Capítulo XXVI
Después de un par de días de asombro continuado ante la inminente boda de Goder y Quiroga, Navaseca volvió por fin sus ojos al asunto que la habría entretenido desde un principio, si no hubiese sido por este interludio: las aventuras de Carlos Pravano y de la princesa de Menisana.
Aunque para el gran público los obstáculos y objeciones que se interponían en esta otra boda no eran del todo conocidos, tampoco dejaba de ser del dominio general que el enlace no estaba aún asegurado. Sin embargo, tras tres días de verlos juntos no le quedó a nadie duda de que iba a celebrarse, y con toda rapidez además.
Carlos y Aletna estaban, al parecer, hechos el uno para el otro. Desde que esta última había llegado, apenas habían hecho amago de separarse. En la recepción de bienvenida que Ernesto Babel había preparado para la princesa, y que esta tan prontamente le había reprochado que no estuviese lista para el mismo instante en que puso los pies en Navaseca, ambos habían hablado, bailado y reído con todo el que se les puso por delante; pero llegó un momento, ya tarde en la madrugada, en que apenas quedaba nadie que no estuviera deseando irse a la cama, y entonces no les había quedado más remedio que danzar el uno con el otro ronda tras ronda… y así hasta que los músicos, agotados, se fueron también a casa.
—Una velada agradable —sentenció la princesa a la mañana siguiente, con el aire de quien quiere dar a entender que no había sido nada del otro mundo.
Ahí Carlos empezó a notar ya que su Alteza la princesa de Menisana era muy rápida en lo que respectaba a desdeñar los méritos de lo que se le ofrecía, y se sintió tan picado en su amor propio que se encabezonó en demostrarle que, incluso en una ciudad como Navaseca, él era capaz de organizar una parranda de la mejor calidad. Aletna, que al principio se había mostrado con Carlos tan displicente como con el resto del mundo (lo que incluía que había comentado en público lo poco que le gustaba la idea de aquel matrimonio «amañado»), había consentido en darle una oportunidad; y, tras un par de juergas, los dos se habían convertido en uña y carne. Desde que la princesa llegó no volvieron a casa antes del amanecer ni una sola vez, y las habladurías de que los habían visto en tal y cual sitio en diferentes grados de intoxicación alcohólica y haciendo cosas cada vez más insospechadas se multiplicaban.
Eduardo pasó unos días muy desconcertado, y después, por supuesto, volvió a echar pestes del comportamiento de su hermano; pero ahora al menos tenía un compañero de desdichas. El chambelán de la princesa, que hacía más bien las veces de su niñera, vivía en la misma suerte de preocupación continua.
—Os llevaréis muy bien —su burló de él Carlos, a punto de salir del hotel en plena noche y del brazo de la princesa—. Aletna dice que él también es un aguafiestas.
Lo único que aliviaba un poco las penas del príncipe heredero y del chambelán era que tanto el hermano del uno como la protegida del otro habían cambiado radicalmente de opinión en cuestión de días, y dado vía libre a sus padres y regentes y tutores y mánagers para que arreglaran todo el asunto de su compromiso y posterior boda. Eduardo, después de tanto como había insistido en lo ventajoso que ese matrimonio resultaría para el país, escribió a su padre no sin cierto recelo; no podía dejar de pensar en lo que se le venía encima a la pobre, desprevenida Menisana. (O quizás no tan desprevenida, puesto que ya tenían que llevar un tiempo lidiando con Aletna.) Pero la respuesta del rey fue, por supuesto, favorable, y los preparativos comenzaron de inmediato.
—Casadlos, casadlos —se escuchó murmurar entre dientes, varias veces, al chambelán de la pincesa—. Casadlos rápido, antes de que cambien de opinión.
Ninguno de los dos mayores afectados por la boda se dejó, no obstante, estorbar demasiado por los preparativos de esta. Ni siquiera el jaleo organizativo que era la planificación del viaje de vuelta a la capital de todos los príncipes más princesa incluida los molestó; de hecho, si se enteraron de ello fue por casualidad, porque apenas se los veía por el hotel.
—La verdad, me alegro de volver por fin a casa —confesó una tarde Eduardo a Ludovico, que aunque tampoco era una gran ayuda en ninguno de estos asuntos al menos no añadía más dificultades—, y que todo esto vuelva a ser problema del rey.
—¿Qué te preocupa ahora? —preguntó Ludovico—. ¿No querías que se casaran?
—Sí… aunque no era así como me lo esperaba —contestó Eduardo, con un suspiro—. Pero no me entiendas mal: me alegro por Carlos. Parece que para él todo esto va a acabar bien.
Ludovico asintió. Al cabo de un momento, Eduardo volvió a suspirar
—¡Qué irónica es la vida! —exclamó—. ¿Puedes creerlo? Le he repetido a Carlos hasta la saciedad que un príncipe tiene que hacer lo que es mejor para su familia y su país… y, ahora que él va a cumplir con gusto, soy yo el que está deseando hacer lo contrario.
—¿Qué quieres decir?
Eduardo se dejó caer sobre un sillón.
—Estoy considerando seriamente intentar casarme con Leonor Calet —farfulló.
—¡Ah! —comprendió Ludovico—. Bueno, a mí me parece una buena chica.
—Ese no es el problema.
—¿Y cuál es el problema? —el tercer príncipe alzó una ceja—. A veces no te entiendo, Eduardo. Que yo sepa, hasta ahora nadie, aparte de tú mismo, ha puesto ninguna objeción a que te cases con quién quieras.
—Eso es cierto; el único que ha tenido ese problema hasta el momento ha sido Carlos. Pero ¡qué hipocresía por mi parte!
—Pero si Carlos al final parece satisfecho con el arreglo.
—Sí, eso parece —Eduardo soltó una risita—. Pero… no sé qué hacer, Ludo. Estoy enamorado de Leonor, y creo que hasta sería posible casarme con ella, pero no sería un matrimonio políticamente aceptable… en lo más mínimo.
—Si no sabes qué hacer —dijo Ludovico, al que todas estas cosas de amoríos y matrimonios le resultaban una ciencia impenetrable—, ¿por qué no le preguntas a nuestro padre? Él es el que de todas maneras tiene la última palabra.
Eduardo pasó un momento mirando al vacío.
—Tienes razón —asintió al fin—. La verdad es que… hasta ahora no he querido siquiera hablarle del tema, porque temo que diga que no.
—¿Nuestro padre? —exclamó su hermano—. Pero si nuestro padre nunca dice que no a nada.
—Pero… —insistió Eduardo.
—Y, si necesitas ejemplos —lo interrumpió Ludovico, muy ufano—, puedes tomarnos a Carlos y a mí.