—Le ha cortado las espinas —observó.
—Pues claro —él soltó una carcajada—. La llevo en la manga desde que salimos. ¿No creerá que quiero desangrarme?
Cuando salieron del restaurante, ya eran más de las doce. Ray pagó la cuenta, y Tony Altoviti les regaló unas piruletas, que esgrimía como si fuera un pediatra en una casa de los horrores. Ya en la calle, se percataron de que Nina había perdido el último viaje del metro, por lo que Ray se ofreció a acompañarla a su casa.
—¡Está usted loco! —protestó ella—. Está demasiado lejos para ir andando. Cogeré un taxi.
—Yo se lo pagaré —dijo él.
—No se atreva —bufó ella.
Remoloneando un poco por el barrio, llegaron de nuevo al riachuelo junto al Circo Berlinés. Avanzaron un poco por la calle adoquinada que lo flanqueaba, hasta que Ray se detuvo a recoger una piedra del suelo y la lanzó al agua. Los dos se pararon junto a la baranda, viendo cómo pasaba aquel pequeño arroyo, lleno de hojas y ramas secas.
Finalmente, Ray alargó la mano, y rozó la de Nina. Los dos apartaron la vista del agua, y la dirigieron hacia el otro.
—Es… —confesó Ray, al cabo de medio minuto—. ¿Sabe? Es usted muy hermosa.
Nina se acercó un poco más; tanto, que tuvo que levantar la cabeza para mirar a los ojos de Ray, que quedaban a medio palmo por encima de los de ella.
—¿Piensa usted besarme antes de tutearme? —preguntó con suavidad.
Ray rió.
—Eres muy hermosa —corrigió.
Tomó las mejillas de ella entre sus manos, y la besó. Se separaron al cabo de un momento, y entonces ella volvió a besarle a él.
—Me alegro de que Amden te sacara de voluntaria —cuando volvieron a separarse, él soltó una carcajada.
—Seguro que el sorprendente Rupertini sabía lo que hacía —sugirió ella, y él volvió a reír—. Perdóname, Ray, pero es tarde, y tengo que irme.
—Claro —suspiró él—. ¿Cuándo vendrás otra vez?
—Pronto —aseguró ella—. Mañana, si puedo.
Mientras ella paraba un taxi y le daba las señas de su apartamento, Ray la contempló pensativo.