Una bala para el príncipe · Capítulo I

Capítulo I

El hotel Babilonia estaba situado en el centro mismo de la ciudad de Navaseca. Navaseca, que había sido poco más que una villa provinciana durante la mayor parte de su historia, se había convertido en las últimas décadas en una urbe floreciente, en la que se reunían las altas esferas de la sociedad y los poseedores de las mejores fortunas; aunque nadie sabía muy bien por qué, porque la ciudad en sí era fea y aburrida, y en verano hacía mucho calor y todo lo que estaba cerca del río se llenaba de mosquitos.

El lujoso hotel Babilonia, propiedad del señor Ernesto Babel, era pues, junto al palacete del embajador y a las fiestas de la condesa Morániz, uno de los pocos lugares en los que se citaban los afortunados de Navaseca a celebrar las indolentes veladas que podían distraerlos. Sin embargo, al contrario que en el palacete del embajador, y en la mayor parte de las fiestas de la condesa, en el hotel Babilonia no hacía falta gozar de la aprobación de su dueño para entrar, ni el acceso se permitía solo a los que estuvieran en posesión de una preciada invitación solo concedida en honor a su buen nombre y fortuna, o en su caso a la cantidad de jugosos chismorreos que podían proporcionar para el entretenimiento general. Al revés; en el hotel Babilonia muchas veces entraba casi cualquiera, lo que le daba una fama de lugar un tanto licencioso que, en vez de ahuyentar a sus peces gordos, los atraía aún más. Ernesto Babel, que tenía buena visión para los negocios, permitía que todo esto pasara, y cada vez que alguien le reprochaba la reputación no del todo intachable de la sociedad que se juntaba en su hotel no hacía otra cosa que frotarse las manos.

Aquella noche, se celebraba en los salones de este célebre establecimiento un pequeño baile, que no conmemoraba ni festejaba nada en especial, y estaba únicamente pensado para entretener a todos aquellos ricos ociosos que tanto frecuentaban Navaseca. Uno de estos ricos, aunque no tan ocioso, era Alejandro Sorés, un hombre apuesto de mediana edad que se dedicaba al negocio naviero y que acudía a todas aquellas ocasiones vestido siempre con un muy elegante frac.

Normalmente, el señor Sorés se distraía en aquellas veladas paseando entre un corrillo de gente y otro, siempre con una copa de algo en la mano y una expresión de sarcástica suficiencia en la cara. Pero aquel día había ido allí con un propósito en mente; y por ello se dedicó durante un buen rato a pasear la vista entre los asistentes, buscando a alguien. Y finalmente encontró a su propósito, sentado en un sofá y abanicándose con expresión airada: la vieja viuda Perquin.

El señor Sorés se acercó a ella y se sentó a su lado.

—Querida Perquin —le dijo, con tono de sorna—, a usted la buscaba yo. Pero ¿qué hace usted aquí en una esquina, pretendiendo que es una pieza del mobiliario? ¿Por qué esa cara?

—Querido Sorés, no sé de qué habla usted —le respondió la viuda, con la misma expresión agriada—. Esta siempre ha sido mi cara.

Sorés sonrió con socarronería.

—Es usted muy graciosa —dijo, y muy pagado de sí mismo sacó un cigarro, lo prendió y comenzó a fumar—. ¿Ha oído usted hablar de Samanta Vaseli?

La viuda lo miró con desconfianza.

—Por supuesto que ha oído hablar de ella —siguió Sorés, sin darle tiempo a contestar—. No sé por qué me molesto en preguntarle. Bien, mi querida Perquin: infórmeme. ¿Es cierto que Rodrigo Vaseli ha desheredado a su sobrino, al que pretendía traspasar su negocio, y que ahora su hija Samanta lo poseerá todo?

La viuda suspiró.

—Rodrigo Vaseli ya es viejo —dijo—, y se retirará pronto; pero, por lo que se ve, ha decidido en el último momento que su sobrino, Rodolfo Quiján-Vaseli, no es el más adecuado para heredar sus negocios. Sí; por lo que tengo entendido, es cierto. Samanta Vaseli heredará no solo la fortuna de su padre, sino también su empresa.

