—No sé qué me ocurre últimamente —le dijo—. Me siento extraña… vacía.
—Es lo que pasa cuando los hijos empiezan a hacerse mayores —dijo Alina—. Ya te acostumbrarás.
—No quiero acostumbrarme a sentirme así —contestó Nina, con un suspiro.
—Son las cosas de la vida —respondió a eso Alina—. No le prestes mucha atención.
—Alina, ¿eres feliz? —preguntó entonces su prima.
Alina torció el gesto por un instante, y después volvió a su sonrisa imperturbable.
—¡Qué cosas tienes! —dijo—. Tengo una buena familia, una buena casa, unos hijos maravillosos. Por supuesto que soy feliz.
—Pero… —insistió Nina—, ¿eres feliz de verdad?
—Nina… —dijo entonces Alina—. No te hagas ilusiones; nadie en este mundo es feliz de verdad.
Y eso fue todo lo que dijo sobre el tema. Aquel día, Nina terminó la visita pronto, y, en lugar de irse a casa directamente, volvió dando un lento paseo por los alrededores.
Entonces, de repente, le pareció ver una cara conocida caminando por la acerca contraria.
—¡Ray! —gritó, llamando la atención de prácticamente todo el mundo que se encontraba cerca, incluida la de su objetivo. Este cambió de acera y se acercó a ella rápidamente.
Era Ray. El tiempo lo había tratado bien; aunque su figura ya no era tan fibrosa y bien delineada como lo había sido más de veinte años atrás, y empezaba a tener entradas marcadas, conservaba la sonrisa jovial y los penetrantes ojos azules que Nina había visto, por última vez, cuando él había depositado su copia de las llaves en el cestito de su recibidor. No estaba solo; lo acompañaban una niña de unos seis años, que le cogía la mano, y un niño de tres, que iba subido a caballito sobre sus hombros.