Una bala para el príncipe · Capítulo XXX

Capítulo XXX

Siguiendo las indicaciones del chambelán de la princesa de Menisana, los padres y regentes y tutores y mánagers de Carlos Pravano y de Aletna Merentiana de San-Wick y Morestoves se dieron cuanta prisa pudieron por arreglar los detalles del matrimonio de sus respectivos retoños y protegidos. La boda se celebró por todo lo alto en la capital del país, y fue un espectáculo nacional. Hubo más invitados de lo que nadie podía contar, y más jolgorio del que la mayoría de estos podía digerir; y la pareja fue declarada marido y mujer con gran alegría de todo el mundo.

Pocos días después, cuando los padres y ex-regentes y tutores y mánagers de Carlos y Aletna consiguieron despertarlos de su monumental resaca y meterlos en un carruaje, partieron hacia Menisana en compañía de un gran séquito, para ser coronados reyes allí. Aletna, aunque decepcionada por irse tan pronto, no se opuso a volver a casa; y Carlos, que no había vuelto a hablar con disgusto del que antes llamaba país de los pedruscos desde que había conocido a su princesa, pareció contento de marcharse.

—Así por fin dejarás de darme la lata, Eduardo —dijo a su hermano mayor—. Quién lo iba a decir: ahora soy rey y tengo más autoridad que tú.

A esto siguió un sermón de Eduardo sobre sus nuevas responsabilidades como rey de Menisana, del que Carlos se tomó la libertad de no escuchar una palabra. Pese a todo, en el momento de la despedida hubo lágrimas y adioses sentidos, y Carlos invitó a sus dos hermanos a ir a visitarlo, aunque a ser posible no muy a menudo, en su nueva casa, esto es, el que ya había bautizado como palacio de las rocas.

—Dice Aletna que es un palacio normal, pero yo no la creo —fue lo último que dijo, antes de entrar en el coche descubierto que iba a transportarlos a Menisana—. Seguro que es un agujero excavado en una colina.

Eduardo, Ludovico y sus majestades los reyes contemplaron cómo el carruaje se alejaba, con las melenas de ambos príncipes (ahora reyes de Menisana) ondeando al viento.

—No sé si esto ha sido una buena idea —lamentó aún Eduardo, que, muy en su línea, ya estaba inquietándose de nuevo.

—Por supuesto que ha sido una buena idea —lo consoló el rey Alfonso, que se sorbía los mocos y se secaba las lágrimas con un pañuelo—. Se ve que se llevan muy bien.

—Me preocupa Menisana —admitió el príncipe heredero.

—¡Ah!, eso —exclamó Alfonso—. Hijo, te preocupas demasiado; eso seguro que también va bien.

Y así, restando la ausencia de Carlos en la corte de los Pravano, todo terminó por volver a la normalidad. En el asunto del atentado, del que ya casi nadie se acordaba porque por medio había habido demasiadas bodas, también se hizo justicia: el conde Nor fue despojado de su título, y este fue entregado a su hijo, Nicolasito Lucero, que aunque al igual que su madre no era especialmente brillante al menos prometía ser un conde más responsable y menos trapacero de lo que su padre había sido. Tanto él como María Lucero y la viuda Perquin quedaron más que satisfechos con este arreglo, y contaron en adelante con una vida muy acomodada. Ludovico Pravano, que también había tenido que ver en este asunto, lo olvidó rápidamente en cuanto estuvo solucionado, y volvió a lo suyo, que eran los libros y las ciencias. Y en ello siguió, sin que ni siquiera el tener que asumir algunas de las anteriores responsabilidades de su hermano Carlos lo obligase a socializar más de lo justo y necesario; todo apuntaba, y gran parte de la corte estaba segura de ello, a que algún día después de muchos siglos sería considerado un versado erudito y una eminencia en alguna cosa, aunque nadie sabía muy bien en qué.

Eduardo Pravano y Leonor Calet se casaron un año después, en una boda tan sobria y seria como extravagante había sido la de Carlos y Aletna, y con el beneplácito del buen rey Alfonso, que, como Ludovico había augurado, nunca decía que no a nada. Como el rey gozaba de buena salud, tardaron aún muchos años en heredar la corona; pero, cuando lo hicieron, fueron tan buenos monarcas como este lo había sido, y reinaron durante décadas en paz y justicia. Con Menisana (que contra todo pronóstico no se hundió en un agujero en la tierra bajo la administración de sus dos alocados reyes, sino que debido a su ahora ingente cantidad de fiestas y celebraciones pasó a ser un enclave turístico internacional) siempre mantuvieron la mejor de las relaciones; y, aunque se dejaron ver poco por Navaseca, y menos aún por el hotel Babilonia, siempre le guardaron un hueco en sus memorias como el lugar en el que se habían conocido, en medio de tantas extrañas circunstancias.

Y, así, casi todos los involucrados en esta historia vivieron felices y comieron perdices para los restos, para gran alegría de ellos y desesperación de los defensores de las perdices, que al final se ven perjudicados en casi todas las historias.

FIN

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