Cualquier otro lugar · Página 14

—Lo hizo usted muy bien —afirmó Nina—. ¿Por qué le cogieron a usted?

—Uhm… —dudó Ray—. Necesitaban a alguien ágil.

—¿Ágil?

—No puedo revelarle los secretos del sorprendente Rupertini —soltó él, con una carcajada.

—Por supuesto que no —concedió ella—. Discúlpeme.

—No hay nada que disculpar. Es el deber de usted tratar de sonsacarme los secretos del oficio, y es mi deber ocultárselos a usted. —dijo Ray—. Entonces, ¿no fue una sustitución excesivamente desastrosa?

—En absoluto —dijo ella.

—Me alegro de oír eso —contestó él—. Estaba un poco nervioso. No quería… si me permite la expresión, joder el número final.

Nina sonrió.

—Bueno, todo fue bien —dijo.

—Por suerte —comentó él. Habían llegado de nuevo a la puerta del recinto; Ray soltó el alambre que se usaba para mantenerla cerrada, y abrió—. ¿Quiere pasar?

—Pensé que no se podía pasar —contestó ella.

—Si la invitan, por supuesto que puede pasar —aseguró él—. De todas maneras, solo voy a darle el jarabe a mi tío.

Nina pasó, y esperó un momento frente a la autocaravana mientras Ray abría la puerta de esta.

—¡Capuleto! —gritó al interior de la caravana—. ¡Tu jarabe! Rosa, me han dicho en la farmacia que no se lo tome más que cada seis horas.

Un momento después, Ray cerró la puerta y volvió junto a Nina.

—Bueno —dijo—. ¿Hay algún lugar al que pueda llevarla? ¿Algo que pueda hacer por usted?

Godorik, el magnífico · Página 140

Agarandino se mostró más que dispuesto a analizar los planos de la patente que Godorik había traído consigo. Cualquier cosa que tuviera remotamente que ver con la iniciativa 2219 le parecía de repente digna de su atención.

—Tardaré un poco, pero pronto podré decirte exactamente qué hace este cacharro —aseguró—. Ten algo de paciencia.

—Sí, con calma —dijo Godorik, que no creía que de los detalles de lo que hacía aquel implante pudiera extraerse mucha más información de la que ya le había proporcionado: que la amenaza de Gidolet era seria y tenía realmente algo que ver con cyborgs—. Mientras tanto, doctor, voy a seguir su segunda sugerencia.

—¿Qué sugerencia? —se extrañó Agarandino.

—La de investigar los asesinatos que se produjeron la noche que también me dispararon a mí. Tenía usted razón; es algo que debería haber hecho antes. Y sin embargo…

—¡Ah, sí! Si es que no estás hecho para este negocio —se burló de él el doctor.

—¿Negocio? —bufó Godorik—. ¿Qué negocio?

—El de los detectives justicieros.

Godorik no contestó, cada vez más molesto. Se marchó al poco tiempo, y se dedicó a refunfuñar para sí mientras subía a la ciudad. Llegó al nivel 11, que era donde vivía Mariana, y se dirigió a casa de esta. La conocía bien, así que pudo localizar sin problema la ventana más adecuada para colarse: la del cuarto de baño, que solía quedarse entreabierta para que pudiera escapar la humedad. Además, daba a una calleja secundaria y no a la calle principal, lo que le convenía.

Después de asegurarse de que no había nadie cerca, escaló hábilmente por la pared, y llegó en un santiamén a la ventana en cuestión. La empujó para que se abriera un poco, metió un pie y lo afianzó sobre la cómoda que había debajo; después, agarrándose al marco, deslizó el resto de su ser hacia el interior. Cayó en cuclillas sobre la alfombra con un golpe seco, y se levantó enseguida.

Cualquier otro lugar · Página 13

Ray se rió.

—Y ¿qué actuación le gustó más? —preguntó.

—La de usted —contestó Nina, antes de reflexionar; cuando se dio cuenta, añadió un momento después, para disimular—. También la magia fue muy entretenida.

