Una bala para el príncipe · Capítulo XXVI

Capítulo XXVI

Después de un par de días de asombro continuado ante la inminente boda de Goder y Quiroga, Navaseca volvió por fin sus ojos al asunto que la habría entretenido desde un principio, si no hubiese sido por este interludio: las aventuras de Carlos Pravano y de la princesa de Menisana.

Aunque para el gran público los obstáculos y objeciones que se interponían en esta otra boda no eran del todo conocidos, tampoco dejaba de ser del dominio general que el enlace no estaba aún asegurado. Sin embargo, tras tres días de verlos juntos no le quedó a nadie duda de que iba a celebrarse, y con toda rapidez además.

Carlos y Aletna estaban, al parecer, hechos el uno para el otro. Desde que esta última había llegado, apenas habían hecho amago de separarse. En la recepción de bienvenida que Ernesto Babel había preparado para la princesa, y que esta tan prontamente le había reprochado que no estuviese lista para el mismo instante en que puso los pies en Navaseca, ambos habían hablado, bailado y reído con todo el que se les puso por delante; pero llegó un momento, ya tarde en la madrugada, en que apenas quedaba nadie que no estuviera deseando irse a la cama, y entonces no les había quedado más remedio que danzar el uno con el otro ronda tras ronda… y así hasta que los músicos, agotados, se fueron también a casa.

—Una velada agradable —sentenció la princesa a la mañana siguiente, con el aire de quien quiere dar a entender que no había sido nada del otro mundo.

Ahí Carlos empezó a notar ya que su Alteza la princesa de Menisana era muy rápida en lo que respectaba a desdeñar los méritos de lo que se le ofrecía, y se sintió tan picado en su amor propio que se encabezonó en demostrarle que, incluso en una ciudad como Navaseca, él era capaz de organizar una parranda de la mejor calidad. Aletna, que al principio se había mostrado con Carlos tan displicente como con el resto del mundo (lo que incluía que había comentado en público lo poco que le gustaba la idea de aquel matrimonio «amañado»), había consentido en darle una oportunidad; y, tras un par de juergas, los dos se habían convertido en uña y carne. Desde que la princesa llegó no volvieron a casa antes del amanecer ni una sola vez, y las habladurías de que los habían visto en tal y cual sitio en diferentes grados de intoxicación alcohólica y haciendo cosas cada vez más insospechadas se multiplicaban.

Eduardo pasó unos días muy desconcertado, y después, por supuesto, volvió a echar pestes del comportamiento de su hermano; pero ahora al menos tenía un compañero de desdichas. El chambelán de la princesa, que hacía más bien las veces de su niñera, vivía en la misma suerte de preocupación continua.

—Os llevaréis muy bien —su burló de él Carlos, a punto de salir del hotel en plena noche y del brazo de la princesa—. Aletna dice que él también es un aguafiestas.

Lo único que aliviaba un poco las penas del príncipe heredero y del chambelán era que tanto el hermano del uno como la protegida del otro habían cambiado radicalmente de opinión en cuestión de días, y dado vía libre a sus padres y regentes y tutores y mánagers para que arreglaran todo el asunto de su compromiso y posterior boda. Eduardo, después de tanto como había insistido en lo ventajoso que ese matrimonio resultaría para el país, escribió a su padre no sin cierto recelo; no podía dejar de pensar en lo que se le venía encima a la pobre, desprevenida Menisana. (O quizás no tan desprevenida, puesto que ya tenían que llevar un tiempo lidiando con Aletna.) Pero la respuesta del rey fue, por supuesto, favorable, y los preparativos comenzaron de inmediato.

—Casadlos, casadlos —se escuchó murmurar entre dientes, varias veces, al chambelán de la pincesa—. Casadlos rápido, antes de que cambien de opinión.

Ninguno de los dos mayores afectados por la boda se dejó, no obstante, estorbar demasiado por los preparativos de esta. Ni siquiera el jaleo organizativo que era la planificación del viaje de vuelta a la capital de todos los príncipes más princesa incluida los molestó; de hecho, si se enteraron de ello fue por casualidad, porque apenas se los veía por el hotel.

—La verdad, me alegro de volver por fin a casa —confesó una tarde Eduardo a Ludovico, que aunque tampoco era una gran ayuda en ninguno de estos asuntos al menos no añadía más dificultades—, y que todo esto vuelva a ser problema del rey.

—¿Qué te preocupa ahora? —preguntó Ludovico—. ¿No querías que se casaran?

—Sí… aunque no era así como me lo esperaba —contestó Eduardo, con un suspiro—. Pero no me entiendas mal: me alegro por Carlos. Parece que para él todo esto va a acabar bien.

