Cualquier otro lugar · Página 10

—Por supuesto —asintió Nina, aún con las mejillas coloradas.

«Rayo» Ray cerró la puerta y bajó los escalones de la caravana. Indicó cortésmente a Nina que lo acompañara, y la condujo fuera del recinto.

—¿Quién ha dejado esta puerta abierta? —preguntó, mientras cerraba la verja—. Esto no se puede dejar así.

—Estaba así cuando llegué —aclaró Nina.

Él asintió, y comentó que debía de haber sido cosa de los chavales, que nunca cerraban. A pesar de que honestamente ella no tenía culpa en aquel asunto, Nina volvió a ruborizarse; tanto, que cualquiera que la viese habría pensado que no solo ella había abierto la verja, sino que lo había hecho por la fuerza y con las peores intenciones.

El solar donde estaba instalado el circo estaba separado del centro del barrio por un pequeño riachuelo, junto al que transcurría un paseo de adoquines. Cruzaba el arroyo un pequeño puente de piedra, muy cerca de la entrada de la carpa de circo; Nina y su acompañante lo pasaron, y se detuvieron frente a la avenida que nacía en aquel punto y se internaba en el barrio. Tras un momento de incómodo silencio, «Rayo» Ray preguntó:

—¿Es usted de los alrededores?

—No —confesó Nina—. Soy del centro.

—Es una pena… —se lamentó él—. ¿No sabrá donde puedo encontrar una farmacia?

Nina sonrió, y sin decir nada paró al siguiente transeúnte con el que se toparon. Tras pedirle indicaciones, el hombre les proporcionó amablemente las señas de una farmacia cercana.

—Gracias por la ayuda —se lo agradeció «Rayo» Ray, cuando estuvieron frente a la puerta, y agregó—. Ha sido un placer.

Godorik, el magnífico · Página 136

—¿Qué? ¡Ah! —exclamó Merricat—. ¿Porque me ha contado una historia absurdamente fantástica, dice? No, verá… a mí me da igual que su historia sea verdad o no, mientras sea buena. El mundo de las videobitácoras funciona así… ¿Gidolet, ha dicho?

—¿Qué quiere decir con que «el mundo de las videobitácoras funciona así»? —se alarmó Godorik.

—Mañana mismo subiré su historia a la interred, por supuesto —Merricat se encogió de hombros.

—¿Está usted loco? —barbotó Godorik—. ¡Ni se le ocurra!

—¿Qué? ¿Por qué no?

—¡Porque me busca la policía! ¿Es que quiere que nos detengan a todos?

—¡Qué van a detenernos por eso! Por supuesto, no voy a airear que estuvimos todos aquí hoy… ya le he dicho que no puedo hacer eso… pero por contar la historia de su conspiración nadie puede echarnos el guante encima; al fin y al cabo, no es nada anticomputadora. Además, la policía debería pensárselo dos veces antes de intentar encerrarme sin pruebas… ya le he dicho que soy bastante famoso, y que mis actividades son públicas.

—No todas ellas —gruñó Godorik.

—Bueno, bueno: usted cierra la boca en lo que se refiere a mis asuntos, y yo prometo no publicar nada que pueda incriminarlo a usted. Es un buen trato, ¿no? Además, si todo eso de la conspiración es cierto, debería usted querer que el gran público se entere de ello, y esté sobre aviso… ¡Ah, aquí está! ¡Gidolet!

El último argumento de Merricat hizo que Godorik se replantease su postura. Era verdad: si podía sacar a la luz la historia de aquella conspiración, ya habría ganado algo, y en el caso de que ocurriese lo peor al menos alguien podría prepararse para ello. Pero el repentino anuncio del jefe de planta de que había encontrado a un Gidolet en la lista de patentes le hizo olvidarse de todo ello, y se volvió ansiosamente hacia la pantalla del ordenador.

Cualquier otro lugar · Página 9

—¡Eh!, oiga —gritó—. Aquí no se puede entrar.

