Cualquier otro lugar · Página 24

Nina alzó una ceja. Ray movió la mano, quitándole importancia.

—Se le pasará —aseguró, y abrió la carta del menú y se la entregó a Nina—. Bueno, ¿qué le apetece?

Nina volvió a cerrar la carta, sin mirarla.

—No conozco el lugar —dijo—, así que tomaré lo que usted me recomiende.

—No para usted de dejarme a mí todas las decisiones, ¿eh? —se quejó él. Ella le sonrió, pero no dijo nada—. Si le gustan los champiñones, le recomiendo una Carbonara.

A Nina le pareció bien, y pidieron un rato después, cuando Tony Altoviti (que en realidad solo estaba fingiendo estar ofendido) se dignó a volver a salir de la cocina. Las pizzas, sin embargo, las trajo muy pronto; y Nina tuvo que admitir que, para el aspecto del establecimiento, su sabor era bastante bueno.

—Así que estudia usted filología francesa —comentó Ray, mientras comían—. Entonces, tendrá que conocer a todos los grandes autores.

—Sería de esperar —rió ella.

—¿Sería de esperar? —se extrañó él—. ¿No es usted una alumna muy aplicada? Palabra de honor que tiene usted cara de alumna muy aplicada. A ver, ¿cuál es su autor favorito?

—Zola, seguramente —contestó ella, tras un instante.

—¿Zola? —exclamó él—. No me diga eso. Tuvimos que leerlo en el colegio; y tengo que decir que era un peñazo.

—Así que sí fue usted al colegio —apuntó Nina, con sarcasmo.

—¿Cree usted que soy una especie de salvaje de la selva? —protestó Ray, y se echó hacia atrás en la silla, moviendo la cabeza desaprobatoriamente—. Señorita, una jovencita tan agradable y hermosa como usted no puede tener a Zola por autor favorito. A usted tiene que gustarle algún poeta romántico, a saber, quizás Nerval, o Musset, o Lamartine. Escoja alguno, el que quiera, pero, por favor, no mencione a Zola.

Godorik, el magnífico · Página 150

Godorik y Mariana intercambiaron una mirada. Ninguno de los dos estaba muy seguro de hacer lo correcto, pero accedieron a pasar al apartamento.

En el salón, para su sorpresa, se encontraron con más de quince personas reunidas, charlando y cuchicheando entre sí. Como estaban sentadas en el sofá y los sillones y alrededor de la alfombra, daban la impresión de ser el círculo de una secta; solo les faltaban las capuchas y la hoguera ritual en el centro de la habitación. Eso, y no haberse reunido en el comedor de un ancianito en el nivel 18.

—¿Qué es esto? —protestó Godorik, parándose en seco y deteniendo a Mariana, que parecía dispuesta a meterse alegremente en cuantas bocas del lobo se le pusieran por delante—. ¿Qué está pasando aquí?

—Siéntense, señores, y se lo explicaremos —carraspeó el hombre—. Aunque, antes de nada, tengo que pedirles que no revelen nada de lo que van a oír aquí ahora… o podrían encontrarse en grave peligro.

—¿Es eso una amenaza? —Godorik frunció el ceño.

—No; el peligro no somos nosotros —el otro le devolvió el mismo gesto—. Pero, por lo que se ve, están ustedes aquí porque saben que ya se han cometido varios asesinatos.

Mariana volvió la cabeza hacia Garvelto.

—Dijo usted a la policía que no sabía nada.

—¿Cree que quiero que me detengan? —refunfuñó el viejo.

—¿Qué quiere decir?

—La policía, señora, como imagino que ya habrá usted podido comprobar, no es de fiar en este asunto —intervino el otro.

Los allí reunidos, que escuchaban con atención, empezaron a murmurar.

—¿Es usted otro conspiracionista? —dijo Mariana, airada.

—Mariana, espera —interrumpió Godorik—. Recuerda lo que me ha pasado a mí.

—¿Qué le ha pasado a usted? —preguntó el hombre, y le tendió la mano—. Me llamo Noscario Ciforentes, por cierto.

