Capítulo XXVIII
Sofía Bronvich salió del hospital y se dirigió directamente a la mansión de sus padres; o, mejor dicho, a una de las mansiones de sus padres, puesto que tenían varias repartidas por el país. Encontró a Herberto y a Arnolfina Bronvich en el segundo piso, entregados a una de sus actividades favoritas: hablar despectivamente sobre sus vecinos y conocidos.
—¡Sofía, querida mía! —la saludó Herberto Bronvich, que no por estar en su propia casa estaba vestido menos extravagantemente; llevaba una bata de color violeta chillón, que desentonaba tanto con los cuadros igualmente chillones sobre las paredes pintadas de rojo que uno tenía que resistir la tentación de frotarse los ojos nada más entrar en la habitación—. Qué bien que hayas vuelto ya; escucha lo que tu madre tiene que decir sobre los Pelanova…
—Ir a ese hospital, ¡qué despropósito! —dijo, no obstante, Arnolfina Bronvich, que era una mujer seca y chupada, y vestía con algo más gusto que su marido—. ¿Qué necesidad había? Hija mía, tienes unas cosas…
—Pero cuéntale lo de los Pelanova, querida —insistió Herberto, al que le daba perfectamente igual dónde fuera de visita su hija.
—En otro momento, papá —contestó Sofía, que seguía bastante alterada—. Tengo que hablar con vosotros de algo importante.
Los señores Bronvich se sobresaltaron.
—¿Qué ocurre? —preguntó Herberto.
—¿Es por ese hospital? —se alarmó Arnolfina—. Cariño, ¿te has contagiado de algo? Ya sabía yo que ir a ese nido de infecciones era una mala idea…
—No me he contagiado de nada —Sofía arrugó la nariz, molesta, y se sentó en el sofá junto a sus padres—. Quiero hablaros de… bueno, de que me he dado cuenta de… en fin, de Gregorito Harvel.
—¡Ah, sí!, Gregorito —asintió Herberto, respirando aliviado—. Un muchacho excelente.
—Formáis una pareja estupenda —coreó Arnolfina.
—Sí, bueno —carraspeó Sofía—. No quiero casarme con Gregorito.
Durante un momento se hizo el silencio, mientras los señores Bronvich miraban a su hija con horror.
—Entiendo que es lo mejor para nuestra fortuna —continuó Sofía, apresuradamente—, y no quiero causaros un disgusto… sé lo importante que era la boda para vosotros, y, papá, también sé lo bien que te llevas con el señor Harvel… y que será un desaire… pero no quiero casarme con Gregorito Harvel.
Herberto Bronvich abrió la boca; la volvió a cerrar; se ajustó las gafas de sol (ni siquiera dentro de casa renunciaba a sus intrincadas gafas de sol), y dijo:
—¿Por qué no quieres casarte con él?
—¡Porque lo encuentro insoportable! —protestó Sofía—. Es un tipo feo, enclencle y aburrido que no habla más que de sus finanzas. En todo este tiempo, no he conseguido mantener con él ni una conversación decente. ¡Ni siquiera le interesa lo que hace la condesa Morániz! ¿Cómo puede a uno no interesarle lo que hace la condesa Morániz?
—Pero, hija mía… —comenzó Herberto, que parecía muy sorprendido.
—Lo siento, pero ¡lo encuentro insufrible! —lo interrumpió Sofía—. Preferiría quedarme soltera a tener que casarme con él. Ya sé que vosotros…
—¡No, no, Sofía; escúchame! —alzó la voz Herberto—. ¡Esto es horrible! ¿Cómo has estado a punto de casarte con alguien que no te gusta?
—Porque vosotros lo queríais —respondió Sofía, desconcertada.
—¡Nosotros pensábamos que Gregorito te gustaba! —chilló Arnolfina—. Querida mía, ¿cómo puedes pensar que queremos casarte contra tu voluntad?
—Pero… el dinero de Gregorito… —balbuceó Sofía.
—¡El dinero de ese tonto de Harvel! —casi escupió Herberto—. ¿Quién lo necesita? Si ya tenemos dinero a mansalva; somos asquerosamente ricos.
—Además, a mí Gregorito Harvel tampoco me parecía tan fabuloso —siguió la señora Bronvich—. Un poco inepto… muy insípido… ¡y esas orejas!
—No era eso lo que decías antes —farfulló Sofía, que no las tenía todas consigo.
—¡Porque yo pensaba que te gustaba! —exclamó Arnolfina—. Ya se sabe que el amor es ciego, y los jóvenes…
—El padre no es tan terrible, no obstante —carraspeó Herberto, reajustándose las gafas y sintiendo la necesidad de defender a su camarada de millones— , y sus comentarios sobre la Bolsa son bastante graciosos…
—¡El padre, el padre! —se quejó Arnolfina—. ¡Pero no es con el padre con el que se tiene que casar Sofía! ¡Es con el hijo!
—Sí, el hijo es un sosainas —asintió el señor Bronvich—. Nada, nada; ¡esa boda se cancela inmediatamente!
—¿En serio? —se sorprendió Sofía, que no se había esperado que aquello fuera a ser tan fácil.
—¡Claro que sí! —afirmó Herbert, gesticulando violentamente—. ¡No puedo creer que esto haya llegado tan lejos! Deberías habérnoslo dicho antes.
—Eso es. ¿Qué habría pasado si no nos dices nada? —sollozó Arnolfina—. ¡Qué cosa más terrible! ¡Mi pobre hija!
—¡Pobrecita! —repitió Herberto—. ¡Ven a mis brazos!
—Bien… genial —celebró Sofía, aún confundida. Todos se fundieron en un cálido abrazo familiar; y el tema se dio por zanjado, y no volvió a hablarse más de él excepto para enviar al señor Harvel noticia de este nuevo giro de los acontecimientos, lo que se hizo casi de inmediato.
La respuesta llegó muy pronto. Como Sofía ya había supuesto, Gregorio Harvel se tomó este anuncio como una gran ofensa, y decidió, durante un tiempo al menos, retirarle a Herberto Bronvich sus divertidos comentarios sobre el mercado de accionistas. De Gregorito, sin embargo, no escucharon nada; aunque, a decir verdad, habría sido difícil oír algo de él, puesto que para celebrar la buena resolución de tan espinoso asunto toda la familia Bronvich se fue, un par de días después, de vacaciones a los trópicos, donde pasaron varias semanas bronceándose y haciendo submarinismo en una agradable playa de arenas blancas y aguas cristalinas. La señora Bronvich pasó mucho tiempo inventándose nuevas y graves dolencias extranjeras que padecer; Herberto consiguió al fin darle un uso real a sus modernas gafas de sol; y de Sofía podemos decir sin temor a equivocarnos que, aparte de verse reforzada en su ética de hacer siempre lo que le venía en gana, de esta historia no aprendió absolutamente nada, y una vez libre de la amenaza de tener que casarse con Gregorito Harvel volvió a disfrutar al máximo de su vida de fiestas y cotilleos.