—¡Gallinas! —vociferó el líder, desde el suelo, un momento antes de levantarse y echar a correr detrás de ellos sin más ceremonia. El último, que era el más corpulento, y que después de su segundo golpe contra el suelo parecía un poco mareado, tardó unos segundos en reaccionar; primero miró a Godorik embobado, y después como si cavilase si tenía alguna posibilidad si volvía a atacarle. Debió de decidir que la cosa no le convenía demasiado, porque enseguida siguió a los demás, aunque con expresión contrariada.
Godorik se agachó y cogió la electronavaja, que se habían dejado en el suelo. En realidad, una electronavaja no era mucho más que una navaja normal, aunque tenía un botón oculto que (cuando la batería estaba cargada) la replegaba en pedazos sobre sí misma, hasta quedar reducida a un cilindro del tamaño de un bolígrafo. De esta forma, era mucho más fácil ocultarla, aunque la Computadora había regulado ya en casi infinitas ocasiones los chips automatizados que debían llevar para que pitaran en los escáneres, y las restricciones que se imponían a su uso y posesión. Pero de nada servía, porque los que querían utilizarlas seguían consiguiéndolas; y lo de los chips, que de vez en cuando se averiaban milagrosamente, o en ocasiones venían averiados de fábrica, era el pitorreo padre. En cualquier caso, Godorik no podía simplemente dejarla allí tirada en el suelo. Buscó el botón para replegarla, y lo encontró; pero apretarlo no sirvió de nada. Probablemente, a aquel matón de pacotilla se le habría olvidado cargarla. Solía pasar.
—¿Quién es usted? —preguntó el hombrecillo, que tenía el ceño fruncido y parecía preocupado.
—Alguien que pasaba por aquí —contestó Godorik, guardándose la navaja como pudo—. Me llamo Godorik. ¿Qué querían de ustedes esos hombres? ¿Y qué era eso de los postes de transporte?