Cualquier otro lugar · Página 39

—… estoy seguro de que, incluso en ese improbabilísimo caso, segurías siendo elegante.

—Tienes un concepto muy extraño de la elegancia.

—Tengo muy claro mi concepto de la elegancia —sonrió él—. Hay gente que no es elegante por mucho que se esfuerce, y hay gente que es elegante sin hacer nada.

—¡Qué idea de la elegancia más poco democrática! —se quejó Nina.

—Y eso me lo dice la hija de un magnate —le recriminó él.

—Eres hombre de una sola broma, por lo que veo —contestó ella, componiendo cuidadosamente una expresión de señorita disgustada.

Siguieron así un buen rato, cada uno intentando sacar al otro de sus casillas, sin conseguirlo. Finalmente, la conversación decayó un poco; y Nina pidió la cuenta.

—Yo pagaré —se ofreció Ray.

—De ninguna manera —protestó ella—. Invito yo.

Salieron a la calle. Ray se paró en la puerta de la cafetería.

—Nina —llamó.

—¿Qué pasa? —preguntó ella, volviéndose.

Sin más aviso, él la rodeó con sus brazos y la besó. Cuando se separaron, continuaron mirándose a los ojos un buen rato.

—Ray —dijo Nina al final.

—¿Qué?

—Estamos obstruyendo la entrada —anunció ella. Efectivamente, un par de personas que querían salir del café les estaban haciendo señas violentamente.

Ray estalló en carcajadas. Se apartaron por fin de la entrada, y dejaron paso a aquel par de clientes, que les dirigieron una mirada colérica.

—Mi apartamento no está lejos —expuso entonces Nina—. ¿Quieres subir?

Godorik, el magnífico · Página 165

Cuando bajó de nuevo al Hoyo, Godorik se encontró con un muy alterado doctor.

—¡Godorik! ¡Godorik, ven a ver esto! —exclamó en cuanto Godorik abrió la puerta, sin darle tiempo a decir ni hola—. ¡Mira lo que hace tu condenada patente!

Godorik lo siguió a la habitación, donde se encontró con un caos de modelos robóticos en miniatura pitando y moviéndose torpemente de un lado a otro.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—¡El teatro de la dignidad metálica! —escuchó la voz lastimera de Manni, que al fondo del cuarto aporreaba un teclado del que salían manojos de cables que se repartían en todas direcciones—. ¡Un montón de peleles sin circuitos de personalidad!

—¡Oh, cállate ya! —gruñó Agarandino—. Todo esto es para probar tu estúpida patente.

—¿Todo esto hace falta para analizar un par de planos? —cuestionó Godorik, alzando una ceja—. ¿Y qué es lo que hace mi «estúpida patente»?

Agarandino se acercó a la otra mesa y se hizo de un manotazo con lo que parecía un mando a distancia.

—¡Compruébalo por ti mismo! —dijo.

Apretó un par de botones. Godorik paseó la vista entre la marea de máquinas de prueba, pero no distinguió cambio alguno.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—¡Ese! ¡Ese! —exclamó Agarandino, señalando a uno de los robots en concreto—. ¡Míralo!

Así que Godorik miró a ese en particular, pero tampoco advirtió nada que le diese una pista sobre lo que hacía la patente.

—¿Y bien? —preguntó.

Agarandino también observó por un momento el robot, frustrado.

—Manni, ¿has conectado los circuitos? —se volvió hacia su ayudante.

Cualquier otro lugar · Página 38

—¿Muchos años de condena? —sugirió ella.

—¿Cuánto es eso, al cambio internacional? —siguió él, apoyando la mano en la barbilla en actitud pensativa.

Un momento después, los dos estallaron en carcajadas.

—Quizás sea mejor que intente hacerme pasar por acróbata profesional —Ray se encogió de hombros—. Eso tiene más visos de funcionar.

Nina soltó otra risita, y se llevó también la taza a los labios. Pero, al contrario que a su acompañante, a ella no lo quedó bigote.

—Una auténtica señorita —concluyó Ray.

—Te burlas de mí —lo acusó Nina.

—No, no; lo digo en serio.

Ella lo miró con expresión interrogante.

—Una auténtica señorita nunca permitiría que le creciera un bigote natoso —expuso él.