Nina lo miró por un momento. Se mordió el labio inferior, y se preguntó por qué había venido allí. Confusa, contestó al hombre de la ventanilla.

—Estoy buscando a «Rayo» Ray —dijo.

El hombre la contempló detenidamente, con expresión de sospecha, pero acabó por señalar una caravana cercana.

—Es ahí —dijo.

Sintiéndose observada, Nina se dirigió hacia ella. No sabía muy bien por qué había preguntado por el acróbata; lo había hecho por salir del paso. Por supuesto, no podía simplemente llamar a la puerta, porque no le cabía duda de que en cuanto «Rayo» Ray abriese la tomaría por loca. Indecisa e insegura, se detuvo frente a los tres peldaños que llevaban a la entrada de la caravana, sin saber qué hacer a continuación. En ese momento, la puerta se abrió, y apareció «Rayo» Ray.

Se trataba de un hombre muy joven, como mucho un poco mayor que Nina; y, aunque no especialmente alto, era de constitución tan fuerte y atlética como correspondía a un trapecista. Tenía los ojos azules y el cabello rubio, que durante la función había llevado repeinado hasta un punto casi ridículo. Pero ahora, con ropa normal y un peinado sin gomina, estaba aún mejor de lo que Nina lo recordaba. Ambos se miraron fijamente durante unos segundos, muy sorprendidos los dos.

—… Hola —dijo él al fin.

—Hola —contestó Nina, y enrojeció como un tomate. Bajó la mirada al suelo, y cuando tras un instante volvió a levantarla dijo rápidamente—. Lo siento, no quería molestar. Ya me marcho.

—No, no —dijo «Rayo» Ray sin pensar, y un instante después rectificó—. Uhm… aquí no se puede entrar, pero en este momento iba al barrio a comprar unas cosas. Si me… ¿permite que la acompañe hasta allí?

Godorik, el magnífico · Página 135

—¿Para qué está aquí, entonces?

—Necesito consultar qué patentes se registraron el día que desaparecí. Si fuera tan amable de dejarme acceder un momento a ese ordenador…

—¡Espere! —gritó Merricat, interponiéndose entre Godorik y el ordenador como una madre que protege a su retoño—. ¿Consultar las patentes del día que desapareció? ¿Para qué quiere hacer eso?

Godorik, hastiado de tener que explicar la misma cosa una y otra vez, caviló por un momento si no podría darle a Merricat un buen golpe en la cabeza y dejarlo inconsciente por un rato; a ser posible, hasta que hubiera tenido tiempo de hacer su consulta y marcharse. Pero se contuvo a tiempo, diciéndose a sí mismo que el que la policía hubiese decidido tratarlo como a un criminal no le daba derecho a convertirse directamente en uno. Y así, no le quedó más remedio que volver a explicar toda su historia, esta vez a un muy atento Merricat.

—¡Qué locura! —exclamó este, cuando Godorik aún ni siquiera había terminado—. ¿Todo eso es verdad?

Godorik le aseguró que era la verdad.

—Ojalá me hubiera pasado a mí —soñó entonces el jefe de planta—. ¡Daría para un vídeo estupendo!

—Creo que no me ha entendido —gruñó su interlocutor—. Esto es una cosa muy seria.

—Sí, vaya que sí; lo es. Entonces, ¿cree que vamos a morir todos por culpa de implantes defectuosos?

—No lo sé; por eso estoy aquí. ¿Me deja consultar el ordenador, sí o no?

—¡Oh, por supuesto! —contestó Merricat, volviendo por fin a su aire indolente, el mismo que durante el día crispaba los nervios de toda la oficina—. ¿Cómo ha dicho que se llamaba su archivillano?

—Gidolet —farfulló Godorik, con la mosca detrás de la oreja. Hacía unos minutos que Merricat aún le creía un terrorista, y de repente estaba dispuesto no solo a no delatarlo ante la policía, sino incluso a ayudarle; todo aquello le olía mal—. Oiga, ¿no cree usted que le estoy mintiendo?

