Una bala para el príncipe · Capítulo XVII

Capítulo XVII

Las ocasiones sociales se organizaban en el hotel Babilonia con mucha liberalidad, y no pasó mucho tiempo antes de que se celebrara otra abarrotada recepción. Todos los habituales, lo que incluía ya también a los príncipes, estaban allí; cualquier cosa relacionada con estos últimos habría dejado de ser novedad y se habría convertido ya en rutina (puesto que llevaban ya allí bastantes semanas) si no hubiese sido porque en Navaseca apenas pasaba nunca nada, y había que exprimir al máximo cualquier eventualidad. Afortunadamene, aunque ni el príncipe heredero ni las aventuras (públicas) de Ludovico daban suficientemente que hablar, los aburridos navasequienses se habían dado cuenta ya de que podían confiar en Carlos para proporcionarles nuevos rumores y tentativas de escándalos.

Sin embargo, aquella noche el segundo príncipe los decepcionó a todos. El público en general no sabía nada de la bronca que los tres príncipes habían tenido hacía poco, y por tanto tampoco esperaban cambios en el comportamiento de ninguno de ellos, y se quedaron un tanto sorprendidos al ver que Carlos Pravano estaba, de repente, bastante más comedido que de costumbre.

—¿Qué habrá pasado? —terminaron por preguntarse, en corrillo, algunos de los invitados más atentos, al ver que la noche avanzaba y Carlos seguía sin hacer nada muy espectacular.

—Dicen —se inventaban ya algunos—, que los príncipes han recibido la visita secreta de un emisario del rey, y que este no estaba muy contento.

—Yo he oído que ese emisario está aquí ahora mismo, de incógnito —decía alguien más.

Y todo el corrillo miraba a su alrededor disimuladamente, tratando de identificar quién podría ser ese recién llegado emisario de su Majestad Alfonso Pravano. Y con esto, a falta de otra cosa, se entretuvieron por un buen rato.

Eduardo, por su parte, que sabía perfectamente que no había llegado ningún emisario del rey y que tampoco podía imaginarse que algunos de los que lo rodeaban empezaban a construir esa clase de castillos en el aire, estaba bastante aliviado al ver que Carlos, por una vez, no hacía nada muy estúpido. Es decir, se comportaba como era siempre él, congeniando con todo el mundo, exhibiendo su ingenio y sus dotes de buen orador y dejándose perseguir por un batallón de admiradores de ambos sexos; pero Eduardo no tenía problema con esto, sino con la forma en que el comportamiento de su hermano se había escalado en los últimos tiempos, y que (o eso sospechaba ahora) tenía menos que ver con la auténtica naturaleza de este que con los deseos de fastidiarle. Pero, en cualquier caso, aquella noche Carlos no estaba haciendo nada que preocupase a su hermano mayor, cosa que este agradecía.

Sin embargo, eso no quería decir que se hubieran terminado los quebraderos de cabeza del pobre Eduardo, que, todo hay que decirlo, tenía un talento especial para encontrar siempre algún motivo de inquietud. Esta noche no tardó en percatarse de que Leonor Calet se comportaba con él, de repente, de forma muy fría y reservada, que contrastaba fuertemente con el trato tan cordial que habían tenido hasta entonces.

«¿Está enfadada porque el otro día la ignoré durante todo el camino de vuelta?», se preguntó el príncipe. «Desde luego, no me porté como un caballero.»

En cuanto tuvo la oportunidad (lo que no fue pronto, porque Leonor parecía rehuirle), se acercó a ella y empezó una conversación.

—¿Se encuentra usted bien, Leonor? —le preguntó; y, cuando ella aseguró que se encontraba perfectamente, añadió—. Tengo que pedirle disculpas por mi comportamiento del otro día; no fue muy adecuado. Espero que no esté usted disgustada por ello.

Leonor pareció turbarse.

—Oh… no, no —negó con la cabeza—. No tiene usted por qué disculparse. Fue muy amable acercándome a mi casa.

—¿Entonces? —se extrañó el príncipe—. No quiero inmiscuirme donde no me llaman, pero… ¿Le ocurre algo?

—No, por supuesto que no —aseguró Leonor, y desvió la vista.

Eduardo compuso una expresión aún más desconcertada. Al final, ella terminó por ceder.

