Una bala para el príncipe · Capítulo VI

Capítulo VI

Una delgada figura se deslizaba por los alrededores de la casa de los Vaseli. Había salido de su casa un rato atrás, antes de que el sol comenzara a ponerse, y llevaba media hora rondando el caserón de estos ilustres señores, controlando las ventanas y tratando de ver sin ser vista. Iba vestida completamente de negro, con una larga falda que le llegaba hasta los pies y un velo por encima de la cabeza; y en las manos sostenía un sobre, cuidadosamente doblado pero sin sello y sin dirección. Se trataba de la viuda Perquin.

Por fin, cuando ya solo asomaban por el horizonte los últimos rayos del sol (aunque no es que esto pudiera verse desde allí, pues el centro de Navaseca era un conglomerado de casas estrechamente pegadas unas a las otras, y solo desde el río podía uno ver un pequeño pedazo de lejanía), la viuda Perquin avistó su oportunidad. Samanta Vaseli, con una cesta en una mano, se sentó junto a una ventana de la planta baja, aparentemente sola; y sacó sus útiles de costura. Era la ocasión que la viuda estaba esperando. Se acercó rápidamente, y empezó a pasearse frente a la ventana de Samanta.

—Buenas noches, querida niña —le dijo, con tono de anciana quejumbrosa.

—Buenas noches, señora —contestó Samanta, un poco confundida.

—Querida, querida —musitó la viuda, aún en el mismo tono—, aquí sentada a la ventana, tan sola; ¿piensas acaso en tus amores?

—No, señora —contestó Samanta—. Iba a coser.

—Pero una muchacha tan hermosa como tú tendrá amores, sin duda.

—Sí… no… no lo sé —dudó Samanta, con cara de tonta.

—Seguro que sí —afirmó la viuda Perquin—. Seguro que hay algún caballero que ahora está, igual que tú, sentado a alguna ventana, pensando en ti.

—¿Eso cree usted? —preguntó la chica.

—No solo lo creo; lo sé —aseguró la mujer—. Lo sé de buena fe.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que, quizás, yo conozca a este caballero… este caballero que piensa en ti, día y noche, y que no puede vivir sin tu amor.

—¿Quién es? —quiso saber Samanta, que, pese a que había sacado sus labores de costura e incluso había dado un par de puntadas, ya las había dejado de lado de nuevo, y ahora solo prestaba atención a la vieja mujer.

—Lo conoces bien —respondió la viuda—. Sin duda sabes quién es.

Samanta se llevó una mano a su boquita de piñón, pensativa. De repente, se le iluminó la mirada.

—¿No será el señor Sorés? —preguntó.

«Qué tonta es esta chica», se dijo la viuda, pero no obstante prosiguió:

—Tú misma lo has dicho; sabes bien que este caballero no puede vivir sin ti.

—Oh, el señor Sorés es un hombre muy atento y agradable —divagó Samanta—, pero… ¿está usted segura de que me ama?

—¿Cómo puedes dudarlo? —le reprochó la viuda—. Solo tiene ojos para ti; no pasa un segundo sin que piense en ti, y no ve el momento de reunirse contigo de nuevo.

—¡Un caballero tan encantador! —suspiró Samanta.

—Un caballero encantador, tan bien educado y tan agradable, y un hombre de fortuna —lo aderezó la mujer—, y solo te quiere a ti, y solo quiere estar contigo. No hay duda de que le correspondes.

—Yo… sí… no lo sé —volvió a dudar la chica.

—¿Cómo podrías no hacerlo? Él te ha entregado su corazón, por completo, solo a ti. Si lo rechazas, ¡sería tan desdichado! ¡Cometería una locura! Pero sé que eso no va a ocurrir; porque estoy convencida, porque te he visto en su compañía, de que tú también le amas.

—¿Quién es usted? —se extrañó Samanta.

—Eso no importa —tosió la viuda—. Soy alguien que solo quiere que puedas por fin estar junto a tu amor. ¡Cómo debes de echarle de menos!

—Bien, yo… —murmuró Samanta—. ¡El señor Sorés! ¡Es cierto que es tan amable, y tan apuesto! ¡Y me quiere a mí!

—Y te quiere solo a ti —recalcó la viuda—, y solo contigo quiere casarse.

—¡Oh! —suspiró Samanta, finalmente convencida—. No es posible. ¡Soy tan feliz!

—¡Y lo serás aún más! —insistió la viuda Perquin—. Cuando estés junto a él.

—¡Ojalá estuviera aquí ahora! —deseó la chica.

—Ojalá, ojalá —musitó la viuda—. Pero, para consolarte, tengo algo aquí para ti.

Alzó la mano con el sobre. Samanta le dirigió una mirada llena de curiosidad.

—¿No será… —se sorprendió, abriendo mucho los ojos—, una carta de él?

—Así es —confirmó la viuda—. Una carta del señor Sorés, que me ha confiado para que te la entregue; en la que te declara todo esto que yo te he dicho, y te dice y te repite cuánto te ama, y cómo no puede vivir sin ti.

Pasó el sobre a través de la reja, y al otro lado Samanta lo tomó extasiada entre sus manos.

—¡Qué felicidad! —repitió, y se volvió hacia la viuda—. Le mandaréis mis mejores deseos, ¿verdad? ¿Lo haréis?

—Claro que lo haré, mi niña —contestó la vieja mujer—, y rezaré porque pronto podáis veros de nuevo.

—¡Gracias! —dijo a eso Samanta, y se apresuró a abrir la carta.

La viuda Perquin no respondió nada más, y en su lugar se alejó de la ventana y se internó por las callejuelas, desapareciendo entre las sombras.

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