Una bala para el príncipe · Capítulo XXVIII

Capítulo XXVIII

Sofía Bronvich salió del hospital y se dirigió directamente a la mansión de sus padres; o, mejor dicho, a una de las mansiones de sus padres, puesto que tenían varias repartidas por el país. Encontró a Herberto y a Arnolfina Bronvich en el segundo piso, entregados a una de sus actividades favoritas: hablar despectivamente sobre sus vecinos y conocidos.

—¡Sofía, querida mía! —la saludó Herberto Bronvich, que no por estar en su propia casa estaba vestido menos extravagantemente; llevaba una bata de color violeta chillón, que desentonaba tanto con los cuadros igualmente chillones sobre las paredes pintadas de rojo que uno tenía que resistir la tentación de frotarse los ojos nada más entrar en la habitación—. Qué bien que hayas vuelto ya; escucha lo que tu madre tiene que decir sobre los Pelanova…

—Ir a ese hospital, ¡qué despropósito! —dijo, no obstante, Arnolfina Bronvich, que era una mujer seca y chupada, y vestía con algo más gusto que su marido—. ¿Qué necesidad había? Hija mía, tienes unas cosas…

—Pero cuéntale lo de los Pelanova, querida —insistió Herberto, al que le daba perfectamente igual dónde fuera de visita su hija.

—En otro momento, papá —contestó Sofía, que seguía bastante alterada—. Tengo que hablar con vosotros de algo importante.

Los señores Bronvich se sobresaltaron.

—¿Qué ocurre? —preguntó Herberto.

—¿Es por ese hospital? —se alarmó Arnolfina—. Cariño, ¿te has contagiado de algo? Ya sabía yo que ir a ese nido de infecciones era una mala idea…

—No me he contagiado de nada —Sofía arrugó la nariz, molesta, y se sentó en el sofá junto a sus padres—. Quiero hablaros de… bueno, de que me he dado cuenta de… en fin, de Gregorito Harvel.

—¡Ah, sí!, Gregorito —asintió Herberto, respirando aliviado—. Un muchacho excelente.

—Formáis una pareja estupenda —coreó Arnolfina.

—Sí, bueno —carraspeó Sofía—. No quiero casarme con Gregorito.

Durante un momento se hizo el silencio, mientras los señores Bronvich miraban a su hija con horror.

—Entiendo que es lo mejor para nuestra fortuna —continuó Sofía, apresuradamente—, y no quiero causaros un disgusto… sé lo importante que era la boda para vosotros, y, papá, también sé lo bien que te llevas con el señor Harvel… y que será un desaire… pero no quiero casarme con Gregorito Harvel.

Herberto Bronvich abrió la boca; la volvió a cerrar; se ajustó las gafas de sol (ni siquiera dentro de casa renunciaba a sus intrincadas gafas de sol), y dijo:

—¿Por qué no quieres casarte con él?

—¡Porque lo encuentro insoportable! —protestó Sofía—. Es un tipo feo, enclencle y aburrido que no habla más que de sus finanzas. En todo este tiempo, no he conseguido mantener con él ni una conversación decente. ¡Ni siquiera le interesa lo que hace la condesa Morániz! ¿Cómo puede a uno no interesarle lo que hace la condesa Morániz?

—Pero, hija mía… —comenzó Herberto, que parecía muy sorprendido.

—Lo siento, pero ¡lo encuentro insufrible! —lo interrumpió Sofía—. Preferiría quedarme soltera a tener que casarme con él. Ya sé que vosotros…

—¡No, no, Sofía; escúchame! —alzó la voz Herberto—. ¡Esto es horrible! ¿Cómo has estado a punto de casarte con alguien que no te gusta?

—Porque vosotros lo queríais —respondió Sofía, desconcertada.