—Que, en las manos correctas, puede llegar a dar a su dueño muchísimo dinero —completó Sorés, chupando su cigarro—. Bien. Dígame, querida Perquin: ¿me presentará a la encantadora Samanta Vaseli?

—Si es encantadora o no, no me corresponde a mí decirlo —carraspeó la viuda, que obviamente no tenía la mejor opinión ni de los Vaseli ni del hombre que tenía enfrente—, pero no creo que se merezca que le preste el mal servicio de presentársela a usted. No crea que no sé qué pretende, Sorés.

—Lo que pretendo es sumamente evidente —respondió Sorés, muy tranquilo—. Me casaré con Samanta Vaseli y me convertiré en un hombre muy rico. Y, querida viuda, no me venga usted ahora con esas. Todos sabemos a qué se dedica, y que no tiene demasiados escrúpulos.

—Tengo los suficientes para no querer dejar a esa muchacha en manos de un cazafortunas como usted —protestó la viuda, con aire altivo.

—Y, en mi caso, sé también que tiene usted un problema que su falta de escrúpulos podría tal vez arreglar —continuó Sorés, ignorando lo que su interlocutora había dicho—. No se imagine que no he oído hablar de esa chica suya que está en la cárcel.

La viuda lo miró alarmada.

—¿Qué sabe usted de eso? —preguntó.

—Lo suficiente —contestó Sorés—. Sé que hay una muchacha en la cárcel de Navaseca, sobre cuya relación con usted no haré comentarios, a la que quiere sacar de allí a toda costa. Bien, mi querida Perquin, déjeme proponerle algo; esto puede resultar beneficioso para ambos. Si usted utiliza sus artes para convencer a Samanta Vaseli de que se convierta en mi mujer, quizás yo pueda hacer algo por esa pobre chica.

—Esa pobre chica no es tan joven como usted la cree —bufó la viuda Perquin, tratando de ganar algo de tiempo para reflexionar sobre esa propuesta. Se alisó un poco la falda, y al cabo de un momento añadió—. ¿Se asegurará usted de que salga del presidio?

—Haré cuanto esté en mi mano —prometió Sorés.

La viuda Perquin suspiró.

—Está bien —cedió—. Le presentaré a Samanta Vaseli.

—Y se cerciorará de hacerlo en términos favorables, y de interceder a mi favor cuando sea necesario —exigió Sorés.

—Sí, sí —gruñó la viuda, molesta.

—Bien, pues este es un momento tan bueno para empezar como cualquier otro —la presionó Sorés, viendo que unos momentos después ella aún no había dicho nada.

—Mi querido Sorés, es usted muy impaciente —le recriminó la viuda, con una mueca de disgusto—. La noche es joven; y Samanta Vaseli, aunque no dudo de que se presentará aquí hoy, no ha llegado siquiera todavía.

—Oh —musitó Sorés.

—¡La juventud siempre tiene tanta prisa! —se lamentó la viuda, aunque llamar «juventud» al señor Sorés, que ya pasaba muy bien de los treinta, empezaba a ser un poco exagerado—. Siempre lo quiere todo aquí y ahora. ¡Como ese Leandro Ligoria! —farfulló, mirando acusadoramente a un joven (este sí) muy apuesto, de tirabuzones rubios y ojos azules y aspecto angelical, que se paseaba por la sala en compañía de una señorita igualmente muy agraciada—. ¡Mírelo! Ahí está, pavoneándose de su nueva conquista. ¡Pobre muchacha! Supongo que nadie le ha dicho todavía que dentro de una semana su galante seductor la habrá dejado por otra.

—Todas creen siempre que ellas serán las definitivas —se burló Sorés, pero no obstante echó un buen ojo a la nueva acompañante de Ligoria. Era una chica muy joven, de poco más de veinte años, y muy hermosa; tenía unas facciones de muñeca y una figura espectacular, y por si fuera poco llevaba un vestido que la favorecía mucho y la hacía resaltar aún más—. ¿Sabe usted quién es? No la conozco.