Ludovico asintió. Al cabo de un momento, Eduardo volvió a suspirar

—¡Qué irónica es la vida! —exclamó—. ¿Puedes creerlo? Le he repetido a Carlos hasta la saciedad que un príncipe tiene que hacer lo que es mejor para su familia y su país… y, ahora que él va a cumplir con gusto, soy yo el que está deseando hacer lo contrario.

—¿Qué quieres decir?

Eduardo se dejó caer sobre un sillón.

—Estoy considerando seriamente intentar casarme con Leonor Calet —farfulló.

—¡Ah! —comprendió Ludovico—. Bueno, a mí me parece una buena chica.

—Ese no es el problema.

—¿Y cuál es el problema? —el tercer príncipe alzó una ceja—. A veces no te entiendo, Eduardo. Que yo sepa, hasta ahora nadie, aparte de tú mismo, ha puesto ninguna objeción a que te cases con quién quieras.

—Eso es cierto; el único que ha tenido ese problema hasta el momento ha sido Carlos. Pero ¡qué hipocresía por mi parte!

—Pero si Carlos al final parece satisfecho con el arreglo.

—Sí, eso parece —Eduardo soltó una risita—. Pero… no sé qué hacer, Ludo. Estoy enamorado de Leonor, y creo que hasta sería posible casarme con ella, pero no sería un matrimonio políticamente aceptable… en lo más mínimo.

—Si no sabes qué hacer —dijo Ludovico, al que todas estas cosas de amoríos y matrimonios le resultaban una ciencia impenetrable—, ¿por qué no le preguntas a nuestro padre? Él es el que de todas maneras tiene la última palabra.

Eduardo pasó un momento mirando al vacío.

—Tienes razón —asintió al fin—. La verdad es que… hasta ahora no he querido siquiera hablarle del tema, porque temo que diga que no.

—¿Nuestro padre? —exclamó su hermano—. Pero si nuestro padre nunca dice que no a nada.

—Pero… —insistió Eduardo.

—Y, si necesitas ejemplos —lo interrumpió Ludovico, muy ufano—, puedes tomarnos a Carlos y a mí.

Cualquier otro lugar · Página 6

—Déjeme los pañuelos… bien… —el mago introdujo ambos pañuelos en la bolsa—. Y ahora, hacemos el pase mágico; pase la mano por encima de la bolsa, así, y concéntrese.

Nina hizo lo que le decían. El sorprendente Rupertini metió la mano en la bolsa, y sacó los dos pañuelos… aún separados.

—No, no —reprendió a Nina, sacudiendo la cabeza—. Tiene que concentrarse más. Vamos, inténtelo de nuevo.

Sin protestar, Nina repitió el movimiento. Rupertini volvió a meter la mano en la bolsa, y sacó el pañuelo rojo… que estaba atado por uno de sus extremos al pañuelo blanco.

—¡Bravo! ¡Estupendo! —clamó, sonriente—. ¡Un aplauso para Nina!

El público aplaudió. Entonces, Rupertini terminó de sacar el pañuelo blanco… que estaba atado por su otro extremo a un pañuelo verde, y este a su vez a uno amarillo, y este a su vez a uno azul.

—Señoras y señores —dijo, mientras seguía sacando pañuelos y más pañuelos—, ¡otro aplauso para Nina!

El público aplaudió de nuevo, y «Rayo» Ray volvió a conducir a Nina hasta su asiento. Nina, a la que no se le había escapado la primera ojeada de este, lo miró directamente a los ojos mientras se sentaba; pero, esta vez, «Rayo» Ray la ignoró por completo, y volvió a la función sin dedicarle otro vistazo.

El sorprendente Rupertini siguió haciendo aparecer y desaparecer diversas cosas, incluidos varios ramos de flores y una jaula de pájaros. Al fin, dos ayudantes entraron en la pista, dejando en el centro una caja suspendida sobre cuatro delgadas patas.

—Y ahora, señoras y señores —anunció el mago—, ¡un número extremadamente arriesgado! Les ruego que guarden silencio y eviten las distracciones, ¡pues peligra la vida de un artista!

Godorik, el magnífico · Página 132

Godorik parpadeó un par de veces, y revisó la lista con la mirada, tratando de identificar algo que fuera extraño o fraudulento o inusual. Pero no vio nada.

—Uhm… ¿está falsificando números de patentes? —fue lo mejor que se le ocurrió.

—¿Falsificando números de patentes? —se sorprendió Merricat—. ¡Yo no estoy falsificando nada!

Godorik echó otro vistazo a la lista. Efectivamente, no parecía que Merricat hubiese falsificado nada. De hecho, estaba en pleno proceso de etiquetar un subgrupo de la lista… con aparente perfecta corrección.

