Una bala para el príncipe · Capítulo XIII

Capítulo XIII

María Lucero y Ludovico Pravano, acompañados por una renqueante y quejumbrosa viuda Perquin, tardaron poco en llegar al barrio que les habían señalado en el cuartel. Necesitaron algo más, eso sí, para dar con la dirección que les habían proporcionado; y cuando entraron por la puerta del establecimiento en concreto, una taberna de aspecto destartalado y cristales muy sucios, ya casi estaba anocheciendo. El local, que no era muy grande ni muy acogedor, no tenía tampoco mejor pinta por dentro que por fuera; a esas horas había ya unos cuantos parroquianos, que sin duda se contaban entre los habituales de la casa, la mayoría de los cuales bebían, fumaban, jugaban a los dados o se ocupaban de sus asuntos sin tener cara de querer que nadie los interrumpiese. Los más ruidosos eran un grupo de jóvenes que, arremolinados en torno a la mesa más grande, gritaban sin parar y coreaban consignas antimonárquicas. Los lideraba Andrés Salazar, y esta era exactamente la taberna en la que le conde Nor había entrado a intrigar no hacía mucho.

Al escuchar lo que vociferaban aquellos jóvenes, la viuda Perquin se sobresaltó, y miró ansiosamente al príncipe Ludovico. Lo último que quería era que se produjese un altercado, y mucho menos en su presencia; si ocurría algo desagradable, habría después muchas preguntas, que no le convenían a ella ni a María, ni, probablemente, a ninguno de los que estaban allí. Pero sus peores temores no llegaron a realizarse. Andrés Salazar, que debido (y pese) a su postura no tenía mucho que ver con nadie relacionado con la corona, habría podido quizás reconocer al rey, o con suerte incluso al príncipe heredero; pero no había manera de que conociese al tercer príncipe, que además se dejaba ver en público en tan pocas ocasiones como podía permitirse; y menos aún bajo la tenue luz con la que empezaba a estar iluminada aquella taberna. De hecho, ni siquiera se fijó en el individuo rubio y bien vestido, aunque cubierto de barro, que acababa de entrar en el establecimiento acompañado por dos señoras; y Ludovico, por su parte, si se dio cuenta de que Salazar existía fue por casualidad, y no dio muestra alguna de ello.

—¡Ese es! —susurró de repente María, señalando disimuladamente en dirección al hombre que, detrás del mostrador, fregaba jarras con parsimonia—. Ese es el anterior comandante. ¡Estoy segura de que es él!

—Prudencia —consiguió intercalar la viuda Perquin.

—Vamos —la ignoró Ludovico, y se dirigió directamente a la barra. María lo siguió con tanto ímpetu como si ardiera la calle.

—¿Qué desean? —les preguntó el hombre, después de echarles una ojeada.

—Es… —empezó el príncipe; pero María lo interrumpió un instante después, situando un dedo acusador frente a la cara de su interlocutor:

—¡Usted, desalmado! ¡Alimaña robaniños! ¿Dónde está mi hijo?

El hombre se echó un poco hacia atrás, sorprendido; no parecía saber de qué iba aquello. Pero Ludovico levantó una mano e hizo a María bajar el brazo.

—¿Es usted el señor Codrenques, el antiguo comandante del cuartel? —quiso saber.

El dueño del local pareció fastidiado.

—Sí —bufó—. ¿Qué quieren?

—¡Maravilloso! —se felicitó el príncipe, y tras ahogar otro par de exclamaciones de María Lucero, explicó—. Quizás reconozca usted a esta señorita, que entró en prisión mientras usted todavía era comandante.

El señor Codrenques entrecerró los ojos y escudriñó el rostro de la mujer, pero no dio muestras de reconocerla.

—No —dijo—. ¿Quién es?

—Se llama María Lucero —le dio otra pista el príncipe.

El antiguo comandante pensó por un instante más, y de repente le llegó la inspiración.

—¡María Lucero! —exclamó, y torció el gesto con disgusto—. Sí, sí que me acuerdo. Mal negocio aquel, que… ¿es usted aquella señorita?

—Sí, caballero, yo soy aquella señorita —gruñó María, y volvió a inclinarse hacia delante con expresión amenazadora—. Usted, siguiendo las órdenes de ese desgraciado del conde Nor, me metió en la cárcel y me separó de mi pobre hijito. Y ahora quiero saber: ¿dónde está mi hijo?

El hombre retrocedió otro poco, pero se recompuso enseguida; y esbozó una expresión de circunstancias.

—Un mal negocio, como ya he dicho —carraspeó—. No fue aquello muy acertado; le pido disculpas…

—¡Disculpas! —barbotó Lucero.

—Sí, sí, obré mal; pero ya ve usted que he recibido mi justa recompensa. Mire cómo he de verme ahora, y todo por haber entrado en su momento en los tejemanejes del conde…

—¿Qué tejemanejes eran esos? —preguntó Ludovico.

—Muchos, y muy diversos —el señor Codrenques se encogió de hombros—. Lo de esta señorita no es más que la punta del iceberg. Pero ve usted: yo, que nunca fui más que, como mucho, su ayudante, que hice poco más que cerrar algún que otro ojo alguna vez… a mí me han investigado, y expulsado del cuerpo, y me veo aquí; mientras que el conde… ¡a ese no le ha pasado nada!