—No la conoce usted porque no la conoce nadie… Se llama Elina Goder, y acaba de llegar hace poco a la ciudad. ¡Y ya ha logrado caer directa en los brazos de Ligoria!

—Esa chica es una belleza —sentenció Sorés—. Está perdiendo el tiempo con Ligoria. Bien, mi querida viuda —añadió, levantándose del sofá—, puesto que dice usted que falta un tiempo para que aparezca Samanta Vaseli, voy a ver si puedo conocerla.

—Vaya, vaya —le espetó la viuda, disgustada—. Vaya a ver si consigue que pierda el tiempo con usted en vez de perderlo con Ligoria. No sé con cuál de los dos estará peor.

—Me hiere usted, querida Perquin —respondió Sorés, aunque evidentemente ese no era el caso—. ¿Cómo puede usted compararme con un calzonazos como Leandro Ligoria?

Y dicho esto, se acercó a la alegre pareja formada por Ligoria y Elina Goder, que reía muy animadamente junto a una ventana.

—Ligoria, amigo mío —interpeló Sorés a Leandro—, veo que está usted intentando acaparar la atención de una señorita encantadora. ¿Le importaría presentármela?

A Ligoria esta interrupción no le sentó nada bien; dejó de reír y puso mala cara. Elina Goder, sin embargo, sonrió cautivadoramente a Sorés, y no pareció oponerse a que los presentaran.

—Por supuesto —gruñó Ligoria—. Sorés, tengo el gusto de presentarle a Elina Goder, que acaba de llegar no hace mucho a la ciudad. Elina, este es Alejandro Sorés… un magnate de los barcos.

—¡Magnate! —se echó a reír Sorés, haciendo temblar el cóctel en su copa—. No diría yo eso. Es un placer conocerla, señorita.

—Lo mismo digo, caballero —respondió Elina, que de cerca era aún más guapa. Sorés le besó la mano, poseído por el espíritu de la galantería; ella pareció sorprenderse, y se puso roja como un tomate. Ante esto, Ligoria se puso de morros, y se cruzó de brazos como si intentara contener las ganas de decirle a Sorés que se marchase.

—¿Y se está divirtiendo usted en Navaseca? —preguntó el recién llegado.

—Mucho, por supuesto —contestó la mujer—. ¡Hay tanto que ver y tantas cosas que hacer! Es una ciudad impresionante.

«Impresionante» no era el adjetivo que Sorés habría puesto a Navaseca; pero pese a este indicio del quizás no tan atinado juicio de su nueva conocida, no sonrió con tanto sarcasmo como solía hacerlo. Abrió la boca para preguntar cuáles eran exactamente todas esas cosas que ver y que hacer, pero en ese momento la cabeza rubia de la joven Sofía Bronvich apareció de repente entre ellos.

—¿Qué tenemos aquí? —se metió en medio de todo, como solía hacer—. Sorés, ¿ya está usted entrometiéndose entre parejitas de enamorados?

—¿Qué dice usted, señorita Bronvich? —respondió Sorés, fastidiado. Ligoria pareció agradecer la interrupción.

—Vamos, vamos, Sorés —siguió Sofía, tomando a este por el brazo—. Mejor acompáñeme usted a bailar un poco.

A Sorés no le quedó más remedio que seguirla, para gran alivio de Ligoria. No obstante, Sofía tenía poco interés en bailar.

—Debería darme las gracias —espetó, en cuanto se hubieron alejado lo suficiente—. ¿Es que no se ha enterado usted?

Sorés la escrutó con la mirada. Sofía Bronvich era la única hija de Herberto Bronvich, un excéntrico empresario que poseía una enorme fortuna; y por ello, a pesar de que ella misma era una jovencita de aspecto nada más que mediocre y una personalidad que a veces resultaba difícil de soportar, podía permitirse ser una metomentodo y hacer en cada momento lo que le venía en gana.

—¿Enterarme de qué?

