Capítulo XVIII
Si, en la última fiesta del hotel Babilonia, Carlos había hecho creer a todo el mundo que había recibido una reprimenda del rey y Eduardo había sufrido un secreto desengaño amoroso, de Ludovico no podía decirse que hubiera experimentado nada en particular. Apenas había aparecido por allí, y si no fuera porque algún respeto le habían inculcado por las normas de la etiqueta y del protocolo, habría estado tentado de ir en pijama; tanto era su interés en la gala, comparado con su deseo de acostarse. Consiguió escabullirse pronto (y como no era un gran hablador nadie lo echó de menos) y se metió en la cama antes de medianoche.
Y es que tenía cosas más importantes que hacer que perder su tiempo en recepciones y tonterías. Al día siguiente había quedado muy temprano con la viuda Perquin y María Lucero, para ir a visitar a la ama de llaves cuya dirección les había dado el ex-comandante, y así ver si conseguían alguna otra información sobre el paradero del hijo de Lucero. La viuda Perquin, en principio reacia a que el tercer príncipe los acompañase, había terminado por sugerir ella misma que ambas se sentirían muy halagadas si Ludovico quería seguir ayudándolas. De todas maneras, no parecía que disuadirle de hacerlo fuese a ser fácil, y la vieja viuda había acabado por ponderar que las ventajas derivadas de encontrarse en compañía de tan ilustre personaje compensaban los problemas que este, estaba segura de ello, no tardaría en crear; y la influencia de Ludovico, si se decidía a ejercerla, podía en un momento dado ser crucial para que María recuperase a Nicolasito.
Así que se dirigieron todos al piso de la señora Ana Martín, que vivía en el extrarradio de Navaseca. Encontrarlo les había costado más tiempo y esfuerzo del que habían creído, puesto que la dirección que habían obtenido del señor Codrenques había resultado estar incompleta; y María Lucero había necesitado de varios días de investigación por el barrio hasta que había logrado enterarse de dónde vivía la antigua ama de llaves del conde Nor. Entonces, cuando fueron a visitarla, no estaba; este era ya el segundo intento.
Por suerte, esta vez sí la encontraron en casa. Aunque muy extrañada, Ana Martín (que era una señora ya mayor, regordeta y mofletuda, aunque con una cara aguileña que no la hacía parecer en exceso bonachona) les abrió la puerta y los hizo pasar al interior de su vivienda: un apartamento pequeño y oscuro, lleno de cortinas y de manteles de ganchillo de algodón blanco.
—Tenemos entendido que fue usted la ama de llaves del conde Federico Nor —disparó María, antes de sentarse siquiera.
—Así es —contestó la señora, que, pese a su cara, era en realidad una persona bastante agradable—, pero hace ya años que me retiré. ¿Qué es lo que desean?
—Señora Martín, mi nombre es María Lucero —se presentó María—. No la conozco, porque durante el tiempo en el que yo traté con el conde Nor, la ama de llaves era otra persona… En cualquier caso, soy la madre de Nicolasito Lucero; ¿lo recuerda usted?
—Nicolasito… ¡sí, sí! —reflexionó la señora Martín—. Sí lo recuerdo; era un jovencito que estuvo unas semanas en casa del conde, justo cuando yo empecé a trabajar. ¿Dice usted que es su madre?
—Así es —respondió María, ansiosa, y no muy segura de si estaba contenta o preocupada al escuchar que su hijo había estado apenas unas semanas en casa de Nor—. Lo separaron de mí poco antes de eso, y no he vuelto a verlo. ¿Sabe usted dónde está ahora?
—¡Qué tragedia! —exclamó la señora Martín—. ¿Es eso cierto?
—Por supuesto que es cierto —gruñó la viuda Perquin—. ¿Sabe usted dónde está el niño, o no?
—Lamentablemente, habiendo trabajado para el conde no puedo extrañarme de nada —suspiró la señora—. No sé dónde está ese jovencito ahora; hace ya muchos años de eso.
—Pero…
—Estuvo en casa del conde durante varias semanas, aunque nunca llegué a saber muy bien el motivo —explicó Martín—. Al cabo de ese tiempo, el conde se cansó de él… o eso es lo que creo. El caso es que por orden suya el niño fue enviado a un orfanato, y no volví a oír nada de él.
—¿Sabe usted qué orfanato era ese? —preguntó Ludovico (al que Ana Martín, por suerte, no había reconocido).
—No conozco la dirección exacta. Creo recordar que era el convento que está en el camino de San Pancracio… en los alrededores de Moralena, más o menos.
—¿Saben ustedes dónde está eso? —preguntó Ludovico a sus dos acompañantes.
—No —reconoció Lucero, frustrada.
—Yo no sé nada de ningún convento en el camino de San Pancracio —farfulló la viuda—. Pero Moralena queda bastante lejos de Navaseca.
—No está tan lejos —dijo la señora Martín—. A caballo, se puede ir y venir en un día. Aunque el convento es bastante pequeño; no me extraña que no haya oído hablar de él. Yo solo lo conozco porque tengo familia en la zona.
—¿Está usted segura de que fue allí donde enviaron a Nicolasito? —insistió el príncipe.
—No —la señora negó con la cabeza—. Ya le he dicho que no lo recuerdo muy bien. Me parece que lo enviaron a ese convento, pero puedo equivocarme.
—Esto es un desastre —se lamentó Lucero, que estaba cada vez más desanimada—. A este ritmo, nunca encontraremos a mi pobre hijo.
—Lo siento —dijo Martín—. Si pudiera acordarme con seguridad, se lo diría. Pero creo que ese fue el lugar.
—Al menos tenemos una nueva pista —tosió la viuda Perquin—. No te preocupes. Puedo averiguar fácilmente dónde está ese orfanato; sé de mucha gente que tendría que conocerlo. Aunque tendremos que llegar hasta allí de alguna forma.
—Yo puedo ayudar con eso —aseguró Ludovico.