—Le ruego que no me lo tome a mal —confesó—, pero me han dicho… he oído de algunas personas que sería recomendable que fuésemos más cuidadosos. Sé que es un poco ridículo, pero en esta ciudad los rumores empiezan con nada, ¿sabe? Y no creo que quiera su Alteza que empiecen a circular habladurías… por lo demás infundadas.

Eduardo se sintió como si le hubiesen echado por encima un cubo de agua fría.

—¿Es que circula ya algún rumor desagradable? —inquirió.

—No, que yo sepa —dijo Leonor, mortificada, pues en el fondo había tenido la pequeña esperanza de que el príncipe desmintiera lo de que las habladurías eran «infundadas»—, pero eso no significa que no debamos guardarnos de ellos.

—Tiene usted razón —concedió Eduardo, que estaba casi tan decepcionado como ella—. Bajo ningún caso querría comprometer el honor de usted; no había pensado en ello. Le ruego que me disculpe.

—No tiene por qué disculparse —repitió Leonor, un tanto violentamente—. Por favor, no hablemos más de este asunto.

—Por supuesto —contestó Eduardo.

Se separaron, y cada uno se fue por su lado. Leonor fue a sentarse en uno de los sofás; pero estaba tan distraída que ni siquiera prestó atención a junto a quién se dejaba caer.

«¿Qué tonterías me he imaginado?», se dijo. «¿Cómo he podido hacerme ilusiones, siquiera? ¡El príncipe heredero, casarse conmigo! ¡Conmigo, que ni siquiera soy una beldad! Leonor, ¡qué estúpida eres! ¿Cómo te has metido estas cosas en la cabeza?».

Eduardo volvió junto a un embajador retirado que en aquel momento relataba una anécdota a un grupo de sarcásticos oyentes, y junto al cual, por lo mucho que hablaba, estaba seguro de no tener que decir nada en un buen rato. Aunque su semblante no lo delataba, no era menos infeliz que Leonor.

«No sé bien qué es lo que pasa conmigo», pensó, mientras asentía mecánicamente a todo lo que decía el ex-embajador. «Ni siquiera sé qué es lo que me había figurado. Es una muchacha de buena familia, y muy agradable, pero ¿cómo podría casarme con ella? ¡Después de tanto como le he insistido a Carlos en que tiene darle una oportunidad a la princesa de Menisana, y aquí estoy, dándole vueltas a un matrimonio políticamente inútil! Pero de todas maneras es absurdo pensar en ello. Ella no quiere casarse conmigo; lo ha dejado claro.»

Al otro lado del salón había otra persona cuyos pensamientos no iban por derroteros muy agradables. Juan Quiroga, el eterno soltero, se había apropiado de uno de los sofás, y llevaba casi toda la noche sentado. De vez en cuando miraba de reojo a los jóvenes que pasaban; en especial, a Leandro Ligoria, que ya iba del brazo de otra muchacha muy agraciada.

En algún momento se le acercó Sofía Bronvich, que cuando tenía que huir de Gregorito Harvel solía explorar los rincones más recónditos de la sala.

—Señor Quiroga, está usted aún más mustio que de costumbre —lo saludó—. ¿Me permite que me siente?

Quiroga, que no tenía por costumbre ofenderse por nada, la invitó a tomar asiento con perfecta corrección.

—¿Qué le ocurre a usted? —quiso saber entonces Sofía. Quiroga no era su víctima favorita; no era ni el más divertido ni el más ridículo de sus conocidos, y por lo tanto no tenía mucha gracia meterse con él.

—No es nada —aseguró él—. Únicamente le estoy dando vueltas aún a la ruptura de Ligoria con la señorita Goder.

—¡Ah!, ¿eso? —se sorprendió Sofía, que después de ir a chinchar a Sorés había dado el asunto por terminado hasta nuevo aviso, y se había olvidado completamente de que Elina Goder existía—. Y ¿por qué le da tantas vueltas?

—No puedo dejar de pensar que ha sido una injusticia —contestó Quiroga—. Esa pobre señorita… me inspira lástima.

Sofía se asombró una vez más de lo tiquismiquis que era Quiroga.

—Injusticia o no, ahí ya no hay nada que hacer —dijo, encogiéndose de hombros—. No hay por qué pensar más en ello.

—Sin embargo… —protestó Quiroga.

—Si tanta pena le da —continuó Sofía, en broma—, siempre puede usted casarse con ella.

Quiroga no contestó, y pasó el resto de la velada perdido en sus propias reflexiones.

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