—¡Te burlas de mí! —repitió ella, riendo.

—Me burlo de ti —confesó él—, pero eres la persona más elegante que conozco.

—Entonces será que no conoces a muchas personas elegantes.

—Quizás, pero ¿cómo te ayuda eso a ti? —dijo él—. Sigue sin hacerte menos elegante.

—Tal vez pueda convencerte recordándote que hace unos días llamé a tu puerta cubierta de barro —sugirió ella.

Ray se echó a reír otra vez.

—¿De qué me hablas? —fingió, mirando hacia otro lado—. No recuerdo nada de eso. Debes de haberlo imaginado.

—Ray…

—Además, tengo que decir —siguió él, sin prestarle atención— que estoy seguro de que, aún en el improbable caso de que en algún momento llegase a verte cubierta de barro y llevando mi jersey como si fuera el mantel de una mesa camilla…

—¡Ray! —protestó ella.

Godorik, el magnífico · Página 164

Y con estas agradables palabras se despidieron. Godorik y Mariana salieron a la calle, y se abrigaron rápidamente de miradas indiscretas en una calleja cercana. Ya era de día.

—¡Cuánta tontería! —barbotó Mariana.

—¿Es que no crees nada de lo que han dicho? —quiso saber Godorik—. ¿Tampoco me crees a mí?

—No, no. A ti sí te creo, y supongo que algo de verdad habrá en lo que nos han contado esos payasos. Pero esa historia de que toda la policía está en manos de un conspiracionista…

—Creas lo que creas, no se te ocurra ir a contarle esto a la policía.

—Tranquilo; después de tu experiencia, pienso mantener la boca cerrada. Ni siquiera voy a ir a chivarme del asunto de los cadáveres, lo cual, pensándolo bien, debería hacer.

—No lo hagas.

—Acabo de asegurarte que no lo haré. Y tú, ¿de verdad piensas ir a donde te han dicho a meterte en más problemas?

—Quizás —gruñó Godorik—. Pero antes, se me ocurre algo mejor.

Cualquier otro lugar · Página 37

—Dos capuchinos, por favor —pidió ella. La camarera tomó nota y se marchó—. ¿Espero que te guste el café capuchino?

—Si a ti te gustó la pizza de Tony Altoviti, supongo que a mí puede gustarme cualquier cosa —se rió Ray—. ¿Vives por aquí cerca?

Ella asintió.

—Justo en el centro, ¿eh? —carraspeó él—. Como corresponde a una auténtica señorita.

—No empecemos otra vez —sonrió ella.

Trajeron los cafés. Ambos se dedicaron por un momento a degustar la nata.

—¿A qué se dedicaba tu familia? —preguntó Ray.

—Lo principal es una empresa de distribución, y una inmobiliaria —explicó Nina—. Es lo que más dinero da. Luego hay otras cosas, pero… menos importantes.

—Suena a que son una especie de magnates —Ray dio un sorbo a su taza, y se le quedó un bigote de nata.

—No, no es para tanto —le quitó importancia Nina, y con una risa en los labios le entregó una servilleta—. Ten, límpiate ahí.

—Ooops —exclamó Ray—. Tengo que tener más cuidado, o todo el mundo aquí notará que soy un artistucho de tres al cuarto… y me echarán a patadas. Al menos debí haberme puesto la ropa que habías planchado.

—Hablas como si fueses un estafador que está exponiendo en alguna galería de arte internacional —sugirió ella, detectando su tono burlón.

—Bueno. Bueno —dijo él—. Quizás podría serlo. ¿Cuánto ganaría estafando a una galería de arte internacional?

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—Bueno, no del todo —concedió él—. Es cierto que uno de los altos mandos de la policía se comportó de forma muy sospechosa cuando estuve allí, pero otros parecieron tomarme en serio, y no creo que tuvieran nada que ver con esta conspiración. Si consigo contactar con esos señores…

—¿De qué serviría? —se lamentó Ciforentes—. Mientras su jefe esté comprado, no hay mucho que puedan hacer.

—Eso ya lo veremos —gruñó Godorik—. Bien, Ciforentes, ha sido un relativo placer hablar con usted, pero es hora de que nos marchemos. Dígame dónde está esa base, y déme una de esas tarjetas si se fía de mí, y nos largaremos y no le molestaremos más.