—¡Nosotros pensábamos que Gregorito te gustaba! —chilló Arnolfina—. Querida mía, ¿cómo puedes pensar que queremos casarte contra tu voluntad?

—Pero… el dinero de Gregorito… —balbuceó Sofía.

—¡El dinero de ese tonto de Harvel! —casi escupió Herberto—. ¿Quién lo necesita? Si ya tenemos dinero a mansalva; somos asquerosamente ricos.

—Además, a mí Gregorito Harvel tampoco me parecía tan fabuloso —siguió la señora Bronvich—. Un poco inepto… muy insípido… ¡y esas orejas!

—No era eso lo que decías antes —farfulló Sofía, que no las tenía todas consigo.

—¡Porque yo pensaba que te gustaba! —exclamó Arnolfina—. Ya se sabe que el amor es ciego, y los jóvenes…

—El padre no es tan terrible, no obstante —carraspeó Herberto, reajustándose las gafas y sintiendo la necesidad de defender a su camarada de millones— , y sus comentarios sobre la Bolsa son bastante graciosos…

—¡El padre, el padre! —se quejó Arnolfina—. ¡Pero no es con el padre con el que se tiene que casar Sofía! ¡Es con el hijo!

—Sí, el hijo es un sosainas —asintió el señor Bronvich—. Nada, nada; ¡esa boda se cancela inmediatamente!

—¿En serio? —se sorprendió Sofía, que no se había esperado que aquello fuera a ser tan fácil.

—¡Claro que sí! —afirmó Herbert, gesticulando violentamente—. ¡No puedo creer que esto haya llegado tan lejos! Deberías habérnoslo dicho antes.

—Eso es. ¿Qué habría pasado si no nos dices nada? —sollozó Arnolfina—. ¡Qué cosa más terrible! ¡Mi pobre hija!

—¡Pobrecita! —repitió Herberto—. ¡Ven a mis brazos!

—Bien… genial —celebró Sofía, aún confundida. Todos se fundieron en un cálido abrazo familiar; y el tema se dio por zanjado, y no volvió a hablarse más de él excepto para enviar al señor Harvel noticia de este nuevo giro de los acontecimientos, lo que se hizo casi de inmediato.

La respuesta llegó muy pronto. Como Sofía ya había supuesto, Gregorio Harvel se tomó este anuncio como una gran ofensa, y decidió, durante un tiempo al menos, retirarle a Herberto Bronvich sus divertidos comentarios sobre el mercado de accionistas. De Gregorito, sin embargo, no escucharon nada; aunque, a decir verdad, habría sido difícil oír algo de él, puesto que para celebrar la buena resolución de tan espinoso asunto toda la familia Bronvich se fue, un par de días después, de vacaciones a los trópicos, donde pasaron varias semanas bronceándose y haciendo submarinismo en una agradable playa de arenas blancas y aguas cristalinas. La señora Bronvich pasó mucho tiempo inventándose nuevas y graves dolencias extranjeras que padecer; Herberto consiguió al fin darle un uso real a sus modernas gafas de sol; y de Sofía podemos decir sin temor a equivocarnos que, aparte de verse reforzada en su ética de hacer siempre lo que le venía en gana, de esta historia no aprendió absolutamente nada, y una vez libre de la amenaza de tener que casarse con Gregorito Harvel volvió a disfrutar al máximo de su vida de fiestas y cotilleos.

Cualquier otro lugar · Página 8

—No sé para qué quería que fuera —suspiró Nina, en cuanto se hubieron ido—. Si no hubiese estado habría dado lo mismo.

Subió a su casa y se preparó algo de cenar. El circo no le había dejado una impresión mucho mejor que años atrás, y tampoco se sentía molesta con su primo por haberla ignorado toda la tarde (aunque le tiraría de las orejas cuando volviera a verle), pero, por alguna razón, estaba distraída. Se metió pronto en la cama, y soñó con que espiaba a alguien detrás de una cortina.

