Manx comenzó a reírse a pitidos. El doctor hizo un gesto despectivo.
—Búrlate de mí, pero bien que mis inventos funcionan —respondió, airado; pero el enfado no le duró demasiado, puesto que había a la vista una oportunidad de explayarse sobre el funcionamiento de uno de ellos. Así que enseguida volvió a su alegre y desenfadada actitud habitual, y pasó media hora detallando los mecanismos y principios físicos que convertían al AgaraCristal, versión 3.1 mejorada, en la maravilla tecnológica que era.
—Todo eso está muy bien —bostezó Godorik, al cabo de un rato. No había entendido nada más allá de las tres primeras frases, y, encasillado en un sillón con el tapizado lleno de agujeros pero aún así muy cómodo, empezaba a vencerlo la modorra—, pero a lo que íbamos: creo que definitivamente Severi Gidolet no es el Gidolet que buscamos.
—En ese caso, tiene que ser el otro —afirmó Agarandino, sin molestarse porque no le hubieran escuchado; con que le dejaran hablar ya era feliz—. ¿Cómo se llamaba?
—Nicodémaco Gidolet —recordó Manni.
—Eso, Nicodémaco Gidolet —asintió el doctor—. Tiene que ser él. Y con ese nombre, no me extraña.
—No estoy tan seguro —contestó Godorik—. Puede ser que yo me haya confundido con las caras; ya os he dicho que no me acuerdo muy bien. O también puede ser que estemos siguiendo una pista falsa, y que ese hombre en realidad no se llame Gidolet, y que solo lo llamasen así por… a saber por qué.
—¿Crees que estaba usando un nombre falso? —preguntó Agarandino.
—Todo podría ser —admitió Godorik—. Lo que no entiendo es por qué iría nadie a discutir sus planes de dominación metropolitana al patio de una oficina pública de patentes, a plena luz del día, y usando su nombre real.