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Por fortuna, la orilla del río estaba completamente enlodada, y a pesar de que Nina soltó un pequeño grito y cayó como un saco de patatas, no se hizo ningún daño serio. En la caída soltó el paraguas, que acabó tirado a varios metros; perdió el sombrero; y se golpeó el trasero y acabó tumbada sobre el barro, lo que la hirió más en su orgullo que en otra cosa.

—Y, señoras y señores… la magnífica artista Nina Mercier se precipita contra la red de seguridad —farfulló con sarcasmo, mientras comprobaba que no se había roto nada, y se ponía en pie. Recogió su sombrero y su paraguas, y, aunque renqueando un poco, se puso a buscar una forma de volver a subir al solar desde la orilla del río. La encontró enseguida: a pocos metros había una escalinata, también de piedra y llena de moho, que llevaba desde el solar al riachuelo y viceversa.

—Podría haber bajado al río, y subido por aquí —refunfuñó Nina, que ahora que se había caído ya no encontraba su aventuresca ocurrencia tan divertida. Sin embargo, tampoco sabía dónde podía haber otra escalera como aquella para bajar al arroyo, y quizás estaba bastante lejos; así que había sido un golpe de suerte que hubiese una justo allí.

Subió los pocos escalones, y llegó por fin al recinto de las autocaravanas. Miró su propio atuendo: había conseguido llenarse de barro de los pies a la cabeza, y tenía un aspecto bastante grotesco, por no hablar de que hacía frío. Por un momento, pensó en volver por donde había venido e ir a casa a cambiarse; pero estaba un poco lejos, y tendría que coger el metro. Esa idea no le hizo mucha gracia, y al cabo de un momento, mal que le pesara a su vanidad, le pareció todavía más descabellada que la de dejar que Ray la viera con aquellas pintas. Así que, sobreponiéndose a las sonadas protestas de su sentido del ridículo, se acercó a la puerta de la caravana de este, y llamó.

—Pase —escuchó una voz, dentro.

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—Dígame la verdad —intervino Noscario Ciforentes, dejando de prestar atención a los que se iban—. ¿Es cierto todo lo que nos está contando? ¿Que es usted un cyborg, que estaba presente en el momento del crimen, y que ha averiguado todo lo que sabe de Gidolet por sus propios medios?

—Sí.

—No puedo negar que suena muy extraño —suspiró Ciforentes—, puesto que lo que Gidolet está haciendo es, justamente, tratar de convertir en cyborgs a todos los ciudadanos.

—En ese caso, ha tenido éxito conmigo —gruñó Godorik—. Pero por lo que he visto hasta ahora, estoy casi seguro de que lo que Gidolet pretende es comercializar una serie de implantes nocivos, que afectarán a la gente de alguna manera.

—Está usted en lo cierto. La compañía de Gidolet fue una de los mayores patrocinadores de la iniciativa 2219… no sé si habrá usted oído hablar de esa iniciativa…

—Sí, sí.

—Bien. Cuando esa iniciativa falló… o, mejor dicho, cuando se hizo que esa iniciativa fallara…

—¿Ustedes hicieron que esa iniciativa fallara? —lo interrumpió Godorik—. ¿Ustedes influenciaron a la Computadora?

—No, no fuimos nosotros —negó Ciforentes—. Fue otra organización; una muy secreta que se mueve tanto por los altos como por los bajos niveles de Betonia…

Godorik se llevó las manos a la cabeza.

—¿Cuántas organizaciones secretas hay en esta ciudad? —farfulló—. Da igual, no me lo diga. Lo que sea. ¿Qué pasó cuando falló esa iniciativa?

—No, no, un momento —carraspeó Mariana—. ¿Qué es eso de influenciar a la Computadora?

—Explíquenoslo luego —empezó a perder la paciencia Godorik—. Vamos por partes. ¿Qué pasó cuando falló esa inciativa?

