—Puedo explicarlo —dijo, en el tono relajado y condescendiente con el que solía hablar; aunque esta vez sonaba más bien como un velado grito de auxilio.
Keriv, mientras tanto, se había llevado las manos a la cabeza.
—¡Aaah! ¡No puede ser! —mascullaba—. ¡Voy a ir a la cárcel!
—¿Señor Merricat? —farfulló Godorik, mirando confuso al jefe de planta.
—Oh, ¡Díaz! —se sorprendió este, señor Edomiro Merricat—. Pero ¿usted no se había hecho terrorista y huido del país?
—Le juro que todo esto es una gran casualidad —seguía mientras tanto Keriv, aunque nadie le escuchaba.
—¿Ha venido a volar la oficina? —se le ocurrió a Merricat inmediatamente, y pegó otro bote en su silla—, como esos que se vuelven locos y van a atacar a sus jefes con un lanzallamas…
—¡Cerrad la boca, los dos! —siseó Godorik—. ¿Es que queréis que nos oigan desde fuera?
Keriv y Merricat se callaron por un momento.
—Pues… no estoy del todo seguro —reflexionó el jefe de planta—. Si va usted a volar la oficina…
—No soy un terrorista, y no voy a volar la oficina —contestó Godorik.
—Bien. Eso está bien. Pero la policía dijo…
—¡Olvide a la policía, Merricat! Esta ciudad es un completo desastre —murmuró Godorik, aunque ya no sabía si hablaba para el jefe de planta o para sí mismo—. Pero ¿qué hace usted aquí a estas horas?
—Puedo explicarlo —repitió Merricat, angustiado, y no añadió nada más.
—Pues explíquelo —gruñó Godorik, después de un silencio incómodo.
El jefe de planta abrió la boca para decir algo, pero tampoco esta vez dijo nada. Godorik perdió la paciencia.
—No puede explicarlo, ¿verdad? —farfulló, adelantándose—. ¿Qué ocurre? ¿Es que no hay ni una persona honrada en toda Betonia?
De un manotazo apartó a Merricat del teclado, y se inclinó hacia la pantalla para ver qué era lo que este estaba haciendo. Para su sorpresa, se encontró con una lista de patentes que estaba siendo catalogada y clasificada; es decir, exactamente lo que el jefe de planta tenía que hacer en aquel ordenador.