—Supongo que no debería ni nombrarte el parchís, ¿verdad? —siguió ignorándola él deliberadamente. Volvió hacia la cómoda, y de otro cajón sacó varias cajas. Tenía el Risk, el Monopoly, unos Juegos Reunidos en versión compacta, y varios otros que Nina no conocía—. ¿Cuál te gusta más?
—Eh… coge el que quieras —contestó Nina, confusa—. Tampoco tengo nada contra el parchís.
—¿Una universitaria, jugando al parchís? —se divirtió Ray a su costa—. ¿Qué quieres, que te quiten la licencia de intelectual? Mejor un poco de Monopoly.
Así que pasaron el resto de la tarde inmersos en la compraventa de paseos y casas y hoteles. Nina era muy competitiva, cuando se picaba, y Ray resultó no ser menos. La partida se les alargó mucho, y estuvieron a punto de pelearse en un par de ocasiones; pero se lo pasaron muy bien. Ray iba ganando por un amplio margen, tanto que empezaba a parecer que no merecía la pena terminar, y fuera había oscurecido ya, cuando de repente se abrió la puerta de la caravana.
Entró un hombre de unos cuarenta y cinco años, que tenía aspecto de haber sido muy atlético hasta no hacía mucho, pero que ya empezaba a quedarse calvo y a ponerse un tanto gordo; y una mujer de aproximadamente la misma edad, rechoncha y no muy hermosa, pero de cara agradable. Ambos pasaron al interior de la estancia aún en medio de una conversación; el hombre hablaba, con un volumen de voz muy alto, sobre motores de motocicletas.
—¿Qué tenemos aquí? —exclamó, en cuanto se percató de que tenían compañía, y se dirigió a Ray—. ¿Tienes una invitada?
—Sí —contestó Ray, repantigándose sobre el sofá—. Esta es Nina Mercier. Nina… estos son Capuleto, el dueño de la caravana, y Rosa, su novia.
—Es un placer —dijo Nina, preguntándose en su fuero interno si había visto a alguno de los dos en algún número del circo. No le sonaban, pero durante la función todo el mundo iba tan maquillado que era casi irreconocible.