—Usted tranquilo —bostezó Merricat.
—Lo mismo va por ti, Keriv —agregó Godorik, mirando al conserje con el ceño fruncido.
—¡Jefe! —protestó este, dando un paso atrás—. Yo nunca te delataría.
—Oh, es verdad —recordó el jefe de planta, volviéndose hacia Keriv—. ¿Qué haces tú aquí?
—Nada —el muchacho se frotó las manos nerviosamente—. Eh, lo mismo que ha dicho Godorik vale por mí. Yo no digo nada de que le he visto a usted aquí esta noche, y usted no dice nada de que me ha visto a mí.
Merricat arrugó la frente.
—Está bien —dudó—. Pero…
—Si me disculpáis, discutidlo entre vosotros —gruñó Godorik—. Yo tengo que marcharme.
—¡Espere, Díaz! —llamó aún el jefe de planta, mientras Godorik salía de la habitación y se largaba por el pasillo en dirección a la tercera planta—. No olvide comunicarme sus descubrimientos, ¿de acuerdo?
Godorik se volvió. Iluminada por la luz amarillenta que salía del cuarto del ordenador general, Merricat esbozaba una sonrisa tan falsa como ridículamente entusiasta, y hacía varios gestos de ánimo.
—¿Por qué no hay nadie normal en esta ciudad? —farfulló, y se apresuró en alcanzar las escaleras.