 

Los siguientes días fueron un tanto ajetreados; ya estaban a mediados de diciembre, sus clases en la universidad estaban a punto de acabar, y tenía que buscar regalos para sus parientes y conocidos. No volvió a pensar en la función de circo hasta el viernes, cuando le mencionó a una de sus compañeras lo que había hecho durante la semana.

—Y clavaron un montón de espadas en una caja con alguien dentro… —comentó Matilda, su compañera, que era bastante asustadiza—. ¡Qué siniestro!

El sábado, Nina fue a dar un paseo. Sin saber por qué, terminó cogiendo el metro y bajándose en el barrio en el que estaba instalado el circo. Rondó un poco los alrededores, y, cuando vio los pináculos de las carpas, cambió de rumbo y se dirigió directamente hacia allí.

Aquel día no había función; todo estaba cerrado. Los artistas estarían disfrutando de su día libre, o en casa en sus caravanas, que estaban en un recinto rodeado por una verja que impedía el paso. Sin embargo, al acercarse Nina comprobó que la puerta de la verja estaba abierta de par en par, a pesar de que no había nadie cerca. La chica dudó un poco; pero, impelida por el mismo ánimo misterioso que la había llevado hasta aquel barrio y a los alrededores del circo, la traspasó.

Se adentró unos metros en la zona de las caravanas, y miró a su alrededor. No hacía un día especialmente soleado, y había llovido últimamente; el suelo estaba cubierto de barro, y todo tenía un aspecto gris y deprimente. Aunque nadie caminaba fuera de las caravanas, Nina no llevaba ni medio minuto allí cuando alguien se asomó por una ventanilla.

Godorik, el magnífico · Página 134

—¿Cómo podría hacer eso? —se lamentó Merricat—. Con los años, he llegado a tener una gran base de admiradores, y no me atrevo a retirarme: ¡decepcionaría a tanta gente!

De repente, Keriv empezó a reírse a carcajadas.

—Señor Merricat, es usted aún más raro de lo que yo pensaba —dijo.

Merricat se encogió de hombros.

—Ahora comprenderéis por qué no quiero que esto salga a la luz —explicó—. Me haríais un gran favor si olvidáseis que me habéis visto hoy aquí, y todo lo que os he contado. Aunque… Díaz, como ya he dicho antes, ¿usted no debería estar en la cárcel? Y Keriv, ¿qué haces aquí?

—Por supuesto que quiere usted que lo olvidemos todo —contestó a eso Keriv, frotándose las manos—, pero yo estoy hasta las narices de que usted me ignore, jefe. Me parece que, si no quiere que esto salga a la luz, va a tener que hacer unas cuantas concesiones.

El jefe de planta lo miró con aburrimiento.

—¿Qué haces aquí, Keriv? —repitió.

—Eso no es asunto suyo —le espetó Keriv.

—Lo llevas claro si pretendes chantajearme, muchacho —bostezó Merricat—. Vaya, has venido aquí por la noche en compañía de un terrorista reconocido. Me parece que voy a llamar a la policía ahora mismo.

—Pero… —protestó Keriv, viendo que aquello no iba por los derroteros que él esperaba. Pero Godorik intervino en seguida.

—Lo siento, Merricat, pero no va usted a llamar a la policía. Aquí los tres tenemos algo que ocultar, así que nos vendrá mejor a todos hacer como que esto nunca ha ocurrido.

—Sin embargo… —intentó seguir protestando el chico, que había creído que Godorik le ayudaría contra el jefe de planta. Godorik le dirigió una mirada colérica, y se calló.

—Eso tendremos que verlo. Lo mío es un secretillo venial, pero nada que vaya contra la ley. En cambio, si piensa usted volar la oficina… —tosió Merricat.

—¡Y dale! —se exasperó Godorik—. No estoy aquí para poner una bomba; ¿cuántas veces tendré que decírselo?