Cualquier otro lugar · Página 23

—Huh. —el trapecista se rascó la cabeza—. Me encantaría llevarla a un restaurante caro y romántico, o algo por el estilo, pero me temo que este barrio no es el lugar más adecuado para eso. Así que… ¿le gusta la pizza?

Nina no pudo evitar estallar en carcajadas.

—Lo que usted quiera —dijo al fin—. Le he pedido que me sorprenda, al fin y al cabo.

—Desde que llegamos aquí hemos estado yendo a un italiano que hace unas pizzas magníficas —explicó él—. Desde luego, no es el lugar más romántico del mundo, pero no conozco otro en el que esté seguro de que la cena va a ser comestible.

Nina volvió a reírse. Ray interpretó eso como un consentimiento, y los llevó a Altoviti Pizza & Pasta, que estaba tres calles más alla y era un restaurante italiano muy pequeño, encajonado entre dos edificios más grandes, y al que se le veía a la legua que no tenía excesivo presupuesto. Cuando pasaron la puerta, sonó una campanilla; se sentaron a una mesa cerca de la ventana, y no tardó en aparecer un hombre gordo con una camisa de cuadros, un bigote poblado, un bolígrafo detrás de la oreja y un gorro de cocinero.

—¿Qué se ofrece? —saludó, con un marcado acento italiano—. ¡Hoy con una chica hermosa! —añadió, guiñando un ojo a Ray. Este se llevó la mano a la boca, para que no lo vieran reírse.

—Esta es una señorita de las de verdad, Tony —avisó—, así que será mejor que no le quemes la pizza.

—¡Quemar la pizza! —se indignó Tony Altoviti—. ¡Yo, quemar la pizza! ¡Yo jamás quemo una pizza! ¡Habráse visto semejante cosa! —y, lanzando la carta contra la mesa, se dio la vuelta y se dirigió hacia la cocina.

—¿Se ha ofendido? —preguntó Nina en voz baja.

—Ni idea —admitió Ray—. No hay manera de saberlo con este hombre.

Godorik, el magnífico · Página 149

—Como ya le he dicho, soy la gestora del nivel 9 —después de sentirse intimidada por un momento, Mariana contraatacó adelantándose de nuevo; el otro, que estaba bien asomado a la puerta, se retiró un poco—, y tengo un interés personal en este caso; y he de decir que la actitud del señor Garvelto, aquí presente, ha sido desde el principio realmente sospechosa.

—¿Y por eso han venido a su casa a intimidarle en medio de la noche? —dijo el hombre—. ¿A un ancianito?

—Oiga, nosotros solo… —intentó intervenir Godorik, al que, tal y como estaba pintando las cosas aquel tipo, no le parecía de repente que su conducta fuera la más apropiada del mundo.

—¿Y usted qué es? —lo interrumpió Mariana, haciendo que Godorik estallase en un suspiro exasperado—. ¿Su hijo? ¿Su nieto? ¿Qué tiene usted que ver con todo esto?

El hombre carraspeó.

—Soy una de las personas que hacen uso de ese local con frecuencia —dijo—. Señora, respóndame con sinceridad: ¿eso de que hay un testigo que presenció los asesinatos es cierto?

—Sí —contestó Mariana, confundida.

—¿Y usted solo pretende resolver el caso en beneficio de los habitantes de su nivel? ¿No es un agente de la policía?

—No; pero si no colaboran ustedes conmigo, es probable que un agente de la policía auténtico se presente aquí pronto.

—No hay necesidad de amenazas —exclamó el otro, airado, y abrió la puerta—. Pasen.

—¡No! —se quejó Isebio Garvelto, mirando a su compañero con incredulidad—. ¿Vas a fiarte de ellos?

—Parece que ellos tienen información que necesitamos, y que nosotros tenemos información que necesitan ellos. ¿Qué salida tenemos?

—Así que saben ustedes algo —lo acusó Mariana.

—Enseguida se lo explicaremos —escurrió el otro el bulto—. Como ya sabe, o imagino que al menos sospecha usted… esto es un asunto muy serio.

