—¿Cómo podría hacer eso? —se lamentó Merricat—. Con los años, he llegado a tener una gran base de admiradores, y no me atrevo a retirarme: ¡decepcionaría a tanta gente!
De repente, Keriv empezó a reírse a carcajadas.
—Señor Merricat, es usted aún más raro de lo que yo pensaba —dijo.
Merricat se encogió de hombros.
—Ahora comprenderéis por qué no quiero que esto salga a la luz —explicó—. Me haríais un gran favor si olvidáseis que me habéis visto hoy aquí, y todo lo que os he contado. Aunque… Díaz, como ya he dicho antes, ¿usted no debería estar en la cárcel? Y Keriv, ¿qué haces aquí?
—Por supuesto que quiere usted que lo olvidemos todo —contestó a eso Keriv, frotándose las manos—, pero yo estoy hasta las narices de que usted me ignore, jefe. Me parece que, si no quiere que esto salga a la luz, va a tener que hacer unas cuantas concesiones.
El jefe de planta lo miró con aburrimiento.
—¿Qué haces aquí, Keriv? —repitió.
—Eso no es asunto suyo —le espetó Keriv.
—Lo llevas claro si pretendes chantajearme, muchacho —bostezó Merricat—. Vaya, has venido aquí por la noche en compañía de un terrorista reconocido. Me parece que voy a llamar a la policía ahora mismo.
—Pero… —protestó Keriv, viendo que aquello no iba por los derroteros que él esperaba. Pero Godorik intervino en seguida.
—Lo siento, Merricat, pero no va usted a llamar a la policía. Aquí los tres tenemos algo que ocultar, así que nos vendrá mejor a todos hacer como que esto nunca ha ocurrido.
—Sin embargo… —intentó seguir protestando el chico, que había creído que Godorik le ayudaría contra el jefe de planta. Godorik le dirigió una mirada colérica, y se calló.
—Eso tendremos que verlo. Lo mío es un secretillo venial, pero nada que vaya contra la ley. En cambio, si piensa usted volar la oficina… —tosió Merricat.
—¡Y dale! —se exasperó Godorik—. No estoy aquí para poner una bomba; ¿cuántas veces tendré que decírselo?