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Nina se sonrió ante el plan tan peregrino que se le acababa de ocurrir. Ella era una señorita bien educada, y no hacía tales cosas como colarse en una zona vallada aprovechando que podía caminar sobre el pasamanos del río… pero la idea le hacía bastante gracia; y, lo más importante, Ray la había invitado a pasar y a volver a visitarlo, así que aunque entrase en el recinto no estaba allanando la propiedad de nadie.

Con eso en mente, se pasó el paraguas de una mano a otra, se recogió un poco la falda, y se subió a la baranda. Se dio cuenta enseguida de que, con la llovizna, estaba un poco resbaladiza; no había contado con eso, pero no se dejó arredrar. Con cuidado, pasó por el lugar en el que la verja metálica se apoyaba sobre el pequeño muro; no tuvo problemas para cruzarlo. Después, continuó avanzando por el pasamanos de piedra, sintiéndose ella misma una funambulista.

—Y la gran artista Nina Mercier camina sobre la cuerda floja… —musitó para sí, divertida—. Damas y caballeros, ¡avanza grácilmente y sin miedo a las alturas!

Debía de ofrecer una extraña estampa, haciendo equilibrios sobre el pequeño muro. Pasó junto a la carpa del circo, y cruzó una segunda valla, que separaba este de la zona de las caravanas; pero en este segundo paso la chaqueta se le quedó enganchada en la verja, y, con el paraguas aún en la otra mano, tuvo que retorcerse para soltarla. Después de eso, dio un par más de pasos… y de repente pisó una losa un poco más mojada que las demás, y resbaló; con tan mala suerte que cayó no a su izquierda, donde la baranda se levantaba como mucho un metro del terreno, sino al lado del río, donde el suelo estaba algo más lejos.

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—¿Se ha hecho con la patente de uno de sus implantes? —se sorprendió Ciforentes.

—Sí. También, en el supuesto domicilio de Gidolet…

—¿Entró usted en el domicilio de Gidolet? —se sobresaltó el hombre—. ¿Cómo ha hecho todo eso?

—Soy un cyborg —gruñó Godorik.

Isebio Garvelto hipó.

—¡Es uno de ellos, Noscario! —insistió.

—Isebio, es cierto que esto es muy raro, pero empieza a ser demasiado raro —masculló Ciforentes, y se volvió de nuevo a Godorik—. ¿Cómo es eso posible? La ley…

—Eh, son casi las cinco —protestó alguien de entre el involuntario público—. No es que no quiera saber de qué va todo esto, pero si no empezamos a irnos pronto vamos a despertar sospechas en el vecindario.

—¡Cierto, cierto! —Ciforentes se llevó las manos a la cabeza—. Bien, amigos, damos por finalizada la reunión hasta la próxima vez… aunque no hemos logrado hacer mucho, pero con esta visita sorpresa…

—Ya sabéis, cuidado al abrir la puerta de abajo, que chirría mucho —farfulló Garvelto.

—Yo me quedo —declaró la mujer que antes estaba llorando—. Si esta gente sabe algo de lo que pasó con mi pobre, pobre Ansermio…

Los demás sectarios fueron marchándose, uno por uno. Ciertamente, ya era bastante tarde; pronto amanecería.

—¿No tienes que irte, Mariana? —preguntó Godorik.

—¿No tienes que irte tú? —le devolvió la pregunta ella.

—Me arriesgaré a volver de día —él se encogió de hombros—. Quiero entender de una vez qué está pasando aquí.

—Está bien; en ese caso, me quedo contigo.

—Pero ¿no tienes que trabajar?

—Aún no —bostezó Mariana—. No tengo nada que hacer hasta las ocho.

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3. Jugadores de baloncesto con enanismo

 

Nina no consiguió ir al día siguiente. Tuvo que entregar algunos últimos trabajos para la facultad, y pasó toda la tarde encerrada en la biblioteca con algunas de sus compañeras. Tampoco el siguiente, y eso la molestó mucho. Todo lo que había pasado hasta entonces se le aparecía como una especie de sueño lejano; y eso la inquietaba. Así que resolvió apresurar todo lo que tenía que hacer, y así hacer sitio para, tres días después de la cena en Altoviti Pizza & Pasta, volver al Circo Berlinés.