Una bala para el príncipe · Capítulo XXVII

Capítulo XXVII

Cuando Sorés volvió a abrir los ojos, se encontraba en una cama de hospital. Tardó un momento en acordarse de por qué podía estar allí; paseó la vista por el techo de aquella habitación blanca e inmaculada hasta que recordó, vagamente, que se había caído por las escaleras.

—Anda, pero si está despierto —escuchó una voz.

Volvió la cabeza. Al lado de su cabecera, sentada en una silla, estaba… Sofía Bronvich.

—Oh, no —se lamentó Sorés—. ¿Es esto el infierno?

—¿Qué? —preguntó Bronvich, con un bostezo—. Vaya, qué conveniente que se despierte usted justo cuando me han dejado a mí sola aquí.

—¿Qué dice? —protestó Sorés, confundido. Se incorporó un poco; le dolía todo.

—Ya, ya; no se mueva mucho hasta que venga el médico y le diga si puede o no moverse mucho —aconsejó Sofía—. Pero vamos, le han dicho que se recuperará perfectamente, así que no tiene nada que temer.

—¿Dónde estoy?

—En el hospital; ¿no es evidente? Se cayó usted por esas hermosas escaleras de su recibidor… después de montar una escena, tengo entendido.

¿Qué hace usted aquí?

—He venido a traerle flores —explicó Bronvich con expresión ladina, agitando la mano en dirección a un enorme ramo de tulipanes que estaba, ya en un jarrón, sobre la mesita de noche.

—¿A santo de qué? —se quejó Sorés, tras contemplar el ramo con un gesto de disgusto—. Los tulipanes me dan alergia.

En la cara de Sofía apareció una enorme sonrisa; por supuesto que sabía perfectamente que a Sorés le daban alergia los tulipanes.

—Bueno, ¿no está contento? —dijo, no obstante—. Qué tontería por su parte, empezar una pelea en el recibidor. Si yo viviera en su casa, lo que gracias al cielo no hago porque su casa es horrible, y quisiera pelearme con alguien, lo haría sin duda alguna en el salón de atrás, que no tiene tantas escaleras. El comedor es más grande, pero hay que tener cuidado con las esquinas de las mesas, ve usted…

—Oh, es usted una experta en esto de las discusiones violentas, por lo que veo —respondió Sorés, con ironía.

—Vamos, vamos; ¿a qué ese mal humor? Ha sobrevivido usted a su estupidez, así que debería alegrarse. Podría haberse matado.

Él puso cara de limón agrio.

—Quizás habría sido mejor si me hubiese matado —refunfuñó—. Eso habría arreglado mis problemas.

—Ah, ¿sus problemas de que se ha comportado como un cazafortunas y que ahora que se ha enamorado de otra florecilla se arrepiente de lo que ha hecho? Tengo que decir que lo que le dijo usted a su mujer fue despreciable. ¿No tiene usted ningún sentido de la responsabilidad?

—¿Cómo sabe usted todo eso? —bramó Sorés—. ¿Quién le ha contado qué le he dicho a mi mujer?

—¿Quién va a ser? —se rió Sofía—. Pues su mujer, obviamente. Su mujer, que, por cierto, es tonta del bote y está por ahí fuera preocupadísima por usted. Habían venido sus padres y ha salido un momento, pero lleva aquí todo el tiempo esperando a que usted se despierte.

—¿Y la ha dejado a usted aquí por si me despierto? —gruñó Sorés.

—Ya le he dicho que es tonta del bote —repitió la chica—. Ni siquiera ha entendido muy bien todas esas cosas tan crueles que le dijo usted antes de intentar romperse la cabeza contra una baranda, y sigue creyendo que es el marido ideal, o algo que se le acerca mucho. Yo lo habría mandado a paseo de inmediato, óigame usted; pero se ve que su esposa lo ama de verdad.

—Sí, bien —barbotó Sorés, que estaba furioso; entre otras cosas, porque aquella entrometida pareciera estar al tanto de todo una vez más—. Pues ya que sabe usted tanto, sabrá también que yo no la amo a ella… y que casarme con ella fue un tremendo error.