—No puedo darle una de esas tarjetas —bufó Ciforentes—, por su propia seguridad. No me parece usted la clase de persona que la usaría de forma responsable. Además, no las tengo yo ni están aquí, obviamente.

Como lo que Godorik tenía pensado hacer con la tarjeta era irrumpir en la base de Gidolet, y era discutible cuán «responsable» sería esa acción, no protestó.

—Dígame al menos dónde está la maldita base —refunfuñó.

Noscario Ciforentes le apuntó algo en un papel, con una letra horrible.

—Pues no les molestaremos más —se lo agradeció Godorik, mientras hacía un esfuerzo por entender lo que le había escrito—, o yo al menos. Mariana, ¿vienes?

—Claro.

—Eso, váyanse, váyanse —gruñó Garvelto, muy malhumorado—. Y cuando caigan en manos de Gidolet, o de la policía, no digan nada de que nos conocen.

—Cuánta confianza —farfulló Godorik—. Tranquilícese; ya arreglaré yo este asunto mientras ustedes están aquí cómodamente sentados en su sillón hablando sin parar.

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4. Por qué (no) estafar a una galería de arte internacional,
y otros progresos que hace esta historia

 

Pese a todo, Nina no volvió hasta el sábado, que era cuando el circo no actuaba. Esta vez consiguió cruzar la verja con éxito, y se ahorró otra expedición a través de la baranda del río. Cuando llamó a la puerta de Ray, lo primero que hizo fue entregarle su ropa, lavada y planchada.

—¿Has planchado mi ropa? —se asombró él.

—¿He hecho mal? —se inquietó ella.

—No —dijo él, confundido—. Esto no lo había planchado nadie en… bueno, nunca.

Entró un momento a dejar la ropa en el cajón, pero no invitó a Nina a pasar. Dentro, se escuchó la voz de Capuleto, gritando «¿quién es?».

—¡Es para mí! —gritó Ray, y cerró la puerta. Entonces se volvió a Nina—. Lo siento; me gustaría invitarte a entrar, pero Capuleto y Rosa están en casa hoy, y va a ser un poco raro.

—Perfecto para mis planes, entonces —rió Nina—. ¿Quieres venir conmigo al centro?

—Me encantaría —accedió él.

Tomaron el metro, esta vez los dos juntos. Se bajaron cerca del apartamento de Nina, pero no subieron a él; Nina se dirigió a un pequeño local situado en la esquina de una concurrida avenida.

—Este es mi café favorito —explicó a Ray.

Este le echó una ojeada. Era un lugar con baldosas de piedra, columnas profusamente ornamentadas, y sillas y mesas blancas, sobre cada una de las cuales había una maceta; en general, una extraña mezcla de estilo modernista e invernadero de jardín.

Los dos jóvenes pasaron, y escogieron una mesa que estaba junto a una cristalera de colores.

—¿Qué desean? —les preguntó una camarera casi inmediatamente. Ray abrió la boca para decir algo, pero la volvió a cerrar enseguida, y en su lugar hizo un gesto hacia Nina, cediéndole la palabra.

Godorik, el magnífico · Página 162

Pero todos sus esfuerzos por calmar a Asuntina resultaron en vano. Nermis terminó por salir con ella, para que le diera un poco el aire, y entonces Godorik prosiguió, con un gruñido:

—Iba usted a decirme por qué no han asaltado y derruido ya la base de los conspiradores, si saben dónde está y hasta tienen una llave.

—La cosa no es tan fácil —se ofendió Ciforentes—. Gidolet es peligroso. Tiene a mercenarios armados bajo su mando, aparte de todo el asunto con la policía del que ya le he hablado… No podemos simplemente irrumpir en su cuartel general; sería un suicidio.

—¿Y qué piensan hacer entonces? —dijo Godorik—. Según usted, están todos en peligro de todas maneras. ¿Van a quedarse quietos y esperar a que vengan esos mercenarios a llevárselos por delante?

—No, no, por supuesto —aseguró el hombre—. Solo queremos asegurarnos de que podemos hacer algo cuando entremos allí… Estamos esperando a que nuestro contacto nos proporcione un mapa, y así…

Pero Godorik ya había oído bastante.

