Capítulo XV
Carlos y Eduardo habían llegado al hotel Babilonia no mucho después de eso, y gracias al conocimiento que Carlos tenía para entonces de todas las entradas traseras del establecimiento habían conseguido entrar sin llamar demasiado la atención. En sus aposentos tampoco los esperaba nadie; no estaba ni Ludovico, que aún no había vuelto de sus aventuras botánico-detectivescas.
—Voy a darme un baño —fue casi lo primero que Carlos musitó a su hermano mayor. Este no contestó a eso ni sí ni no; seguía empeñado en despotricar, y continuó haciéndolo una vez Carlos hubo cerrado la puerta del aseo detrás de sí con un portazo.
—… Porque no es normal que, a tu edad… —hablaba Eduardo, tan alto que Carlos podía oírle incluso a través de la puerta cerrada y con el ruido del agua—… todo esto podría haber sido un escándalo… Por no hablar de la princesa de Menisana, que…
Al final, todo esto fue demasiado para Carlos.
—¡DÉJAME TRANQUILO! —gritó, abriendo de nuevo la puerta del baño con un violento golpe—. ¡Cállate de una maldita vez! ¿No tienes otra cosa mejor que hacer que quejarte de lo que hago?
Había salido de la bañera de un salto, y aunque se había liado una toalla, no se había secado siquiera. Eduardo contempló por un momento el extraño espectáculo de Carlos semidesnudo y chorreando agua sobre las carísimas alfombras; pero la estupefacción solo le duró un segundo.
—¡Tengo muchas cosas mejores que hacer —aseguró, a gritos—, y las haría si tu estupidez me lo permitiese de una vez!
—¡Oh, claro! ¡Ahora todo es culpa mía! —tronó Carlos—. ¿Te has parado a pensar que si dejases de darme tanto la lata tendrías más tiempo para dedicarte, no sé, a esas responsabilidades que tan importantes te parecen?
—¡No me hables como si solo me dedicase a molestarte! —gritó Eduardo.
—¡En mi presencia, es todo lo que haces, Alteza! —chilló Carlos.
En ese momento se abrió la puerta. Ludovico, aún cubierto de barro seco y con sus cubos y palas en la mano, entró y se encontró con esta escena.
—¿Qué pasa aquí? —musitó. Pero Carlos y Eduardo, aunque le habían dedicado una breve mirada cuando la puerta se había abierto, lo ignoraron de inmediato cuando vieron que solo se trataba de su hermano pequeño.
—¡Todo lo que te digo lo digo por tu bien! —siguió vociferando Eduardo.
—¡Claro, claro! —le contestó Carlos—. No es que me tengas manía porque soy el único en esta familia que se atreve a divertirse… y porque no dejo que me uses en tus intrigas políticas…
—¡Intrigas políticas! —se escandalizó Eduardo—. ¡Lo único que hago es velar por tu bien y tus intereses, y los de toda la familia…!
—¡Sobre todo los de toda la familia! —exclamó Carlos—. ¡Y, en cualquier caso, ¿a ti qué te importa?! ¡Eso es trabajo de nuestro padre, no tuyo!
—¡También es mi trabajo! —contestó Eduardo—. ¡Y, aunque te niegues a comprenderlo, también es el tuyo!
—¡Carlos! ¡Eduardo! —intentó intervenir Ludovico, de nuevo sin que nadie le hiciera caso—. ¡Basta ya! ¡Calmaos!
—¿Qué pasa contigo? —siguió chillándole Carlos a Eduardo—. ¿Te crees que ya eres mejor rey que el rey?
—¡No digas esas cosas! —respondió Eduardo, horrorizado.
—¡Eduardo! —suplicó Ludovico, dejando caer su cubo, que se volcó y desparramó sus preciosas plantas por el suelo de mármol—. ¡Carlos!
—¿Y qué es lo que estás haciendo? ¡Manipular a nuestro padre, eso es lo que haces! A él todo esto le da igual, pero como tú eres un estirado que se cree que cualquier cosa va a arruinar la reputación de la familia real, tienes que hacer por narices que él también piense como tú…
—¡Yo jamás he hecho tal cosa! —explotó Eduardo, en un tono de voz aún más alto que antes.
—¡BASTA! —gritó Ludovico, y llevándose las manos a la cabeza echó a correr hacia su habitación, y se encerró con un golpetazo.
Eduardo y Carlos reaccionaron por fin, y por un momento se quedaron mirando la puerta de Ludovico como embobados.
—¿Ludovico? —llamó Eduardo, aún plantado en el sitio—. ¡Ludovico!