—Me halaga —comentó él, y tras una pausa dijo—. El otro día… me llamó usted la atención. Me pareció una joven muy elegante.

—Vaya. Gracias —respondió ella, sorprendida—. ¿Por qué me sacaron de voluntaria?

—Fue al azar, supongo —él se encogió de hombros—. Aunque Amden… el mago tiene una cierta debilidad por las chicas guapas.

—¿El sorprendente Rupertini? —preguntó ella.

—El sorprendente Rupertini —asintió Ray, divertido.

—Dígame —comentó ella tras un momento, aunque no muy segura de si era buena idea sacar el tema—, no es usted el ayudante del mago usualmente, ¿verdad?

—No —negó él, y frunció el ceño—. ¿Tanto se notó?

—No, no es eso —se apresuró a decir ella—. Es que… les escuché hablar durante la pausa.

—¿Nos estuvo escuchando a hurtadillas? —se sorprendió él.

—Por supuesto que no —aseguró la joven, ofendida—. Me acerqué a la entrada a la pista, sin intenciones de ninguna clase, y escuché por casualidad un par de frases; nada más. Ni siquiera las comprendí. Solo oí que a usted algo le parecía inapropiado.

Ray suspiró.

—La ayudante del mago, Belinda, estaba algo indispuesta ese día —explicó—. Problemas de estómago, nada serio; pero hasta el último momento fue un interrogante si se encontraría bien para participar, o no. En la pausa el jefe de pista decidió que no, y que yo tendría que sustituirla. Yo protesté porque no había ensayado nunca ese número. Pero de poco me sirvió.

Godorik, el magnífico · Página 139

—Usted tranquilo —bostezó Merricat.

—Lo mismo va por ti, Keriv —agregó Godorik, mirando al conserje con el ceño fruncido.

—¡Jefe! —protestó este, dando un paso atrás—. Yo nunca te delataría.

—Oh, es verdad —recordó el jefe de planta, volviéndose hacia Keriv—. ¿Qué haces tú aquí?

—Nada —el muchacho se frotó las manos nerviosamente—. Eh, lo mismo que ha dicho Godorik vale por mí. Yo no digo nada de que le he visto a usted aquí esta noche, y usted no dice nada de que me ha visto a mí.

Merricat arrugó la frente.

—Está bien —dudó—. Pero…

—Si me disculpáis, discutidlo entre vosotros —gruñó Godorik—. Yo tengo que marcharme.

—¡Espere, Díaz! —llamó aún el jefe de planta, mientras Godorik salía de la habitación y se largaba por el pasillo en dirección a la tercera planta—. No olvide comunicarme sus descubrimientos, ¿de acuerdo?

Godorik se volvió. Iluminada por la luz amarillenta que salía del cuarto del ordenador general, Merricat esbozaba una sonrisa tan falsa como ridículamente entusiasta, y hacía varios gestos de ánimo.

—¿Por qué no hay nadie normal en esta ciudad? —farfulló, y se apresuró en alcanzar las escaleras.

Cualquier otro lugar · Página 12

—Es… una larga historia —dijo ella, ruborizándose de nuevo.

Ray pareció algo cortado.

—No quiero incomodarla —dijo—. No es asunto mío.

—No me incomoda —aseguró ella—. Yo tampoco quiero apartarlo a usted de sus asuntos.

—Oh, uhm —carraspeó él, mirando la puerta de la farmacia—. No me aparta usted de mis asuntos. Aunque… si desea acompañarme dentro unos segundos, quizás pueda conseguirle a mi… tío algo de jarabe para la tos.

—Por supuesto —accedió Nina, sin pensar. Pero acompañó a Ray dentro de la farmacia, y esperó pacientemente mientras este compraba su jarabe. Al salir, se encaminaron de nuevo al recinto de las caravanas.

—Entonces, no le gusta el circo pero le gustó nuestra función —la pinchó él, mientras se dirigían hacia allí.