—Bien, yo no tendría tanta paciencia —afirmó, mientras se levantaba—. Díganme dónde está esa base, e iré yo mismo.

Noscario Ciforentes lo miró extrañado.

—¿Eso piensa hacer? —preguntó—. Es usted bastante temerario, pero no creo que en este caso eso sea una buena cosa.

—Yo sigo pensando que en un asunto como este lo primero es siempre ir a la policía —gruñó Mariana, por lo bajo.

—Ya le he dicho que… —protestó Ciforentes.

—Sí, le hemos oído —lo interrumpió Godorik, exasperado—. Pero creo que Mariana tiene razón.

—¿En serio? —se sorprendió esta.

Cualquier otro lugar · Página 35

Él volvió a cerrar, y se dirigieron hacia la estación de metro. Por el camino, Nina no pudo evitar dar rienda suelta a su curiosidad.

—Dijiste que Capuleto era tu tío, ¿verdad? —preguntó.

—No —negó Ray, y un momento después rectificó, con el aire de a quien han pillado en una mentira—. Es decir, sí, lo dije. Llevo muchos años viviendo con él, y a veces lo presento como mi tío, pero en realidad no somos parientes. Es como… mi mentor, si quieres.

—¿Tu mentor?

—Sí, él me enseñó todo lo que sé —asintió Ray—, en esto del circo.

—¿Y tus padres? —preguntó Nina.

—No tengo —Ray se encogió de hombros.

—Dios mío, lo siento —se horrorizó ella—. ¿Murieron?

—¿Qué? No, no —contestó rápidamente él—. Pero mi familia está muy lejos, y llevo mucho tiempo sin verlos… y, en realidad, a estas alturas Capuleto es más un padre para mí de lo que nunca fueron mis padres verdaderos.

Nina no quiso seguir indagando, pero se quedó con mal sabor de boca. Cuando llegaron a la estación, se volvió a Ray.

—Gracias por dejarme la ropa —recordó—. Te la devolveré en cuanto pueda, te lo aseguro.

—No hay problema —respondió Ray, desechando las prisas con un gesto.

—No sé si podré venir mañana —musitó ella—, pero el viernes habré terminado las clases, y tendré tiempo hasta Navidad.

Él sonrió, y antes de que se fuera le estampó un beso furtivo en la frente.

—Ven cuando quieras —la invitó.

Godorik, el magnífico · Página 161

—Pensaba que nunca lo preguntaría —se echó a reír Ciforentes—. Estamos haciendo todo lo que podemos para llegar hasta nuestro hombre. Hemos conseguido averiguar ya dónde está su base y su laboratorio, y hasta hemos logrado hacernos con un par de tarjetas de acceso.

—¿Y qué hay allí en su «base» y su «laboratorio»?

Ciforentes no notó el sarcasmo; al contrario, siguió adelante a toda vela:

—Todavía no hemos podido entrar. Verá, tristemente no estamos tan fuera del radar de Gidolet como usted parece creer… de hecho, nuestros compañeros, de cuyo asesinato usted parece haber sido testigo, fueron asaltados seguramente en un intento por recuperar las tarjetas. Gidolet debe de estar bastante desesperado, y pese a todos nuestros esfuerzos puede averiguar fácilmente quiénes somos algunos de nosotros. —volvió la vista hacia Garvelto—. Isebio, tú estás en peligro especial… Si Gidolet ya sabe que ese local te pertenece, y no me cabe duda de que lo sabe…

En ese momento intervino la mujer que se había quedado tras la reunión, y que acababa de cambiar unas palabras con Nermis.

—¿Qué pasó con ellos? —quiso saber—. Mi Ansermio, ¿estaba allí?

Godorik no sabía quién era el tal Ansermio, pero se lo podía imaginar.

—Lo siento mucho, señora —dijo—. Cuando yo llegué, los tres estaban muertos. Después de eso, los matones tiraron los cadáveres al Hoyo…

La señora irrumpió en un nuevo ataque de llanto, y dejó de escuchar.

—Asuntina, tranquila, tranquila —intentó consolarla Nermis, con poco éxito.

—Si de verdad están en el Hoyo, es imposible que sigan con vida —se lamentó Ciforentes—. Asuntina, lo siento, pero…