Capítulo XXVII
Cuando Sorés volvió a abrir los ojos, se encontraba en una cama de hospital. Tardó un momento en acordarse de por qué podía estar allí; paseó la vista por el techo de aquella habitación blanca e inmaculada hasta que recordó, vagamente, que se había caído por las escaleras.
—Anda, pero si está despierto —escuchó una voz.
Volvió la cabeza. Al lado de su cabecera, sentada en una silla, estaba… Sofía Bronvich.
—Oh, no —se lamentó Sorés—. ¿Es esto el infierno?
—¿Qué? —preguntó Bronvich, con un bostezo—. Vaya, qué conveniente que se despierte usted justo cuando me han dejado a mí sola aquí.
—¿Qué dice? —protestó Sorés, confundido. Se incorporó un poco; le dolía todo.
—Ya, ya; no se mueva mucho hasta que venga el médico y le diga si puede o no moverse mucho —aconsejó Sofía—. Pero vamos, le han dicho que se recuperará perfectamente, así que no tiene nada que temer.
—¿Dónde estoy?
—En el hospital; ¿no es evidente? Se cayó usted por esas hermosas escaleras de su recibidor… después de montar una escena, tengo entendido.
—¿Qué hace usted aquí?
—He venido a traerle flores —explicó Bronvich con expresión ladina, agitando la mano en dirección a un enorme ramo de tulipanes que estaba, ya en un jarrón, sobre la mesita de noche.
—¿A santo de qué? —se quejó Sorés, tras contemplar el ramo con un gesto de disgusto—. Los tulipanes me dan alergia.
En la cara de Sofía apareció una enorme sonrisa; por supuesto que sabía perfectamente que a Sorés le daban alergia los tulipanes.
—Bueno, ¿no está contento? —dijo, no obstante—. Qué tontería por su parte, empezar una pelea en el recibidor. Si yo viviera en su casa, lo que gracias al cielo no hago porque su casa es horrible, y quisiera pelearme con alguien, lo haría sin duda alguna en el salón de atrás, que no tiene tantas escaleras. El comedor es más grande, pero hay que tener cuidado con las esquinas de las mesas, ve usted…
—Oh, es usted una experta en esto de las discusiones violentas, por lo que veo —respondió Sorés, con ironía.
—Vamos, vamos; ¿a qué ese mal humor? Ha sobrevivido usted a su estupidez, así que debería alegrarse. Podría haberse matado.
Él puso cara de limón agrio.
—Quizás habría sido mejor si me hubiese matado —refunfuñó—. Eso habría arreglado mis problemas.
—Ah, ¿sus problemas de que se ha comportado como un cazafortunas y que ahora que se ha enamorado de otra florecilla se arrepiente de lo que ha hecho? Tengo que decir que lo que le dijo usted a su mujer fue despreciable. ¿No tiene usted ningún sentido de la responsabilidad?
—¿Cómo sabe usted todo eso? —bramó Sorés—. ¿Quién le ha contado qué le he dicho a mi mujer?
—¿Quién va a ser? —se rió Sofía—. Pues su mujer, obviamente. Su mujer, que, por cierto, es tonta del bote y está por ahí fuera preocupadísima por usted. Habían venido sus padres y ha salido un momento, pero lleva aquí todo el tiempo esperando a que usted se despierte.
—¿Y la ha dejado a usted aquí por si me despierto? —gruñó Sorés.
—Ya le he dicho que es tonta del bote —repitió la chica—. Ni siquiera ha entendido muy bien todas esas cosas tan crueles que le dijo usted antes de intentar romperse la cabeza contra una baranda, y sigue creyendo que es el marido ideal, o algo que se le acerca mucho. Yo lo habría mandado a paseo de inmediato, óigame usted; pero se ve que su esposa lo ama de verdad.
—Sí, bien —barbotó Sorés, que estaba furioso; entre otras cosas, porque aquella entrometida pareciera estar al tanto de todo una vez más—. Pues ya que sabe usted tanto, sabrá también que yo no la amo a ella… y que casarme con ella fue un tremendo error.
—Claro que lo sé —hizo amago de aplaudir la Bronvich—. Se cree usted que ama a Elina Goder.
—¿Cómo demonios se entera usted de todo esto?
—¿No ve que no tengo nada mejor que hacer? Pero escúcheme. Ahora es demasiado tarde para reparos de esta clase; tuvo usted la oportunidad de elegir, y eligió. Nadie le obligó a nada. Sabía lo que estaba haciendo, y lo hizo a sabiendas… y ahora tendrá que conformarse con ello.
—Esa mujer… —empezó Sorés, rabioso, haciendo una seña en dirección al pasillo.
—¿Esa mujer? ¿Samanta? —se sorprendió Sofía—. ¿Qué pasa con ella? Es usted quien la ha engañado para que se case con alguien que no la quiere. Ella es la víctima de todo esto, y no usted; así que compórtese como un adulto y deje de echarle la culpa de su avaricia a otra gente.
Sorés iba a seguir protestando; pero, a su pesar, no podía dejar de ver que había algo de verdad en aquellas palabras. Se sintió ridículo. ¡Él, que siempre se había jactado de no hacer más que lo que le convenía! ¡Y que ahora Sofía Bronvich, de entre todas las personas, tuviera que verle en aquel estado de postración sentimental!
Suspiró, y su enfado comenzó a remitir.
—Quizás tenga usted razón —reconoció al fin—. Todo esto es culpa mía.
—Total y absolutamente —asintió Sofía.
Sorés la miró con expresión envenenada. Pero, como no estaba en su naturaleza el admitir durante demasiado tiempo que había hecho algo mal, enseguida encontró otro motivo para consolarse.
—Bien, al menos he conseguido lo que en principio quería conseguir —carraspeó—: un negocio floreciente.
—Tiene usted tan poco corazón que me extraña cómo ha conseguido convencerse de que está enamorado de alguien en absoluto, aunque sea la mujer más hermosa de la ciudad —Sofía soltó una carcajada.
—Es usted extremadamente impertinente.
—Ya me conoce.
—Pero, de nuevo, quizás tenga razón —siguió reflexionando Sorés, aunque con una ceja en alto—. Quizás… quizás, si hubiese hecho otra cosa… quizás no habría tardado tampoco mucho en cansarme de Elina. Pero me conoce usted bien: soy un desalmado, y nunca me cansaré del dinero. —sentenció; y de repente le pareció que aquello sonaba bastante bien—. Sí, así es. Tal vez he hecho lo correcto después de todo.
—Es usted un ser tan despreciable que me pregunto por qué le ayudo —tosió Sofía—. Oh, bueno. Es porque resulta usted muy divertido. Pero, en fin: si la naturaleza de usted le lleva a esa horrible conclusión, adelante. Cada uno tiene que hacer lo que le venga mejor.
—Supongo que así es —asintió él—. Lleva usted parte de razón en todo esto. Pero aún lamentará haberme convencido de ello: ya verá cómo en unos años estoy desbancando a su padre como el hombre más rico de Navaseca.
Pero Sofía ya no le escuchaba. Mesándose la barbilla, en actitud pensativa, parecía perdida en su propia conclusión.
—Sí; cada uno tiene que hacer lo que le venga mejor —repitió al fin, y se levantó—. Discúlpeme, Sorés, pero me marcho ya. Tengo algo que hacer.