—La larga historia que antes he mencionado consiste en que uno de mis primos, el favorito para más señas, apunta maneras de don Juan —explicó ella, con una risita—. Ese día necesitaba una carabina, por alguna razón que yo misma no consigo explicarme; y no puedo decirle que no a mi primo favorito, ¿verdad?

—Supongo que no —concedió él—. ¿Era su primo el joven que estaba sentado a su lado?

—Sí.

—¿El que solo tenía ojos para aquella otra muchacha?

—Sí —Nina reprimió otra risa—, ese.

—Pues me parece un tanto de mala educación —aventuró él—, por parte de su primo, el llevarla a usted a un circo que no le gusta y después ignorarla por completo.

—No juzgue usted a mi primo tan duramente —dijo ella—. Es joven y atolondrado. Aunque no le negaré que llegada la oportunidad me cobraré este favor por otro.

Godorik, el magnífico · Página 138

—No quiero arriesgarme a que alguien consulte qué fichas han sido copiadas y vea esa, en solitario —contestó Godorik, que estaba aprendiendo la lección de la paranoia con cada vez más ahínco.

—¡Pero eso es una fuga de información masiva! —se quejó Merricat, aunque sin mover un dedo para detener a su ex-subordinado.

—Puede usted consolarse pensando que, si alguien ve la hora a la que ha ocurrido, usted será el último de la lista de sospechosos —respondió a eso Godorik, sarcástico.

No lo había dicho en serio, pero Merricat pareció efectivamente consolarse con ese pensamiento.

—¿Para qué le va a servir esa información, de todas maneras? —continuó protestando, no obstante—. Estoy seguro de que se necesitan conocimientos extensos de informática y medicina para entender cómo puede funcionar ese implante y sus circuitos. ¿Es que ahora también es usted médico, además de terrorista?

—Conozco a alguien que puede ayudarme con ello —contestó Godorik, sin picarse. La transferencia de información terminó en ese momento; volvió a guardarse el teledatáfono y cerró todas las fichas—. Bien, Merricat, Keriv; ha sido un placer encontraros a los dos aquí, pero ahora tengo que irme.

—Yo también —dijo rápidamente Keriv, que bajo ningún concepto quería quedarse allí a solas con el jefe de planta.

—Todos tenemos que irnos —añadió este, sin embargo—. Tengo un vídeo muy prometedor que filmar. Díaz, ¿me mantendrá informado sobre la marcha de su conspiración?

—¿Está usted loco? De ninguna manera.

—No sea así; ya le he dicho que no voy a delatarle.

—No, solo piensa hacer público todo lo que le cuente —bufó Godorik—. Si doy con algo que necesite comunicar a media ciudad, se lo haré saber. Y, Merricat, espero que cumpla usted con su palabra y no diga nada que pueda ayudar a que me detengan… como que me ha visto aquí esta noche, por ejemplo. En caso contrario, le aseguro que yo también encontraré una forma de chivarme sobre su identidad secreta como el Hombre Oficinista. Aunque tenga que hacerlo desde la cárcel.

Una bala para el príncipe · Capítulo XXX

Capítulo XXX

Siguiendo las indicaciones del chambelán de la princesa de Menisana, los padres y regentes y tutores y mánagers de Carlos Pravano y de Aletna Merentiana de San-Wick y Morestoves se dieron cuanta prisa pudieron por arreglar los detalles del matrimonio de sus respectivos retoños y protegidos. La boda se celebró por todo lo alto en la capital del país, y fue un espectáculo nacional. Hubo más invitados de lo que nadie podía contar, y más jolgorio del que la mayoría de estos podía digerir; y la pareja fue declarada marido y mujer con gran alegría de todo el mundo.

Pocos días después, cuando los padres y ex-regentes y tutores y mánagers de Carlos y Aletna consiguieron despertarlos de su monumental resaca y meterlos en un carruaje, partieron hacia Menisana en compañía de un gran séquito, para ser coronados reyes allí. Aletna, aunque decepcionada por irse tan pronto, no se opuso a volver a casa; y Carlos, que no había vuelto a hablar con disgusto del que antes llamaba país de los pedruscos desde que había conocido a su princesa, pareció contento de marcharse.