Por supuesto, esta vez hizo todo lo posible porque su visita no coincidiera con una actuación; pues, por mucho que no le disgustara ver a Ray balanceándose por las alturas como un mono saltarín, no creía que pudiese aguantar una vez más a aquel payaso haciendo ruidos de cerdito. Como ya conocía los horarios, no le resultó difícil, y apareció por allí cuando todos los artistas estaban metidos en sus caravanas, refugiándose de la llovizna de la que Nina se protegía con un paraguas verde pistacho.

Nina se acercó a la cancela. Para su sorpresa, se encontró la verja cerrada; pero no con el alambre, como había estado antes, sino bien cerrada y anudada con una cadena. Nina se imaginó que los artistas se habían cansado de que los chavales, o quien fuese que dejase aquello abierto, entrase allí como Pedro por su casa, y no se molestase ni en cerrar. Echó un vistazo a la cadena; quizás podría desenredarla, pero después tendría que dejarla como la había encontrado, y no estaba segura de poder hacer ninguna de las dos cosas, porque la forma en la que estaba puesta era un poco enrevesada.

Contrariada, Nina dio una vuelta, mirando a su alrededor. El resto de la zona de caravanas estaba rodeado por una valla metálica, y tratar de escalarla no le parecía una idea muy decente… pero por la parte que lindaba con el río no había semejante verja; esta llegaba únicamente hasta la baranda y el muro de piedra que separaban el arroyo del resto de la zona, un poco más elevado. Se acercó hasta allí; la baranda era bastante ancha. Si caminaba por ella un corto trecho se colaría en el recinto de la carpa del circo; y si avanzaba un poco más, llegaría al de las caravanas.

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Mariana se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y le estampó la tarjeta que la identificaba como gestora del nivel 9 en medio de la cara. Después de frotarse la nariz por un momento, Noscario Ciforentes logró recomponerse lo suficiente para echarle un vistazo.

—Esto… podría ser falso —musitó.

—No, espera —dijo una mujer de entre los que se habían levantado—. Si el rango de seguridad es correcto, debe de ser verdad. Esas identificaciones son muy difíciles de falsificar.

Mariana empezó a gruñir por lo bajo, mientras su carnet pasaba de mano en mano hasta llegar a la mujer; que, un momento después, lo certificó como verdadero.

—Bueno —respondió a eso Garvelto, desconcertado—, aún puede ser que de verdad sea la gestora del nivel 9, y esté en el ajo con Gidolet…

—Eso no es muy probable —reconoció Ciforentes, aunque disgustado—. Que nosotros sepamos, los altos cargos de la policía están comprados, pero hasta el momento Gidolet ha hecho todo lo posible por no alertar a la autoridad civil.

—¿Quién es ese Gidolet? —bramó Mariana, que no entendía gran cosa; y a la vez señaló a la mujer que tenía su carnet—. Devuélvame eso.

—Se llama Nicodémaco Gidolet, ¿no es así? —dijo tranquilamente Godorik, que durante todo el amago de conmoción no se había movido de su asiento—, y está desarrollando alguna clase de implantes robóticos que, supongo, le ayudarán a controlar a la población.

—Sí, eso es —corroboró Ciforentes, rascándose la cabeza—. Pero dígame, ¿quién es usted?

—Alguien que se ha metido hasta el fondo donde no le llamaban en absoluto —contestó Godorik—. Pero si en todo este tiempo me he convencido de algo, es que hay que detener a ese Gidolet… y probablemente remodelar un par de cosas en esta ciudad. Aún no estoy seguro al cien por cien de qué es lo que pretende, pero ahora mismo hay un doctor allá abajo analizando la patente de uno de sus implantes, y…

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—Le ha cortado las espinas —observó.

