—¿Crees que puedes bajar escaleras con esos tacones? —contestó él, sacudiendo la cabeza.
—Te sorprendería lo que puedo hacer con estos tacones —le espetó ella, reprimiendo una risa—. Empezando por que son un arma blanca formidable.
Llegaron a la calle, y Ray volvió a depositar a Nina sobre sus propios pies.
—¿Y ahora dónde vamos? —preguntó, desorientado.
Ella lo reprendió con la mirada, y paró un taxi, que los dejó, en apenas diez minutos, en la entrada de un palacete rodeado por una alta verja. En la entrada había un guardia de seguridad muy aburrido, que se limitó a mirarlos por un momento sin apenas interés; y, en cuanto sus ojos se posaron sobre la cara de Nina, volvió a ignorarlos por completo.
Para llegar a la casa tuvieron que atravesar el jardín. Era bastante grande, con dos hileras de árboles a un lado y a otro, y un paseo con setos en el que había, en el centro de varias plazoletillas, una fuente pequeña, una mediana, y una que era realmente grande, completa con estatuas de ninfas y otros seres mitológicos.
—¿De quién es todo esto? —preguntó Ray, desconcertado.
—La casa pertenece a la familia Patenaude —explicó ella, bajando un poco la voz—, en concreto al señor Abel Patenaude, que cumplirá ochenta y dos años en unos meses. Sus herederos, que llevan todos los negocios de la familia, se están peleando ya por la casa… a pesar de que corren rumores de que el señor Patenaude, que en su juventud fue un poco mujeriego, piensa dejársela a una señorita del sur del país, ajena a todo.
—¿Y de qué conoces a esa familia?
—Mis padres los conocen —se ruborizó ella.