—Así por fin dejarás de darme la lata, Eduardo —dijo a su hermano mayor—. Quién lo iba a decir: ahora soy rey y tengo más autoridad que tú.

A esto siguió un sermón de Eduardo sobre sus nuevas responsabilidades como rey de Menisana, del que Carlos se tomó la libertad de no escuchar una palabra. Pese a todo, en el momento de la despedida hubo lágrimas y adioses sentidos, y Carlos invitó a sus dos hermanos a ir a visitarlo, aunque a ser posible no muy a menudo, en su nueva casa, esto es, el que ya había bautizado como palacio de las rocas.

—Dice Aletna que es un palacio normal, pero yo no la creo —fue lo último que dijo, antes de entrar en el coche descubierto que iba a transportarlos a Menisana—. Seguro que es un agujero excavado en una colina.

Eduardo, Ludovico y sus majestades los reyes contemplaron cómo el carruaje se alejaba, con las melenas de ambos príncipes (ahora reyes de Menisana) ondeando al viento.

—No sé si esto ha sido una buena idea —lamentó aún Eduardo, que, muy en su línea, ya estaba inquietándose de nuevo.

—Por supuesto que ha sido una buena idea —lo consoló el rey Alfonso, que se sorbía los mocos y se secaba las lágrimas con un pañuelo—. Se ve que se llevan muy bien.

—Me preocupa Menisana —admitió el príncipe heredero.

—¡Ah!, eso —exclamó Alfonso—. Hijo, te preocupas demasiado; eso seguro que también va bien.

Y así, restando la ausencia de Carlos en la corte de los Pravano, todo terminó por volver a la normalidad. En el asunto del atentado, del que ya casi nadie se acordaba porque por medio había habido demasiadas bodas, también se hizo justicia: el conde Nor fue despojado de su título, y este fue entregado a su hijo, Nicolasito Lucero, que aunque al igual que su madre no era especialmente brillante al menos prometía ser un conde más responsable y menos trapacero de lo que su padre había sido. Tanto él como María Lucero y la viuda Perquin quedaron más que satisfechos con este arreglo, y contaron en adelante con una vida muy acomodada. Ludovico Pravano, que también había tenido que ver en este asunto, lo olvidó rápidamente en cuanto estuvo solucionado, y volvió a lo suyo, que eran los libros y las ciencias. Y en ello siguió, sin que ni siquiera el tener que asumir algunas de las anteriores responsabilidades de su hermano Carlos lo obligase a socializar más de lo justo y necesario; todo apuntaba, y gran parte de la corte estaba segura de ello, a que algún día después de muchos siglos sería considerado un versado erudito y una eminencia en alguna cosa, aunque nadie sabía muy bien en qué.

Eduardo Pravano y Leonor Calet se casaron un año después, en una boda tan sobria y seria como extravagante había sido la de Carlos y Aletna, y con el beneplácito del buen rey Alfonso, que, como Ludovico había augurado, nunca decía que no a nada. Como el rey gozaba de buena salud, tardaron aún muchos años en heredar la corona; pero, cuando lo hicieron, fueron tan buenos monarcas como este lo había sido, y reinaron durante décadas en paz y justicia. Con Menisana (que contra todo pronóstico no se hundió en un agujero en la tierra bajo la administración de sus dos alocados reyes, sino que debido a su ahora ingente cantidad de fiestas y celebraciones pasó a ser un enclave turístico internacional) siempre mantuvieron la mejor de las relaciones; y, aunque se dejaron ver poco por Navaseca, y menos aún por el hotel Babilonia, siempre le guardaron un hueco en sus memorias como el lugar en el que se habían conocido, en medio de tantas extrañas circunstancias.

Y, así, casi todos los involucrados en esta historia vivieron felices y comieron perdices para los restos, para gran alegría de ellos y desesperación de los defensores de las perdices, que al final se ven perjudicados en casi todas las historias.

FIN

Cualquier otro lugar · Página 11

Pero, a pesar de esa especie de despedida, no hizo amago de entrar en el establecimiento. Nina volvió a sentirse muy incómoda.

