—Bueno… honestamente, me parece un poco rudimentario —concedió Agarandino—. Yo podría diseñar algo mejor. Pero sí, la cuestión es que es capaz de conectarse al cerebro del afectado e introducir en él señales extrañas que le lleguen desde el exterior.
—¿Qué clase de señales?
—Toda clase de señales —insistió Agarandino, impaciente; aunque luego rectificó—. Quizás he exagerado un poco cuando he dicho que podría controlar a alguien como a un muñeco. Para eso la víctima necesitaría estar muy, muy cerca del emisor de las señales, y aún así no creo que funcionase muy bien. Pero podría perfectamente implantar ideas en la mente de alguien, especialmente si lo hace de forma subrepticia.
—Eso suena muy complicado.
—La ciencia está muy avanzada, hombre —gruñó Agarandino—. Si te sorprende eso, también debería sorprenderte el cerebro artificial de Manni, o esas extremidades mecánicas a las que tan rápidamente te has acostumbrado.
Godorik echó una ojeada a sus extremidades metálicas, y reprimió el deseo de apuntar que no se había acostumbrado tan rápidamente a ellas. No era el momento de empezar esa discusión.
—¿Cómo piensan conseguir que un médico utilice este implante? —preguntó, en su lugar—. Seguramente se daría cuenta sin mucho tardar de que algo no cuadra con el aparato.
—Los médicos de hoy en día no saben mucho sobre robótica —se lamentó el doctor—. En mis tiempos…
—En tus tiempos, los médicos tampoco sabían nada de robótica —pitó Manni, resentido.
—Eso iba a decir —disimuló Agarandino, airado—. Si les dices que el cacharro sirve para tal y para cual, y tienes suficientes estudios que lo demuestren, te lo creerán sin comprobarlo.
—Pero necesitas esos estudios.
—¿Y qué? ¿Crees que tu amigo Gidolet no es capaz de producirlos también?