—Sí, y como acabo de decir, no me hago más joven —repitió él—. No me malinterpretes; no es que mi carrera sea como las del deporte de competición en las que eres viejo a los veinte. Puedo seguir haciendo esto mucho tiempo; pero es cansado, y tarde o temprano tendré que buscarme otra cosa que hacer… y, la verdad, este es un momento tan bueno como cualquier otro.
Nina lo miró fijamente por un rato.
—Ray… dijo al fin—. ¿Estás seguro de esto? No quiero que, por mi culpa, tomes una decisión de la que luego tengas que arrepentirte.
—Lo sé. No te preocupes. Llevo dándole vueltas a esto un tiempo. —tomó la cabeza de ella entre sus manos, y le besó la frente—. Quizás hasta te esté usando como excusa para cambiar de vida. ¿Qué te parece eso?
—Eso me inquietaría mucho menos que lo contrario —rió ella.
—Tengo que hablar con Capuleto, de todas maneras. Y… no sé quién se molestará. Aún no te prometo nada, Nina.
—Entiendo. Pero, si te quedas en París… vendrás aquí, ¿verdad?
—No quiero invadir tu casa —protestó él.
—Ya es tarde para eso —se burló ella.
—Eso es distinto —insistió él, serio—. No quiero imponerme.
—No es ninguna imposición —replicó ella—. Ray, me encantaría que vivieras conmigo.
Él le dirigió una mirada enigmática.
—Quizás —dijo—. Quizás no. Como he dicho, aún no puedo prometer nada.
—En cualquier caso —zanjó ella—, si dejas el circo, te quedarás aquí, al menos hasta que encuentres otra cosa.
—Eso te lo agradeceré —cedió él.
—Entonces…
—Pero no empieces a hacer planes aún —advirtió una vez más.