Agarandino se mostró más que dispuesto a analizar los planos de la patente que Godorik había traído consigo. Cualquier cosa que tuviera remotamente que ver con la iniciativa 2219 le parecía de repente digna de su atención.
—Tardaré un poco, pero pronto podré decirte exactamente qué hace este cacharro —aseguró—. Ten algo de paciencia.
—Sí, con calma —dijo Godorik, que no creía que de los detalles de lo que hacía aquel implante pudiera extraerse mucha más información de la que ya le había proporcionado: que la amenaza de Gidolet era seria y tenía realmente algo que ver con cyborgs—. Mientras tanto, doctor, voy a seguir su segunda sugerencia.
—¿Qué sugerencia? —se extrañó Agarandino.
—La de investigar los asesinatos que se produjeron la noche que también me dispararon a mí. Tenía usted razón; es algo que debería haber hecho antes. Y sin embargo…
—¡Ah, sí! Si es que no estás hecho para este negocio —se burló de él el doctor.
—¿Negocio? —bufó Godorik—. ¿Qué negocio?
—El de los detectives justicieros.
Godorik no contestó, cada vez más molesto. Se marchó al poco tiempo, y se dedicó a refunfuñar para sí mientras subía a la ciudad. Llegó al nivel 11, que era donde vivía Mariana, y se dirigió a casa de esta. La conocía bien, así que pudo localizar sin problema la ventana más adecuada para colarse: la del cuarto de baño, que solía quedarse entreabierta para que pudiera escapar la humedad. Además, daba a una calleja secundaria y no a la calle principal, lo que le convenía.
Después de asegurarse de que no había nadie cerca, escaló hábilmente por la pared, y llegó en un santiamén a la ventana en cuestión. La empujó para que se abriera un poco, metió un pie y lo afianzó sobre la cómoda que había debajo; después, agarrándose al marco, deslizó el resto de su ser hacia el interior. Cayó en cuclillas sobre la alfombra con un golpe seco, y se levantó enseguida.