—Por supuesto —asintió Nina, aún con las mejillas coloradas.
«Rayo» Ray cerró la puerta y bajó los escalones de la caravana. Indicó cortésmente a Nina que lo acompañara, y la condujo fuera del recinto.
—¿Quién ha dejado esta puerta abierta? —preguntó, mientras cerraba la verja—. Esto no se puede dejar así.
—Estaba así cuando llegué —aclaró Nina.
Él asintió, y comentó que debía de haber sido cosa de los chavales, que nunca cerraban. A pesar de que honestamente ella no tenía culpa en aquel asunto, Nina volvió a ruborizarse; tanto, que cualquiera que la viese habría pensado que no solo ella había abierto la verja, sino que lo había hecho por la fuerza y con las peores intenciones.
El solar donde estaba instalado el circo estaba separado del centro del barrio por un pequeño riachuelo, junto al que transcurría un paseo de adoquines. Cruzaba el arroyo un pequeño puente de piedra, muy cerca de la entrada de la carpa de circo; Nina y su acompañante lo pasaron, y se detuvieron frente a la avenida que nacía en aquel punto y se internaba en el barrio. Tras un momento de incómodo silencio, «Rayo» Ray preguntó:
—¿Es usted de los alrededores?
—No —confesó Nina—. Soy del centro.
—Es una pena… —se lamentó él—. ¿No sabrá donde puedo encontrar una farmacia?
Nina sonrió, y sin decir nada paró al siguiente transeúnte con el que se toparon. Tras pedirle indicaciones, el hombre les proporcionó amablemente las señas de una farmacia cercana.
—Gracias por la ayuda —se lo agradeció «Rayo» Ray, cuando estuvieron frente a la puerta, y agregó—. Ha sido un placer.