—Esa nueva chica alrededor de la que revolotea Ligoria… ¿sabe usted que es la hija de una camarera, de allá del norte? —reveló Sofía, muy divertida—. Es una vulgar muchachita que se ha puesto un traje de gala y cree que puede jugar a ser una princesa.

—¿Cómo sabe usted eso? —se sorprendió Sorés.

—Todo el mundo lo sabe —se vanaglorió Sofía—. Si prestara usted un poco de atención a su alrededor, lo habría escuchado.

Sorés se dijo que la viuda Perquin le acababa de gastar una jugarreta, y maldijo entre dientes.

—¿Y Ligoria? ¿Lo sabe él?

—Claro que sí —afirmó Sofía—. Pero ya sabe usted cómo es Ligoria; no tiene ni gusto ni decencia. De todas maneras, a él no le importa, porque la semana que viene ya estará detrás de las faldas de otra.

—Veo que Ligoria no es su favorito —observó Sorés.

—Ni Ligoria, ni usted —confesó la chica, que tenía tanto dinero e influencias como podía desear, y por tanto no había adquirido nunca el hábito de tratar de agradar a los demás—, ni la mayor parte de este salón. Son ustedes unos vanos y desagradables mercenarios.

—¿Quiere usted bailar, o no? —le espetó Sorés, divertido.

—No, no me apetece —contestó Sofía—. Será mejor que nos sentemos. Allí está mi padre, y parece que junto a él hay un trozo de sofá libre.

En efecto, sentados relajadamente en un canapé estaban el traje rojo chillón y las enormes gafas decorativas de Herberto Bronvich; y, dentro de ellas, el mismo Herberto Bronvich, un hombre de unos cincuenta años con unas marcadas entradas en un cabello entre rubio y canoso.

—¡Sofía, querida! —saludó a su adorada hija, en cuanto avistó que Sorés y ella venían a sentarse junto a él—. Qué bien que vengas a hacerme compañía; me estoy aburriendo como una ostra. Como tu madre ha tenido que quedarse en casa, no tengo ninguna forma de sonsacarle información a los Goventa, y eso que María Goventa ha sugerido algo sobre los Meguentín, y la historia debe de ser muy jugosa.

Y con esas lamentaciones hizo sitio a Sorés y a Sofía para que se sentaran. Como vio que ninguno de los dos estaba muy hablador, siguió él:

—Mi esposa está enferma con gripe —informó al señor Sorés—. La pobre lleva tres días en casa, y no quiere salir. Pero no es grave, y seguro que mejorará pronto, ¿no es así, querida?

—Claro, papá —asintió Sofía—. Ya podría haber venido hoy. Si ha dicho que no ha sido porque no le apetecía.

—¿Sabes quién más lamento que no esté aquí hoy? —continuó el señor Bronvich—. Gregorio Harvel; siempre es una compañía agradable. Una pena que se haya quedado en casa hoy; siempre tiene unas opiniones sobre el mercado de valores que son una delicia. Y además, habría traído a su hijo, y habríais podido bailar un par de rondas, ¿verdad? —sonrió en dirección a Sofía, y después se volvió hacia Sorés—. Mi hija está prometida con Gregorito Harvel, el hijo mayor de Gregorio Harvel. Un gran partido; heredará todo lo que tiene el padre, aunque la fortuna de la madre será para la hija menor, Susanita, la que quiere ser actriz. ¡Actriz, digo yo! Pero la fortuna de Gregorio es mayor, y un día será para su hijo.

Sorés asintió cortésmente; ya sabía, como todo el mundo, que Sofía Bronvich iba a casarse con Gregorito Harvel, un aburrido joven de su misma edad con una nariz y unas orejas muy grandes. Entre los dos juntarían los millones de los Bronvich y los millones de los Harvel, y serían los más ricos de toda Navaseca, y, probablemente, de los más ricos de todo el país.

Pero, pese a estos halagüeños planes, Sofía no parecía muy contenta con esta dirección de la conversación, y trató de desviarla rápidamente.

