—Sí que es un poco raro, sí —concedió el doctor, rascándose la barbilla.
Manni pareció sorprenderse, o al menos expresó tanta sorpresa como su cara metálica le permitía.
—¿Qué os parece tan extraño? —intervino—. Los seres biológicos, que estáis dotados con una capacidad de cómputo deficiente, sois más que propensos a no tener en cuenta las circunstancias y cometer toda clase de errores estúpidos.
—No te pases, Manni —bufó Godorik—. Vale que a veces los seres humanos no tengan en cuenta determinadas circunstancias, pero la estupidez tiene un límite. Y discutir tus planes en un lugar abierto y sin tener ningún motivo para no hacerlo en otra parte ya es muy estúpido.
—¿Quizás tuvieran un motivo para estar allí? —sugirió Agarandino—. Quizás vinieran de registrar una patente.
—¿Y no podían haber esperado a llegar a casa para empezar a exponer sus grandiosas intenciones? —respondió Godorik, aunque después de eso reflexionó un poco—. Si no encuentro nada en la casa de Nicodémaco Gidolet, quizás debiera ir a la oficina, y ver quién registró algo aquel día. Estoy seguro de que Keriv me ayudará si se lo pido; o, al menos, que no me delatará.
—Pero ¿no estabas tú allí trabajando ese día? —preguntó Agarandino—. ¿No te acuerdas de quién registró qué?
—Mi querido doctor, ¿sabe usted cuánta gente trabaja en esa oficina de patentes? —expuso Godorik—. No soy el único que está allí, detrás de su ventanilla, registrando las patentes de media ciudad. Yo solo me ocupo de una subsección.
El doctor emitió un gruñido.
—¿Y vas a ir a visitar a ese otro Gidolet antes de comprobar nada? —quiso saber.
—Sí. Ya que tengo sus datos…
—Pero tendrás que volver a entrar en otra casa, y te arriesgas cada vez que te mueves por la ciudad.