Se escuchó un sonoro hipido proveniente del cuarto de Ludovico. Carlos se sujetó con una mano la toalla, que estaba a punto de caerse, y dirigió a su hermano mayor una mirada un poco rara.
—¡Ludo, hombre! —gritó también—. Pero ¿qué le pasa?
Eduardo hundió la cabeza entre las manos, y dejó escapar un ruidoso suspiro.
—Lo que faltaba —farfulló.
—Eh, ahora no te hagas la víctima —le espetó Carlos, sujetando todavía su toalla.
Eduardo hizo como que no le había oído, y fue hasta la puerta del cuarto de su hermano. Dentro se oían ruidos extraños, como de papeles siendo tirados de un lado a otro.
—Ludovico —llamó con los nudillos—. Ludovico, ¿qué ocurre?
Ludovico no contestó.
—Ludovico, hombre, ¿qué pasa? —se acercó también Carlos, tras encogerse de hombros—. Tranquilízate, nosotros no…
Se escuchó un golpe.
—Ludovico, ¿qué haces? —se preocupó Eduardo—. Abre la puerta.
—Dejadme tranquilo —se oyó por fin la voz de Ludovico, que sonaba como un lamento de ultratumba.
—¡Ludovico! —resopló Carlos, y después miró a Eduardo—. ¿Ves? Ya le ha dado otra de sus manías. Todo esto es culpa tuya.
—¿Culpa mía? —protestó Eduardo—. ¿Quién es el que se ha caído hoy al río, borracho como una cuba…?
—¿Te parece que estoy ahora borracho como una cuba? —exclamó Carlos—. ¿Te parece que Ludovico se ha encerrado en su cuarto porque yo estoy borracho como una cuba?
Eduardo abrió la boca, pero no le dio tiempo a decir nada.
—¡DEJAD DE DISCUTIR! —gritó Ludovico desde su habitación—. ¡No lo soporto!
—¡Vale, vale! —cedió Eduardo—. ¡Ludovico, está bien! ¡Tranquilízate!
—¡No te pongas así, hombre! —siguió Carlos.
—No vamos a discutir más, abre la puerta —sugirió Eduardo.
Pero Ludovico no estaba muy por la labor.
—Caray, si esto no tiene nada que ver contigo de todas maneras —dijo Carlos.
—Carlos, no seas así —le riñó Eduardo—. Y tú tampoco, Ludovico. No hay por qué ponerse así.
—¡Eso es exactamente lo que yo digo! —barbotó Ludovico, detrás de la puerta.
Eduardo torció el gesto, y se preparó para soltar otro sermón. Pero, un instante después, se desinfló de repente. Se dio cuenta de que se sentía ridículo.
Tras un momento de duda, respiró hondo.
—Está bien, está bien… tienes razón —reconoció, a regañadientes, y se volvió a su otro hermano—. Tiene razón, Carlos.
—¿Eh?
—Quizás me he pasado un poco… y estoy siendo demasiado insistente y no muy razonable. Toda esta discusión no debería haber llegado a tanto. Te pido disculpas.
Carlos pareció sorprendido por este súbito cambio de actitud. Sintiéndose de repente también un poco absurdo, envuelto en su toalla, desvió la vista.
—Grmpfff —farfulló—. Está bien. Yo también lo siento. Pero es que siempre me estás dando la lata, Eduardo.
—Lo sé, lo sé —protestó Eduardo—. Pero si lo hago es porque creo que hay cosas importantes que… escucha, Carlos, ni siquiera te digo que tengas que casarte a la fuerza con esa princesa… quiero decir, si resulta que es horrible y que va a amargarte la vida, pues no, pero… Solo te pido que le des una oportunidad. Ni siquiera la conoces todavía.
Carlos maldijo por lo bajo.
—Todo esto no me hace ninguna gracia —rezongó.
—¿Y a quién se la hace? —Eduardo arrugó la nariz—. En serio, solo intenta darle una oportunidad, ¿de acuerdo? Eso no puede ser tan terrible. Y, de todas maneras, ella estará al llegar, así que la conocerás pronto quieras o no.
—No sé —dijo Carlos.
—Por favor.
—Está bien, lo intentaré —resopló su hermano.
Eduardo sintió que se quitaba un peso de encima.
—¿Ves, Ludovico? —gritó a través de la puerta—. Todo arreglado. Ya puedes salir.
Durante un momento no pasó nada; pero después la puerta se abrió, y Ludovico asomó tímidamente por ella.
—¿Vais a seguir gritando? —preguntó.
—No, no —suspiró Eduardo—. Se acabó la discusión. Palabra de honor.
Y, con todo esto, Ludovico no volvió a acordarse de la advertencia del antiguo comandante.