Godorik no llevaba ni veinticuatro horas en compañía de Manni y el doctor Agarandino, y ya comenzaba a arrepentirse de su decisión. Aquellos dos chiflados tenían un buen fondo, pero eran, bueno, chiflados. Además, los dos parecían bastante contentos de tener compañía, y no pararon de hablar ni un instante; cuando se callaba el robot, empezaba el doctor, y al revés. Y casi siempre sobre el mismo tema: Betonia y la horrible, horrible decadencia de la sociedad.
—Bueno, bueno, ya está bien —dijo Godorik al fin, preguntándose si no le sería más agradable volver a la ciudad, entregarse a la policía, y tratar de resolver el embrollo desde dentro de una celda. Mientras Manni y el doctor hablaban sin freno, había estado cavilando; cada vez le parecía más extraño todo aquello, y estaba más convencido de que tenía que hacer algo para evitar que ocurriese algo lamentable. Pero no sabía qué, ni cómo.
—¿El qué está bien? —interrumpió Agarandino su verborrea, desconcertado—. ¿Mis opiniones? Porque mis opiniones…
Pero en ese momento se vio interrumpido por un gran estruendo. Alguien estaba pegando porrazos a la puerta metálica.
—¡¿Qué es eso?! —saltó el doctor, mentras Godorik, sobresaltado, se levantaba bruscamente de su asiento, y Manx emitía un chirriante pitido de sorpresa—. ¿Quién puede ser? No hay nadie aquí abajo, aparte de…
—¡Tened cuidado! —exclamó Godorik—. Podrían haberme seguido hasta aquí. ¡No abras, Manni! —dijo, deteniendo al robot.
—¿Godorik? —se escuchó, aunque atenuada, una voz femenina detrás de la puerta—. ¿Godorik, eres tú? ¿Estás ahí?
—¡Mariana! —gritó él, sorprendido, y soltó a Manni. Este, tras dirigir una mirada interrogativa a Agarandino, que solo respondió alzando ambas cejas, fue y abrió la puerta. Detrás de ella estaba Mariana Pafel, armada con una pistola con la que sin embargo no apuntaba a nada en concreto.
—¡Godorik! —saludó, visiblemente desconcertada.