—Claro que lo sé —hizo amago de aplaudir la Bronvich—. Se cree usted que ama a Elina Goder.

—¿Cómo demonios se entera usted de todo esto?

—¿No ve que no tengo nada mejor que hacer? Pero escúcheme. Ahora es demasiado tarde para reparos de esta clase; tuvo usted la oportunidad de elegir, y eligió. Nadie le obligó a nada. Sabía lo que estaba haciendo, y lo hizo a sabiendas… y ahora tendrá que conformarse con ello.

—Esa mujer… —empezó Sorés, rabioso, haciendo una seña en dirección al pasillo.

—¿Esa mujer? ¿Samanta? —se sorprendió Sofía—. ¿Qué pasa con ella? Es usted quien la ha engañado para que se case con alguien que no la quiere. Ella es la víctima de todo esto, y no usted; así que compórtese como un adulto y deje de echarle la culpa de su avaricia a otra gente.

Sorés iba a seguir protestando; pero, a su pesar, no podía dejar de ver que había algo de verdad en aquellas palabras. Se sintió ridículo. ¡Él, que siempre se había jactado de no hacer más que lo que le convenía! ¡Y que ahora Sofía Bronvich, de entre todas las personas, tuviera que verle en aquel estado de postración sentimental!

Suspiró, y su enfado comenzó a remitir.

—Quizás tenga usted razón —reconoció al fin—. Todo esto es culpa mía.

—Total y absolutamente —asintió Sofía.

Sorés la miró con expresión envenenada. Pero, como no estaba en su naturaleza el admitir durante demasiado tiempo que había hecho algo mal, enseguida encontró otro motivo para consolarse.

—Bien, al menos he conseguido lo que en principio quería conseguir —carraspeó—: un negocio floreciente.

—Tiene usted tan poco corazón que me extraña cómo ha conseguido convencerse de que está enamorado de alguien en absoluto, aunque sea la mujer más hermosa de la ciudad —Sofía soltó una carcajada.

—Es usted extremadamente impertinente.

—Ya me conoce.

—Pero, de nuevo, quizás tenga razón —siguió reflexionando Sorés, aunque con una ceja en alto—. Quizás… quizás, si hubiese hecho otra cosa… quizás no habría tardado tampoco mucho en cansarme de Elina. Pero me conoce usted bien: soy un desalmado, y nunca me cansaré del dinero. —sentenció; y de repente le pareció que aquello sonaba bastante bien—. Sí, así es. Tal vez he hecho lo correcto después de todo.

—Es usted un ser tan despreciable que me pregunto por qué le ayudo —tosió Sofía—. Oh, bueno. Es porque resulta usted muy divertido. Pero, en fin: si la naturaleza de usted le lleva a esa horrible conclusión, adelante. Cada uno tiene que hacer lo que le venga mejor.

—Supongo que así es —asintió él—. Lleva usted parte de razón en todo esto. Pero aún lamentará haberme convencido de ello: ya verá cómo en unos años estoy desbancando a su padre como el hombre más rico de Navaseca.

Pero Sofía ya no le escuchaba. Mesándose la barbilla, en actitud pensativa, parecía perdida en su propia conclusión.

—Sí; cada uno tiene que hacer lo que le venga mejor —repitió al fin, y se levantó—. Discúlpeme, Sorés, pero me marcho ya. Tengo algo que hacer.

Cualquier otro lugar · Página 7

La señorita Géroux se agarró al brazo de Jean. Mientras tanto, el sorprendente Rupertini abrió las puertas de la caja, y «Rayo» Ray entró dentro. Después, el mago cerró las puertas, y, sacando una serie de espadas de un cofre que habían traído los otros ayudantes, las clavó en la caja con gran teatralidad.

Aunque sabía que aquello era todo truco, Nina se inquietó un poco. Finalmente, Rupertini terminó de clavar todas las espadas y abrió de nuevo las puertas de la caja; dentro no había nadie.