—Pues claro —él soltó una carcajada—. La llevo en la manga desde que salimos. ¿No creerá que quiero desangrarme?

Cuando salieron del restaurante, ya eran más de las doce. Ray pagó la cuenta, y Tony Altoviti les regaló unas piruletas, que esgrimía como si fuera un pediatra en una casa de los horrores. Ya en la calle, se percataron de que Nina había perdido el último viaje del metro, por lo que Ray se ofreció a acompañarla a su casa.

—¡Está usted loco! —protestó ella—. Está demasiado lejos para ir andando. Cogeré un taxi.

—Yo se lo pagaré —dijo él.

—No se atreva —bufó ella.

Remoloneando un poco por el barrio, llegaron de nuevo al riachuelo junto al Circo Berlinés. Avanzaron un poco por la calle adoquinada que lo flanqueaba, hasta que Ray se detuvo a recoger una piedra del suelo y la lanzó al agua. Los dos se pararon junto a la baranda, viendo cómo pasaba aquel pequeño arroyo, lleno de hojas y ramas secas.

Finalmente, Ray alargó la mano, y rozó la de Nina. Los dos apartaron la vista del agua, y la dirigieron hacia el otro.

—Es… —confesó Ray, al cabo de medio minuto—. ¿Sabe? Es usted muy hermosa.

Nina se acercó un poco más; tanto, que tuvo que levantar la cabeza para mirar a los ojos de Ray, que quedaban a medio palmo por encima de los de ella.

—¿Piensa usted besarme antes de tutearme? —preguntó con suavidad.

Ray rió.

Eres muy hermosa —corrigió.

Tomó las mejillas de ella entre sus manos, y la besó. Se separaron al cabo de un momento, y entonces ella volvió a besarle a él.

—Me alegro de que Amden te sacara de voluntaria —cuando volvieron a separarse, él soltó una carcajada.

—Seguro que el sorprendente Rupertini sabía lo que hacía —sugirió ella, y él volvió a reír—. Perdóname, Ray, pero es tarde, y tengo que irme.

—Claro —suspiró él—. ¿Cuándo vendrás otra vez?

—Pronto —aseguró ella—. Mañana, si puedo.

Mientras ella paraba un taxi y le daba las señas de su apartamento, Ray la contempló pensativo.

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—¡Psssssst! —susurró Ciforentes—. ¡Un poco más bajo! No queremos que nos oigan en todo el edificio…

—¿Ha dicho usted «Gidolet»? —lo interrumpió Godorik, con un gruñido.

—Sí —corroboró el hombre—. ¿Qué ocurre? ¿Qué sabe usted de Gidolet?

—Eso es lo que iba a preguntarle yo a usted —carraspeó Godorik; pero después, para evitar que aquel diálogo de besugos continuara, explicó—. Verá… todo esto es una larga historia, pero el caso es que a mí también me dispararon esa noche.

Ciforentes le echó un ojo de arriba a abajo.

—Parece usted muy vivo para eso —dijo.

—Gracias a una larga serie de casualidades, conseguí salvar mi vida —bufó Godorik—, pero tengo motivos para sospechar que el responsable de todo esto es el cabecilla de una conspiración. Esa es la auténtica razón por la que estamos aquí. Y ahora dígame: ¿qué saben ustedes de todo esto?

Su interlocutor frunció el ceño aún más, y casi saltó de su sillón mientras ladraba:

—Está usted completamente en lo cierto; el autor de todo esto es el cabecilla de una horrible, tremenda conspiración. Y alguien con el suficiente dinero y contactos como para averiguar que estaríamos reunidos aquí esta noche, y enviar a sus mercenarios a infiltrarse bajo cualquier pretexto y averiguar qué sabemos sobre él.

Mariana, sintiéndose amenazada, se levantó, al igual que hicieron muchos de los sentados en el sofá.

—¡Eso es! —masculló Garvelto—. ¡Esto es demasiado raro!

—¡Seguro que son hombres de Gidolet! —dijo alguien más.

