—Coroles juega sucio —le dijeron, sin embargo—. Ese implante craneal que tiene sirve para hipnotizar a la gente con la mirada.
—¿Hipnotizar…? —farfulló Godorik, sin acordarse de bajar la voz.
—¿Qué le estás diciendo, desgraciado? —ladró Coroles—. Traidores y bellacos, si le decís…
—Estás haciendo trampas, Coroles —acusó la misma voz que acababa de hablar en su oído. Godorik consiguió levantarse, y vio que pertenecía a un joven un tanto rechoncho, con el pelo teñido de un rojo fosforescente—. Como todos aquí conocemos tu truco, estás usando a un forastero para convertirte en jefe de la banda sin tener que pelear de verdad. ¡Pues que sepas que por mí, que gane él!
Coroles levantó el puño. Se lo veía furioso.
—Cuando haya terminado con él, empezaré contigo —amenazó.
—Primero tienes que terminar conmigo —le recordó Godorik, adelantándose de nuevo—. ¿Qué es eso de que hipnotizas a la gente?
—Nada que te interese —gruñó el otro.
—Si no le miras a la cara, no te puede afectar —gritó el del pelo fosforescente. Varios otros asintieron con la cabeza—. Aún así es bueno peleando, pero no es para tanto.
—¡Cállate! —vociferó Coroles, perdiendo los nervios. Dio un salto hacia adelante, y echó a correr hacia Godorik sin perder otro momento—. ¡Vamos, sigamos de una vez!
Godorik, aún algo confuso, se preguntó si todo aquello tenía algún sentido. ¿Hipnotizar a la gente? Él nunca había creído en cosas como hipnosis, al menos no la que mostraban en las holofilmaciones, la que hacía que la gente contase todos sus secretos o empezase a bailar como una gallina. Pero, ¿aquello? Si lo que le estaban contando era cierto, lo que estaba ocurriendo era más bien que Coroles lo hacía perder la noción del tiempo por un momento, y conseguía acercarse mientras él no se daba cuenta. ¿Era eso?