Una bala para el príncipe · Capítulo XXIII

Capítulo XXIII

En los aposentos de los príncipes en el hotel Babilonia se desarrollaba mientras tanto una escena que en los últimos días se había vuelto habitual.

—No entiendo cómo ha podido pasar una cosa así —se lamentaba el duque Onerspiquer, haciendo cada cinco minutos una exagerada reverencia—. Es impensable. No puedo creer que los cuerpos de seguridad que contraté se comportasen de una forma tan deficiente… no sé cómo disculparme… esto es una mancha en el honor de mi familia…

—Está bien, está bien —le repitió Eduardo, por vigésima vez—. Estas cosas pasan, y puesto que se ha evitado una tragedia…

—¡Oh, la tragedia que podría haber ocurrido! —gritó Onerspiquer, con expresión tan desgraciada que inspiraba auténtica lástima—. Cada vez que lo pienso me entra un sudor frío. Le presento mis más sinceras disculpas…

El príncipe Carlos, sentado en uno de los sillones, contemplaba divertido esta escena desde hacía un buen rato. Onerspiquer, que se negaba a dejar de disculparse, perseguía al desesperado Eduardo por la habitación, haciendo genuflexiones y deshaciéndose en sentidas excusas y afirmaciones de que lo ocurrido escapaba totalmente a su entendimiento.

—Serán encontrados todos los responsables —aseguró, tajantemente—, y encerrados en prisión tan pronto como la ley…

—Por lo que se ve, el responsable es ese conde Nor —lo interrumpió Eduardo, que empezaba a perder la paciencia—. No es necesario que haga usted encerrar a todo el que alguna vez tuvo algo que ver con él. Cambiando de tema…

—Sin embargo… —protestó el duque, resistiéndose a alterar su soniquete.

—Cambiando de tema —carraspeó Eduardo—, ahora que las conferencias han sido canceladas, tenemos otro problema.

—¿Otro más? —exclamó Onerspiquer, tan teatralmente que no hubiera sorprendido a nadie que un instante después cayera desmayado como una damisela.

—La princesa de Menisana llega mañana a Navaseca, para asistir justamente a estas conferencias —dijo Eduardo—, o a lo que debería quedar de ellas, puesto que, la verdad, llega algo tarde. ¿Qué vamos a hacer ahora con ella?

—Oh, no, ¡la princesa! —continuó su lloriqueo el duque—. Con tanta agitación, había olvidado por completo que mañana era el día en que… ¡ah, desdichada fatalidad!

—¿De verdad viene mañana? —farfulló Carlos en dirección a Eduardo—. ¿Tan pronto?

—¿Pronto? Viene cuando ya casi han terminado las conferencias, por… no sé muy bien cuál era la razón. En fin, no importa. La cuestión es que, si todo va según lo planeado, mañana estará aquí.

—… y quizás podríamos llevar a su Alteza a la Exposición Regional de Muebles Antiguos… —seguía hablando de fondo Onerspiquer, haciendo planes para entretener a la princesa que nadie escuchaba.

—Esto es un fastidio —gruñó Carlos—. Verás que al fin me la cargarás a mí.

—No tengo intenciones de hacer tal cosa —gruñó a su vez Eduardo—, pero tampoco de provocar algún tipo de incidente diplomático. Esperemos que la princesa se muestre comprensiva respecto al motivo por el que las conferencias han sido canceladas, y no se sienta ofendida por haber tenido que hacer un viaje tan largo en vano.

—Ya verás que será una de estas damitas que empezará a armar escándalo en cuanto se imagine que corre algún tipo de riesgo —comentó Carlos, sardónico, y con voz de falsete imitó a la supuesta princesa—. ¡Oh, un atentado! ¡Oh, qué horrible! ¡Esta ciudad no es segura; tengo que marcharme ahora mismo! ¡Chambelán, mi carruaje!

Ni siquiera Onerspiquer, sumido en sus reflexiones y lamentaciones, pudo evitar escuchar esto. Volvió la cabeza sorprendido, mientras Eduardo traspasaba a Carlos con la mirada.

—¿Qué ocurre? —preguntó, desconcertado.

—Nada que deba preocuparle, duque —tosió el príncipe heredero—. Se hace un poco tarde, y quizás…

—¡Ah, sí; sí, sí! —saltó el duque, recordando de repente todas sus tribulaciones—. Les ruego que me disculpen; siento no poder quedarme un poco más, pero tengo muchísimo que hacer. Por favor, infórmenme si necesitan algo… Buenas tardes, sus Altezas…

Y salió de la habitación, aún mascullando para sí algo sobre la exposición de muebles. En cuanto la puerta se cerró, Carlos volvió de nuevo sus ojos chispeantes hacia su hermano mayor.

—A propósito, Eduardo: ¿qué es eso que dicen hoy los periódicos?

Eduardo suspiró y puso los ojos en blanco.

—¿Qué dicen?, ¿eh? ¿Qué dicen? «El príncipe heredero, con una señorita de Navaseca»… ¿Quién es el que provoca habladurías ahora, Eduardo?

—Vale ya, Carlos.

—¡Ajá! «Dos tortolitos del amor»… ¿De quién hablan ahora los diarios, hmmm? ¿De Carlos Pravano el irresponsable? ¿O es de su Alteza Real, el príncipe heredero Eduardo Pravano?

—Han intentado matarme hace un par de días, caray —recordó Eduardo—. Dame algo de cuartel.

—¡Je! ¿Cuartel? ¿Quién, quién es el irresponsable ahora?

—Está bien; he cometido un error. No volverá a pasar. Pero…

—Después de esto, vas listo si pretendes chantajearme para que me case con esa princesucha.

—Yo nunca he pretendido chantajearte de ninguna forma.

—Eso dices ahora —protestó Carlos, que seguía silbando alegremente y haciendo toda clase de ruidos burlescos destinados a fastidiar a su hermano—. Veremos que es lo que pasa mañana.

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