—Lo mismo digo —contestó, y no supo qué más añadir.

Pasó un momento sin que nadie dijera nada, y finalmente el trapecista se dio la vuelta y fue a entrar en la tienda. Nina, que se sentía un poco violenta pero que no quería parecer descortés, y que por otra parte no podía dejar de reconocer que en cierto modo no deseaba que su acompañante desapareciese dentro de la farmacia tan pronto, reaccionó.

—Eh… quería decirle que el otro día me gustó mucho su actuación, y la función en general, señor… Ray.

«Rayo» Ray se detuvo en seco, como si también él hubiese estado esperando una excusa para continuar la conversación. Se volvió de nuevo; pero, esta vez, la miró con una chispa de diversión en sus penetrantes ojos azules.

—»Ray» no es mi apellido —protestó al fin—. Es mi nombre de pila.

Nina alzó una ceja, confundida, pero terminó por dejar escapar una risa.

—Discúlpeme —dijo.

—No, no, la culpa es mía —afirmó «Rayo» Ray, tendiéndole la mano—. No me he presentado. Soy Ray Sala, trapecista del Circo Berlinés; para servirle, señorita.

—»Rayo» Ray, ¿no? —completó Nina, estrechándosela

—Por favor —se espantó él, con una carcajada—, no me llame por ese nombre tan ridículo.

—Lo lamento —dijo ella, riendo también—. Yo soy Nina, Nina Mercier.

—Encantado de conocerla, señorita Mercier —contestó él—. Entonces, ¿le gustó la función?

—Si le soy sincera —admitió ella—, el circo no es mi espectáculo favorito. Pero sí; me gustó la función.

—¿No le gusta el circo? —se extrañó él—. ¿Y qué hacía allí el otro día?

Godorik, el magnífico · Página 137

—Nicodémaco Gidolet —comprobó—. Sí, es el mismo en cuya casa encontré ese papel… y la fecha también coincide; es el día en que me dispararon. ¡No hay duda, tiene que ser él!

En efecto, el nombre de Gidolet aparecía entre una corta lista de autores de la patente. Merricat abrió la ficha del número de la patente registrada, mientras Godorik tamborileaba nerviosamente con los dedos sobre la mesa. Tras un segundo, la pantalla mostró los planos de una pieza curvada, cargada de circuitos.

—¿Qué es eso? —se extrañó Keriv.

El jefe de planta navegó por la ficha hasta encontrar la descripción del ingenio.

—Es un implante para la columna vertebral —leyó.

Godorik se sintió a la vez aliviado (porque aquello casaba con su teoría conspiratoria) y alarmado (porque aquello casaba con su teoría conspiratoria).

—Pero ¿para qué necesita tantos circuitos? —preguntó el conserje.

—No lo sé; yo pensaba que los implantes de columna tenían suficiente con ser piezas metálicas macizas, y a lo mejor llevar un chip, a lo sumo —dijo Merricat—. Vaya, Díaz; su historia está sonando más verídica por momentos.

—Lo sé —gruñó Godorik, y sacó su teledatáfono—. Guarde aquí toda la información de esa patente.

—¿Para qué?

—Usted hágalo.

—No puedo hacer eso —protestó Merricat—. Copiar información privada de esa manera es ilegal.

—¿Y dejarme verla, y más aún, no llamar a la policía sabiendo que estoy aquí no lo es? —se burló Godorik—. Traiga; lo haré yo.

A regañadientes, el jefe de planta se dejó apartar del teclado, y miró con indolente desconfianza cómo el supuesto terrorista enviaba hacia su aparato no solo la ficha de la patente en cuestión… sino todo un bloque de otras fichas que no tenían nada que ver, sin ni siquiera mirar la mayor parte de ellas.

—¿Qué hace? —preguntó.