—No me da usted pena —intervino por primera vez la viuda Perquin—. Usted sabía bien que lo que hacía estaba mal, y lo lamenta ahora solo porque le ha acarreado consecuencias desagradables.

—No, no —contestó rápidamente el hombre—. Le aseguro que me arrepiento de lo que hice.

La viuda Perquin alzó las cejas, y dio a entender con su expresión que le resultaba muy difícil creerle.

—¿Se acuerda usted de esta señorita? —insistió, sin embargo—. ¿Y de su hijo?

—Sí, me acuerdo —carraspeó el señor Codrenques, y se volvió hacia Lucero—. Si no me equivoco, el hijo de usted es también el hijo del conde.

A María pareció disgustarle que se lo recordaran, pero asintió con la cabeza.

—¿Dónde está? —preguntó—. ¿Qué hizo usted con él?

—No sé dónde está —dijo él—. Después de aquello, yo lo entregué al conde Nor.

A las dos señoras se les cayó el alma a los pies.

—¿Y después? —preguntaron—. ¿Qué hizo el conde con él?

—No lo sé —repitió el antiguo comandante—. Yo solo hice lo que me pidieron… no supe después…

—¡No es posible! —exclamó María, que había visto sus repentinas esperanzas igual de repentinamente truncadas, y que estaba a punto de prorrumpir en llanto—. Querida señora Perquin, no es posible que ese monstruo tenga todavía a mi hijo… pero cómo podemos ir a preguntarle a él…

—Tranquila, hija mía; sosiégate —musitó la viuda.

—Si les sirve de algo —dijo el señor Codrenques, un tanto desconcertado—, conozco a alguien que podría saber algo más del asunto.

—¿Quién es? —saltó María.

—¿Quién es? —repitió la viuda.

—Es la antigua ama de llaves del conde… la señora Ana Martín —contestó él—. Estuvo al servicio del conde hasta no hace tanto, y es posible que recuerde algo de todo esto. Aún vive en Navaseca, así que quizás puedan preguntarle.

María Lucero volvió a animarse tan rápidamente como antes se había descorazonado, y pidió y recibió sin perder un segundo las señas de esta señora Ana Martín. En su momentáneamente recuperado entusiasmo, quiso casi salir corriendo a buscar la dirección que el antiguo comandante les había proporcionado; pero Ludovico aún tenía algo más que preguntar al señor Codrenques.

—Usted sabe como funciona la ley —dijo—. Dígame, ¿sería posible denunciar al conde Nor por estos hechos con el testimonio de la señorita Lucero y la confesión de usted?

El antiguo comandante, al oír algo referido a una confesión suya, agrió el gesto inmediatamente. Ya iba a replicar que había esperado que todo lo que allí se había dicho fuese estrictamente no oficial, pero María lo sacó del apuro, gritando rápidamente:

—¡Ah, no, no, no! ¡Ni hablar! Por mucho que deteste al conde, y que quiera verlo entre rejas, no pienso hacer una cosa así. ¡Meterme en más problemas, ahora que parece que estoy saliendo de ellos! ¡Y con lo taimado que es ese maldito conde, seguro que consigue hacerme encerrar otra vez! No señor: yo quiero encontrar a mi hijo, pero por lo demás, no quiero que esto vaya a la ley, o que el conde se vuelva a acordar de mí para nada.

Ludovico pareció decepcionado. Para él todo aquello era un misterio como los que se leían en las historias de criminales y de aventuras, y en su planteamiento la cosa no podía acabar bien si no era con todos los malvados en la cárcel y los honrados restituidos en todos sus plenos derechos. Pero no hubo forma de hacer que María cambiase de opinión. Lo único que ella quería, en aquel momento, era ir a buscar a Ana Martín, y solo con grandes esfuerzos pudo convencerla la viuda Perquin (a ella y a Ludovico, que tampoco tenía un gran respeto por la convención social) de que ya era demasiado tarde para andar por barrios desconocidos y más aún para llamar a la casa de nadie, y de que tendrían que esperar al día siguiente para continuar su investigación. No obstante, no consiguió con esto, como había esperado, librarse de la compañía del príncipe, que pese a la pequeña desilusión que le había supuesto el que María Lucero se negase a colaborar en la completa resolución de la aventura seguía dispuesto a llegar al final del misterio del paradero de Nicolasito; y que insistió en volver a brindarles su ayuda a la mañana siguiente.

—Una última cosa —murmuró el señor Codrenques, inclinándose hacia Ludovico, cuando los tres ya se disponían a marcharse.

—¿Qué es? —preguntó Ludovico.

—Mucho me equivoco si no es usted el tercer príncipe de la nación, ¿no es así? —susurró el excomandante, haciendo que la viuda Perquin volviese a sobresaltarse—. Escuche, le digo esto de buena fe, y porque de verdad quiero reparar algo del mal que he hecho. Aquí, en una taberna, oye uno muchas cosas… y han llegado a mis oídos ciertos rumores; ciertos rumores de que el hermano de usted, el príncipe heredero, no está a salvo en Navaseca… de que alguien intenta atentar contra su vida. Diga usted esto a su hermano, porque tengo la certeza de que no son rumores infundados.

Ludovico pareció muy confuso por un momento.

—Lo haré —afirmó al fin.

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