés en ocultarla, la noticia de que Juan Quiroga era realmente tan rico se extendió por la ciudad en muy poco tiempo. Las madres con hijas casaderas se tiraron de los pelos al enterarse de que habían desaprovechado tal oportunidad; y los que antes hablaban mal de Quiroga y de Elina empezaron a morderse la lengua, puesto que, aunque los corroía la envidia y se sentían aún más estafados que cuando se anunció la boda, de repente no querían acabar a malas con alguien que tenía, al parecer, tantos posibles. Pese a todo, como era normal en Navaseca, se criticó todo lo que pudo criticarse discretamente; y, por supuesto, bajo cuerda se consideró que el bodorrio había sido de mal gusto, que Elina seguía siendo una mujer de baja estofa y que Quiroga había demostrado no poseer la única virtud que alguna vez le habían concedido, esto es, la de la honestidad. Sin embargo, ni Elina Goder ni Juan Quiroga dejaron que esta pasajera tormenta de celos y rencores afectase a sus vidas, como en realidad tampoco lo hizo la en cierto modo abrupta posesión de tal fortuna; y formaron, durante muchos años, un matrimonio bien avenido, y una de las parejas más razonables y más felices de Navaseca.