—Sin embargo, la probabilidad de que este Gidolet sea el que busco es alta —Godorik se encogió de hombros—. Tengo que hacerlo. Además, también me arriesgaría yendo a la oficina de patentes, sin saber siquiera si han registrado algo allí o no, o si eso tiene algo que ver con todo esto.
—Bueno, haz lo que quieras —suspiró Agarandino— , aunque, la verdad, no sé muy bien qué esperas encontrar en casa de ese Gidolet, o en la del anterior. Aunque sean terroristas no van a tener un cartel en su salón donde ponga en letras grandes «SOY UN TERRORISTA», ¿sabes?
—Ya, ya —respondió Godorik, exasperado—. Tampoco es eso lo que busco. Pero mira, he ido a hacerle una visita a Severi Gidolet, y ahora estoy convencido de que él no es el tipo al que busco.
—Sí, y si sigues así, después de hacer un par de cientos de miles de visitas quizás podrás descartar a una parte de los habitantes de esta ciudad —se burló el doctor.
—¿Y qué quiere usted que haga? —Godorik arrugó la frente—. No tengo muchas más pistas que seguir. Lo de la patente también es una idea, pero lo más probable es que no lleve a nada.
—¿Y qué hay de los tipos que te dispararon? —sugirió de repente Manni—. ¿Te acuerdas de su cara? Porque, si los persigues a ellos, al menos estarás seguro de que han hecho algo ilegal.
Godorik reflexionó sobre esto por un instante.
—No, no me acuerdo de su cara —dijo al fin—. Estaba demasiado oscuro.
—¿Y no tienes alguna otra forma de identificarlos? —preguntó el robot.
—No lo sé —bufó su interlocutor, aún pensativo.
—De todas maneras, dijiste que eran una especie de mercenarios, ¿no? —intervino Agarandino—. No sé si sabrán mucho de lo que planean los mandamases.