Cualquier otro lugar · Página 22

—Qué tontería. Claro que no —negó él—. Ya me he caído varias veces… casi todas al principio. Una vez casi me abro la cabeza, pero por lo demás nunca me ha pasado nada grave. Cuando uno es joven, es muy elástico.

Nina lo miró, y no pudo contener una risa.

—¿De qué se ríe? —preguntó él, contagiándose.

—Es usted una persona bastante peculiar —contestó ella.

—Eso es bueno, supongo —dijo él.

Ella sonrió.

—Dígame… —empezó Ray, tras un momento— termino sobre las nueve. Imagino que no tendrá usted tiempo ni ganas de esperar aquí toda la tarde…

—No tengo nada que hacer hoy.

—¿Le apetece que la invite a cenar? —preguntó entonces él, directamente.

—Me encantaría —respondió ella.

Antes de que comenzara el espectáculo, fue a devolver la taza; y después se sentó de nuevo en su sitio, en la última fila. La siguiente función se le hizo eterna. Ya era la tercera vez que la veía, y las tonterías de los payasos habían perdido su gracia hacía rato. Incluso los trucos del mago comenzaban a parecerle mundanos y aburridos. El perrito del tutú, sin embargo, volvió a hacerla reír.

A las nueve y cinco apareció de nuevo Ray, duchado y arreglado y vestido con lo que parecía su mejor jersey.

—Sigue aquí —constató, al verla—. Pensé que se habría muerto de tedio hace horas.

—Admitiré que, por hoy, su número es lo único que volvería a ver con gusto —respondió Nina, sonriendo.

—Es un buen compromiso —Ray soltó una risita—. ¿Vamos?

Nina cogió el brazo de su acompañante, y salieron al helado exterior. Cruzaron el puente, y se adentraron en el barrio.

—¿Qué le apetece? —preguntó Ray, cuando al cabo de un rato trataban de decidir a dónde ir.

—No tengo preferencias —dijo Nina—. Por favor, sorpréndame.

Godorik, el magnífico · Página 148

Isebio Garvelto se retorció las manos nerviosamente. Volvió a echar un vistazo a las puertas junto a la suya, y después volvió la cabeza para mirar al interior. A Godorik empezó a darle algo de lástima; se veía que estaba muy alterado.

—No voy a dejarles entrar en mi casa, me da igual el pretexto que tengan —farfulló, aunque abrió un poco más la rendija y sacó el resto de la cara—. ¿Cómo dicen que ahora están seguros de que fue un asesinato?

Mariana entrecerró los párpados y dirigió al señor Garvelto una mirada valorativa.

—Varios asesinatos —carraspeó, al cabo de un momento—. Hay un testigo ocular.

—¿Qué? —se sobresaltó el anciano, y se echó hacia atrás. Por un momento pareció que iba a perder los papeles, aunque luego se controló; pero esa reacción hizo que Godorik, de repente, diese mucho más crédito a la afirmación de Mariana de que aquel hombre tenía más que ocultar que ellos mismos—. ¿Qué dice? ¿Qué testigo?

—Como le digo, hay un testigo que afirma haber visto cómo se cometían tres asesinatos delante de su local, mientras la persiana estaba abierta —resumió Mariana. Isebio Garvelto empezó a gesticular, pero no consiguió abrir la boca antes de que otro hombre apareciera desde el interior de la vivienda, y lo apartara a un lado para encararse con los extraños.

—¿Un testigo ocular? —repitió, con el ceño fruncido. Era un hombre joven, afeitado a la penúltima moda y de mirada muy penetrante.

Mariana se sobresaltó; no había esperado que alguien más surgiese de la nada así, de repente. Dio un paso atrás, preguntándose si tendría que defenderse, lo que le parecía mucho más probable de su nuevo interlocutor que del pobre Garvelto.

—Así es —gruñó, no obstante—. ¿Quién es usted?

—No, ¿quién es usted? —respondió el otro—. O, mejor dicho, ¿quiénes son ustedes, y qué tienen que ver con ese caso?