—¿Cómo lo ha hecho? —musitó la señorita Géroux.

Nina tampoco sabía cómo lo había hecho, y no se sintió convencida por la explicación un tanto atropellada de su primo. El sorprendente Rupertini retiró otra vez las espadas, y volvió a abrir las puertas. «Rayo» Ray emergió de la caja, ileso y sin despeinar, aunque con expresión poco feliz; y, en cuanto tocó el suelo con los pies, giró la cabeza y miró hacia donde estaba sentada Nina.

—¡Un aplauso para nuestro talentoso ayudante! —pidió el sorprendente Rupertini—. ¡Eso es todo, querido público!

El público aplaudió sonoramente, mientras el mago hacía una reverencia y desaparecía tras la cortina, y los ayudantes se llevaban rápidamente todo el material. Inmediatamente después hubo un número musical, después un funambulista, y por último volvió a salir el perrito del tutú, haciendo monerías. Con eso se acabó la función, y todos los artistas salieron a la vez a la pista a recibir su merecida ovación. Nina intentó localizar a «Rayo» Ray, pero no lo logró.

Cuando salieron de la carpa, la señorita Géroux solo tenía palabras para el número de las espadas.

—¡Y que no se haga daño…! —repetía—. ¡Es increíble!

Nina no dijo mucho durante el trayecto de vuelta, y a los otros dos eso tampoco les molestó. La dejaron frente a su apartamento, y, tras agradecerle su presencia, Jean se marchó calle arriba con la señorita Géroux.

Godorik, el magnífico · Página 133

—¿Usted? —exclamó Keriv.

—¡Sí, yo! —se lamentó el jefe de planta—. Es algo terrible… si el mundo se enterase de esto, mi reputación caería por los suelos.

—Si el mundo se enterase de esto, su reputación mejoraría mucho —gruñó Godorik—. En serio, Merricat, ¿a quién pretende engañar? Tiene usted fama merecida de ser el empleado más vago de esta oficina. ¿Cómo pretende hacernos creer que es adicto al trabajo?

El jefe de planta suspiró.

—Veo que ninguno de vosotros tenéis un gran aprecio por la cultura —dijo—. ¿Es que ni siquiera consultáis la interred? ¿No sabéis que yo soy el famoso videobitacorero Cledpang?

—¿El famoso qué?

—Tengo una videobitácora en la interred, desde hace ya décadas —explicó Merricat—. Soy bastante famoso en la ciudad, especialmente en mi nivel de residencia. La gente me conoce por mi frescura y mi falta de respeto por las convenciones sociales… es parte de mi personalidad pública. ¡Si alguien supiese que soy adicto al trabajo, mi imagen se arruinaría! No puedo permitirlo.

—Pero —empezó Godorik, cada vez más asombrado por la estupidez de las situaciones en las que se encontraba—, si ese es el caso, ¿por qué trabaja usted aquí?

—Esta es mi auténtica vocación —respondió Merricat—. Entiéndame. Empecé como videobitacorero a los dieciséis años, y tuve mucho éxito desde un principio. Durante un tiempo estuvo bien… pero unos años más tarde, cuando terminé los estudios, acabé por darme cuenta de que lo mío eran los exámenes oposicionales, y el trabajo de oficina. Pero por aquel entonces ya tenía un renombre que mantener, ¿sabe?

—Entonces…

—Entonces me dediqué a trabajar en secreto. ¿Es que a nadie le parece extraño que haya llegado a ser jefe de planta, si parece que no doy ni golpe? Es porque, en todos los puestos por los que he pasado, a pesar de que la gente se quejaba de que nunca hacía nada, al final el trabajo estaba hecho milagrosamente… como por sí solo.

—Porque venía usted a trabajar por las noches.

—Eso es.

—Esto es una idiotez —farfulló Godorik—. ¿Por qué no deja esa videobitácora, o lo que sea, y empieza a comportarse como una persona normal?