5. El baile
Nochebuena llegó, y pasó. Nina la celebró en compañía de casi toda su familia, o al menos de la parte de ella que vivía cerca; cenaron comida extraña y moderna, preparada por la cocinera a las órdenes de la vigilante señora Mercier, y bebieron champán y se intercambiaron los regalos y bromearon y rieron mientras conversaban sobre las últimas novedades de la política y el estado de las finanzas. Después, cada uno se fue a su casa, satisfecho por haber pasado una velada tan placentera.
Ray, en cambio, cenó en la autocaravana junto con Capuleto y Rosa. Capuleto y él bebieron tanta cerveza que terminaron cantando a dúo canciones horriblemente desafinadas; y se despertaron al día siguiente a mediodía para atacar los restos del asado, y encontrar cada uno, en sendos paquetes a los que les faltaba el lazo, una bufanda tejida a mano por la aplicada Rosa.
Pasó también el día de Navidad, y llegó el veintiséis. Ray se presentó en el apartamento de Nina a las nueve y media de la noche, recién duchado y con la misma cara que si acabase de atropellarlo un camión.
—¿Estás segura de que esto es una buena idea? —preguntó a Nina, mientras ella sacaba el esmóquin que le había dejado Jean, y que estaba envuelto en plástico y cuidadosamente colgado de una percha en un armario tan ordenado como el de los catálogos de muebles—. Tus padres, y esos amigos tan pesados de tus padres, van a pensar que soy una especie de vagabundo chiflado.
—¿Por qué iban a pensar algo así? —preguntó ella, quitándole la bufanda—. Además, ¿qué más da lo que piensen?
—A mí me puede dar igual lo que piensen —se hizo el gallito Ray—. Yo lo digo por ti.
—No te preocupes por mí y sácate el jersey —indicó ella.
Ray se puso el esmóquin, que a pesar de ser más o menos de su talla le quedaba un poco raro.
—Genial —se burló, mientras Nina le arreglaba la pajarita—. Ahora también parecerá que me han metido en la lavadora y que he encogido a trozos.