Cualquier otro lugar · Página 21

—Nada —dijo Ray.

—¿Nada? —se extrañó ella.

El joven hizo un gesto de disgusto.

—Antes de empezar, nervios —aclaró—. Pero, una vez en el aire, nada en especial. Uno está demasiado concentrado como para preocuparse mucho por ninguna cosa.

—Qué extraño —comentó ella—. Si yo tuviese que subir ahí, me moriría de miedo.

—No creo —aseguró él—. Las primeras veces sí, tal vez. Pero, cuando llevase diez años haciéndolo, no le daría a usted más miedo que el que le da transportar un café caliente.

—¿Lleva diez años trabajando en esto? —preguntó Nina—. ¿Qué edad tiene?

—Justos —Ray dio un sorbo a su café—. Empecé con quince, y tengo veinticinco. —se volvió para mirarla, con aire sarcástico—. Y ahora le preguntaría qué edad tiene usted, pero supongo que me contestaría que tiene dieciséis. ¿No es eso lo que hacen las mujeres?

—Tengo veintitrés —protestó Nina, airada—, y sería bastante exagerado tratar de pretender que tengo dieciséis.

—Me alegro —Ray soltó una carcajada.

—¿De qué?

—De que no tenga dieciséis —el joven le guiñó un ojo. Nina no supo si sentirse ofendida o no, así que lo dejó estar.

—¿Cómo puede haber empezado a actuar con quince años? —quiso saber—. ¿No es eso ilegal? A esa edad debería estar todavía en el colegio.

Ray volvió a mirarla con sarcasmo.

—En realidad, empecé un poco antes —dijo—, pero al trapecio no me subí definitivamente hasta los quince.

—¡Con lo peligroso que tiene que ser subirse a un trapecio! —siguió ella—. ¿Qué pasa si se cae?

—Bueno —él se encogió de hombros—, puede ser problemático, sí.

—Se mata, seguro —dijo ella.

Godorik, el magnífico · Página 147

—Ya, ¿y qué? Estoy casi segura de que ese hombre tiene más que ocultar que tú y que yo.

—Mariana —resopló Godorik—, tú quieres que te metan en la cárcel, ¿verdad?

Ella se echó a reír.

—Godorik, eres tan buen ciudadano —le espetó—. Venga, subamos.

Y se dirigió hacia las escaleras. Godorik se quedó por un momento plantado en el sitio; hasta que por fin la siguió, airado.

—Pues estupendo —refunfuñó para sí—. Lo que tú veas.

En el segundo piso los estaba esperando Isebio Garvelto, parapetado detrás de la puerta de su apartamento y dejando asomar únicamente a través de la rendija una nariz torcida y un arrugado ojo verde y acusador.

—¿Saben qué hora es? —tronó, sin ampliar la rendija, en cuanto los vio aparecer por las escaleras—. ¡Señora, si cree usted que por tener un carnet de empleada de la Computadora puede ir despertando a la gente impunemente…!

—Deje de armar escándalo, o será usted quien despierte al resto de sus vecinos, con carnet de empleado de la Computadora o sin él —le espetó Mariana.

Garvelto, que a través de la rendija parecía un hombre mayor, escuchimizado y de piel fláccida y arrugada, miró nerviosamente a su alrededor, y bajó tanto la voz que Mariana tuvo que acercarse mucho para poder oír qué decía.

—En cualquier caso, váyanse —gruñó—. Ya les he dicho que no sé nada de esa sangre, ni de ningún asesinato, y que quién entre y salga de mi local es cosa mía, y solo mía…

—Señor Garvelto, respecto al tema de lo ocurrido frente a su local, hasta ahora la policía ha tenido que trabajar sin una hipótesis clara —explicó Mariana—. Ahora estamos seguros de que se llevaron a cabo varios, no uno sino varios, asesinatos. ¿Va a dejarnos entrar, o prefiere que sigamos discutiendo esto en el rellano, donde cualquiera puede estar escuchando?

Cualquier otro lugar · Página 20

El trapecista salió un momento después.

