—Sí, sí —masculló Nina—. Es lo que debería haber hecho. ¿Qué quieres? A veces una tiene esa clase de ideas absurdas.
Ray se rió un poco más.
—¿Te has hecho daño? —preguntó, no obstante.
—No; estoy bien.
—¿No te habrás torcido el tobillo? —sugirió, en tono de guasa—. Si te has torcido el tobillo, o si te apetece fingir que te lo has torcido para sentirte como una princesa, puedo llevarte a casa en brazos… como un príncipe azul.
—Mi casa está un poco lejos, gracias —se rió Nina para sus adentros.
—Hablando de eso —recordó Ray; y extendió teatralmente los brazos a su alrededor—, bienvenida a mi humilde hogar.
Ella se lo agradeció.
—Pensaba que no volverías —confesó él.
—¿Por qué pensabas eso? —se extrañó ella. Pero él se encogió de hombros, y no le respondió.
—Te resfriarás si sigues mucho rato con esa ropa mojada —dijo, en su lugar—. ¿Quieres cambiarte?
—No he traído más ropa —señaló Nina, frunciendo el ceño.
—No pasa nada. Puedo dejarte algo —ofreció Ray—. Por supuesto, sería mejor que te lo prestase Rosa, pero no está; Capuleto y ella han salido. —diciendo esto, se levantó, y se acercó a la cómoda; abrió uno de los cajones, y empezó a sacar cosas—. Pero no importa. Puedo dejarte… a ver, pantalones, una camiseta, un jersey. Supongo que te estarán algo grandes, pero ese no es el mayor problema ahora mismo, ¿no?
—Gracias —dijo Nina; porque, la verdad, empezaba a tener algo de frío.
—No hay de qué. Toma —Ray le entregó las prendas—. Cámbiate; no miraré.
—Me cambiaré en el baño —respondió ella.
—Es un poco estrecho. Ya te he dicho que no voy a mirar.