Una bala para el príncipe · Capítulo XXIX

Capítulo XXIX

Elina Goder y Juan Quiroga se casaron con gran precipitación, casi como una forma de desairar al público que seguía tomando tal enlace por imposible. Contrariamente a lo que nadie habría pensado, la boda se celebró por todo lo alto; la ceremonia tuvo lugar en la catedral, y fue seguida por un enorme convite en el restaurante Peñas, el más grande, renombrado y lujoso de Navaseca. Media ciudad se vio invitada, incluidos, con gran sorpresa, muchos que habían pasado la última semana criticando a la pareja con cuantos comentarios mordaces guardaban en su arsenal. La mayoría de ellos acudieron a la fiesta, no obstante; puesto que nadie quería perderse la ocasión de tener después algo que decir sobre ella, y más aún, nadie quería perderse la ocasión de comer y beber gratis. La celebración terminó siendo tan grande que hasta se presentaron muchos que no habían sido invitados, y que fueron atendidos también con gran liberalidad, hasta donde el aforo del local del señor Peñas lo permitió.

Elina Goder, sentada en la mesa de honor junto a Quiroga y a los parientes de ambos, que habían tenido que hacer el viaje a la ciudad expresamente para la ocasión (puesto que ni la familia de ella ni la de él eran del lugar), no las tenía todas consigo.

—Juan —le musitó al fin a Quiroga, en una pausa entre los discursos y las felicitaciones y la llegada de los copiosos platos en el menú—, todo esto es muy agradable, pero ¿cómo lo has pagado? ¡Debe de estar aquí casi toda Navaseca!

Juan Quiroga se mesó la barbilla.

—Es el momento de revelarte algo, Elina —le contestó, también en un murmullo—. En realidad, soy inmensamente rico.

—¿Cómo? —se sobresaltó ella.

—Mi familia posee grandes explotaciones ganaderas en la costa este —explicó Quiroga, encogiéndose de hombros— . Aunque la fortuna de mis padres tiene que dividirse entre mis varios hermanos, mi parte aún asciende a varios millones.

—¡Varios millones! —Elina casi se atragantó con el salmón—. Pero eso… ¿por qué no lo sabía nadie?

—Algunos pocos lo saben, como la señora Perquin —tosió Quiroga, mirando a la viuda Perquin, que con aire satisfecho bebía vino a grandes tragos en una de las mesas principales—, pero por lo demás me he guardado de mantenerlo en secreto hasta ahora.

—Pero ¿por qué?

—Porque no quería convertirme en el objetivo de las cazafortunas —Quiroga esbozó una sonrisa muy extraña—. Quería asegurarme de que quien se casara conmigo no lo hiciese por mi dinero.

Elina lo contempló por un momento, atónita.

—Así que ahora eres una de las personas más ricas de Navaseca —concluyó Quiroga—. Espero que ello no te disguste.

—Bien, es una sorpresa —carraspeó Elina, desconcertada—. Pero… ¿bienvenida sea, supongo?

Ahora que este ya no tenía un especial interés en ocultarla, la noticia de que Juan Quiroga era realmente tan rico se extendió por la ciudad en muy poco tiempo. Las madres con hijas casaderas se tiraron de los pelos al enterarse de que habían desaprovechado tal oportunidad; y los que antes hablaban mal de Quiroga y de Elina empezaron a morderse la lengua, puesto que, aunque los corroía la envidia y se sentían aún más estafados que cuando se anunció la boda, de repente no querían acabar a malas con alguien que tenía, al parecer, tantos posibles. Pese a todo, como era normal en Navaseca, se criticó todo lo que pudo criticarse discretamente; y, por supuesto, bajo cuerda se consideró que el bodorrio había sido de mal gusto, que Elina seguía siendo una mujer de baja estofa y que Quiroga había demostrado no poseer la única virtud que alguna vez le habían concedido, esto es, la de la honestidad. Sin embargo, ni Elina Goder ni Juan Quiroga dejaron que esta pasajera tormenta de celos y rencores afectase a sus vidas, como en realidad tampoco lo hizo la en cierto modo abrupta posesión de tal fortuna; y formaron, durante muchos años, un matrimonio bien avenido, y una de las parejas más razonables y más felices de Navaseca.