—Lo siento —dijo—. Menudo es. Él puede hacer lo que quiera, y los demás…

—Por favor, no se preocupe —contestó ella—. No pasa nada. Uhm… —dudó— ¿quizás… le apetezca salir un rato esta tarde?

—Tengo otra función a las siete —se disculpó él, contrariado.

—Oh —suspiró ella—. Lo siento, no lo sabía. Debe de ser agotador.

—No, en absoluto —negó él, y un momento después añadió—. Aunque no me vendría mal un café.

—Iré a buscarle uno —se ofreció Nina.

—No se preocupe —dijo Ray—. Ya voy yo.

—¿Vestido así? —señaló ella—. ¿Y con el frío que hace? No, no, yo iré. No es problema.

—Es muy amable por su parte —se resignó él.

—¿Café con leche? —preguntó ella, yendo hacia la entrada.

—Por favor —asintió él.

Nina salió del recinto y fue hasta la cafetería más cercana. Al cabo de un rato volvió transportando una taza caliente de café con leche; encontró a Ray donde lo había dejado, en un extremo de la pista, observando ensoñado los trapecios que colgaban de la carpa.

—Aquí tiene —le entregó la taza. Ray la tomó y sonrió.

—Gracias —dijo—. ¿Qué le debo?

—No me debe usted nada —Nina sacudió la cabeza.

—No diga tonterías. ¿Cuánto ha sido?

—No ha sido nada —repitió Nina—. Y no insista más, o yo tendré que insistir en pagarle la entrada.

Eso calló a Ray, que se llevó la taza a los labios y volvió a perderse en sus pensamientos, mirando al techo. Con la escasa iluminación que había en la carpa, y el color azul de esta, los trapecios y demás cuerdas que colgaban de ella tenían un aspecto sobrenatural.

—¿Qué se siente? —preguntó Nina—. Al subirse ahí, quiero decir.

Godorik, el magnífico · Página 146

—¿Quién es? —ladró, al cabo de un minuto, una voz a través del telefonillo—. ¿Qué quiere?

Mariana y Godorik intercambiaron una mirada cargada de significado. Ella contestó con otra pregunta:

—¿Es usted el señor Isebio Garvelto?

Se hizo un nuevo silencio.

—Sí —gruñó el altavoz al fin—. ¿Quién es usted? ¿Qué quiere? ¿Qué horas son estas para ir a despertar a la gente decente? Le juro que voy a llamar a la policía si no…

—Soy Mariana Pafel, gestora del nivel 9 —lo interrumpió Mariana—. Hemos hablado con anterioridad.

—¿Qué quiere? —repitió la voz una vez más, en esta ocasión con tono aún más aprensivo.

—Este es un asunto muy importante —aseguró ella—. Necesito hablar con usted.

—¡No, no! —perdió los estribos el señor Garvelto—. ¡Vuelva en otro momento! ¡Mañana!

Godorik, al que no le gustaba el cariz que estaba tomando aquello, intentó intervenir. Pero Mariana lo detuvo con un gesto brusco.

—No. Ahora —dijo—. Esto es urgente; está relacionado con los asesinatos ocurridos en el nivel 9.

—Pero… —empezó la voz.

—O baja usted, o subo yo —gruñó Mariana.

—Suba. Suba —concedió por fin el hombre, aunque con timbre muy estresado, y sin añadir nada más pulsó el botón que abría la puerta.

—Mariana, pero ¿qué tienes en la cabeza? —siseó Godorik, mientras entraban, y se detenían en el portal—. ¿Cómo se te ocurre darle tu nombre real? Y ¿cómo vamos a subir ahora los dos juntos? ¡La policía te relacionará conmigo enseguida!

—Calma, calma —dijo Mariana—. No te sulfures. Ese señor no tiene por qué saber quién eres tú.

—No, pero la policía tiene recursos suficientes para identificar mi descripción. Y además, ¿para qué lo has hecho creer que esto es algún tipo de visita oficial? ¡Va a ser evidente en un momento que no lo es!