—¿Qué es lo que has escuchado de María Goventa, papá? —preguntó. Herbert empezó a relatar algo muy confuso, pero se interrumpió cuando, un instante después, Juan Quiroga surgió de la nada y se acercó a ellos.

—Discúlpenme —dijo—, no quiero interrumpir; pero, señor Sorés, si pudiera usted acompañarme un momento…

Sorés se levantó, preguntándose que pasaba aquella noche, y por qué todo el mundo quería llevárselo a alguna parte. Siguió a Quiroga, que era un hombre bastante feo, de pelo negro y poca estatura, conocido porque era siempre muy cortés.

—¿Qué ocurre, Quiroga? —quiso saber.

—La señora Perquin me ha dicho que tiene usted interés en conocer a la señorita Vaseli —contestó Quiroga, señalando con la mirada en dirección a la viuda, que, abanicándose sobre su sofá, los seguía discretamente con los ojos—. La señorita Vaseli ha llegado hace unos minutos, y, siendo yo conocido suyo, la señora Perquin me ha pedido que los presente.

Sorés asintió, satisfecho. La viuda se la había jugado en cuanto a la información que le había suministrado sobre Elina Goder, pero parecía que en el caso de Samanta Vaseli iba a cumplir con lo que habían convenido un rato antes. Le interesaba hacerlo, por supuesto.

La señorita Samanta Vaseli había llegado efectivamente un corto rato antes, en compañía de sus padres y de algunas primas. Era una joven de aproximadamente la misma edad que Elina Goder, y resultaba bastante atractiva; pero en la comparación con esta última salía perdiendo, tanto más cuando su vestido, que estaba cortado según la moda más reciente, no le sentaba bien, y la forma en la que había rizado su cabello castaño tampoco la favorecía mucho.

Quiroga, que era el sempiterno soltero con el que todas las mujeres congeniaban pero a la que ninguna quería por marido, saludó a Samanta afectuosamente y se apresuró en hacer las presentaciones.

—Señorita Vaseli, permítame presentarle a un buen conocido mío, el señor Alejandro Sorés, del que últimamente se oye hablar mucho en el negocio naval —dijo, después de hacer una algo pomposa reverencia—. Señor Sorés, tengo el honor de presentarle a la señorita Samanta Vaseli.

Sorés advirtió cómo los ojos de Samanta Vaseli pasaban de Juan Quiroga a él, y celebró el ingenio de la viuda Perquin. Era un hombre relativamente agraciado, aunque nadie podría llamarlo muy apuesto; pero, al lado del pobre Quiroga, que era feo como nadie, resultaba casi un adonis.

—Es un placer conocerle, señor Sorés —dijo Samanta Vaseli, entrecerrando lánguidamente las pestañas.

—El placer es mío, señorita —contestó él—. Me habían dicho ya que era usted una dama muy hermosa, pero me temo que se habían quedado cortos.

Samanta Vaseli correspondió a ese cumplido con una insulsa sonrisa, y se dejó besar la mano sin decir nada más.

—¿Le gustan a usted las veladas de este hotel? —preguntó Sorés, intentando entablar una conversación.

—Sí… supongo —contestó Samanta, y volvió a callar. Al cabo de un momento, se sintió obligada a añadir—. Son entretenidas.

—Sí, lo son —dijo Sorés, que a pesar de sí mismo empezaba a asombrarse de la sosería de la señorita Vaseli—. ¿Viene usted a menudo?

—A veces. ¿Y usted?

—Sí, habitualmente. Aunque… —dijo Sorés, preguntándose qué veredicto podía ser del gusto de su interlocutora— si le digo la verdad, creo que han perdido un poco desde que ya no asiste la condesa Morániz.

Samanta Vaseli expresó algo que lo mismo podía ser una opinión que no serlo, y después se calló y dejó que Sorés se devanara los sesos buscando un nuevo tema de conversación. Y así siguieron un buen rato, y terminaron la noche convencidos él de que la señorita Vaseli era la persona más insípida del mundo, y ella de que el señor Sorés era un hombre realmente interesante y encantador.

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