—Sí —asintió Ciforentes—. No estaba seguro al principio, pero saben demasiado para ser otra cosa. Y, señora, esa historia de que es usted la gestora del nivel 9…

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—Si le sirve de consuelo, también tengo afición por Hugo y Dumas —rió Nina—. ¿Es eso suficientemente romántico para usted?

Ray tuvo que darse por satisfecho, y continuaron comiendo en silencio por un momento. Entonces, volvió a hablar:

—Y dígame… ¿cómo es posible que una joven hermosa y bien educada como usted, que tendrá pretendientes por centenares, está aún soltera?

—Es… algo difícil de explicar —confesó Nina—. Tuve una relación un tanto tormentosa hace unos años… con un compañero de la universidad; y desde entonces he preferido tomarme las cosas con algo de calma.

—Entiendo. Perdone la indiscreción.

—No se preocupe. Pero, ¿qué hay de usted? —Nina lo taladró con la mirada—. Un joven apuesto y agradable como usted tendrá sin duda éxito con las mujeres. ¿Deja una novia en cada ciudad?

Ray la miró horrorizado, y Nina se imaginó que no andaba muy lejos de la verdad.

—Por supuesto que no —negó él, atropelladamente—. ¿Cómo puede pensar una cosa así?

Nina rió.

—Tengo que decirle —añadió— que, pese a este riesgo recién descubierto de que resulte usted un casanova consumado, me lo estoy pasando muy bien.

Ray contestó con una sonrisa, y, apoyando el codo en la mesa, alzó la mano. Comenzó a mover los dedos, con el aire de un prestidigitador, y un momento después había aparecido en su mano una rosa roja.

—Lo mismo digo, señorita —dijo, entregándole la flor a Nina.

—¿Cómo ha hecho eso? —quiso saber ella, boquiabierta.

—¡Ja! —rió él—. A veces, uno aprende algunas cosas del sorprendente Rupertini.

La joven examinó la flor. Tenía cortadas las espinas del tallo, y estaba un poco aplastada, pero por lo demás era una flor de verdad.

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—Godorik —se presentó Godorik, y se la estrechó—. Yo soy el testigo del que estábamos hablando.

—¡Anda! —exclamó alguien entre los sectarios.

—¿Qué dice? —preguntó otro.

Noscario Ciforentes abrió unos ojos como platos.

—¿Es eso cierto? —inquirió, pero no esperó a que le respondieran—. ¿Puede usted decirnos que es lo que pasó con nuestros compañeros?

—¿Esa gente eran compañeros de ustedes? —farfulló Godorik.

—Sí; eran miembros de esta organización —explicó Ciforentes, dejándose caer en un sillón y ofreciendo asiento a Godorik y a Mariana—. Creemos que fueron atacados por mercenarios de una organización que… pero no sabemos nada seguro, aunque, desde luego, esperamos lo peor.

—Hacen bien —gruñó Godorik, sentándose—. No sé qué pasó allí aquella noche, pero llegué a ver tres cadáveres; y no puedo hacer otra cosa que suponer que los tiraron al Hoyo.

—¡Al Hoyo! —se lamentó Ciforentes—. ¡Ese desgraciado de Gidolet!

Godorik pegó un bote en su asiento.

—¿Cómo? —exclamó.

Pero Noscario Ciforentes había vuelto su atención al resto de los allí reunidos, que también parecían tremendamente indignados.

—Es increíble —decía Garvelto—. Esa gente son monstruos… no tienen ningún respeto por la vida, ni por la dignidad humana, ni por…

—¡Mi pobre Ansermio! —sollozaba una mujer en uno de los sofás, mientras varias personas trataban de consolarla—. ¡Tan joven! ¡En el Hoyo!

—¡Tenemos que detener esta locura! —mascullaba Ciforentes—. Si no hacemos nada, destruirán esta ciudad y todo lo que…

—¡EH! —Mariana hizo chasquear los dedos y alzó la voz—. ¡Escúchenme! ¿De qué va esto?