Desconcertado, Godorik se volvió hacia su jefe.

—¿Qué demonios está haciendo usted aquí? —quiso saber.

El jefe de planta se mordió el labio inferior. Parecía ligeramente nervioso, lo que quería decir mucho más nervioso de lo que normalmente dejaba traslucir.

—Está bien —tosió, paseando fugazmente la mirada entre Godorik y Keriv—, me habéis pillado. Yo… uhm… por favor, no se lo digáis a nadie.

—¿Que no le digamos a nadie el qué?

—Vengo aquí a trabajar secretamente por las noches —confesó Merricat, en un susurro.

Keriv consiguió a duras penas aguantarse la risa.

—¿En serio? —dijo—. Pero si es usted el vago más redomado que jamás… perdone, jefe, pero es la verdad…

—¿Viene usted aquí a trabajar por las noches, en secreto? —se extrañó Godorik—. ¿Por qué? ¡Si se pasa las horas de trabajo mirando las musarañas!

—¡Pues por eso, por eso! —Merricat se llevó las manos a la cara, y fijó la vista en una de las esquinas de la habitación. Se estaba poniendo muy rojo—. Caballeros, no me queda más remedio que confesaros mi vergonzosa condición… soy adicto al trabajo.

Una bala para el príncipe · Capítulo XXV

Capítulo XXV

A la vez que los habitantes de Navaseca se enteraban de que la recién llegada princesa de Menisana, posible futura esposa del segundo príncipe, era tan adepta a las celebraciones como él mismo, otra noticia se extendía por la ciudad como la pólvora. Estupefacta, Navaseca se despertó un día sabiendo, aunque nadie tenía mucha idea de cómo, que Juan Quiroga y Elina Goder iban a casarse.

Como nadie se lo esperaba, y a las gentes de Navaseca no les gustaba sentir que les daban gato por liebre, la situación suscitó una tormenta de críticas. Algunos parroquianos, los más prudentes, se atrevían a recordar de vez en cuando que tampoco era para tanto, y que, en cualquier caso, la decisión era de los implicados, y de nadie más; pero escuchando al resto del mundo, durante unos días al menos, a cualquier observador le habría parecido que la boda de Quiroga y Goder era una afrenta personal para todos y cada uno de ellos.

Siendo así las cosas, no pasó mucho tiempo antes de que Alejandro Sorés (que en los últimos días estaba más huraño que de costumbre, y rehuía a casi todos sus paisanos) se enterase también de la noticia. Estaba en el club de caballeros, enfrascado en su periódico y de vez en cuando lanzando miradas envenenadas a cualquiera que pasase, cuando se le acercó un conocido.

—Eh, Sorés —le dijo el señor Gómez, perfectamente ajeno a la expresión agriada de este—. ¿Has oído lo último? ¿Sabes quién se casa?

—¿Quién? —farfulló Sorés, mascando las palabras.

—¡Quiroga! Con la muchacha de Ligoria, esa Goder. ¿No es increíble?

Sorés estampó su periódico sobre la mesa, repentinamente descompuesto.

—Y pensar que hace poco estaban todavía especulando que te ibas a casar tú con ella —el otro, que no prestaba ninguna atención a su interlocutor, siguió charlando—. No puede uno escuchar nada de lo que dice la gente, ¿eh?

Sorés no contestó, y no tardó ni un minuto en coger su sombrero y marcharse de allí a toda prisa. No cogió un taxi; volvió a su casa, que no estaba cerca, a pie y con el fresco de la noche ya cayendo. Pero ese paseo no le sirvió para calmar los ánimos, y llegó aún más alterado de como había salido del club, y encima despeinado y sudoroso.

Samanta, que estaba en el saloncito al lado del recibidor, salió a este en cuando lo escuchó entrar; y se toparon el uno con el otro en lo alto de las escaleras.

—Pero querido mío —bostezó—, ¿qué te ha pasado? ¿De dónde vienes con ese aspecto?

Sorés contempló a Samanta de arriba a abajo.

—Déjame tranquilo —gruñó, un instante después.

—Cariño —insistió Samanta, sin darse por enterada de nada—, ¿qué te ocurre?

—¡Déjame! —estalló Sorés—. ¡Maldita seas, tú y todas tus artes!

Samanta no entendió una palabra, pero eso no pareció molestarla mucho. Ladeó la cabeza con expresión indolente.

—¿Qué quieres decir, cariño? —preguntó.

—¿Que qué quiero decir? —barbotó Sorés, echando espuma por la boca—. ¡Aquí tienes lo que quiero decir! Eres una persona aburrida, insulsa, y ni siquiera especialmente guapa. ¡Lo único de valor que tenías era el negocio de tu padre, y ni siquiera eso compensaba el sacrificio de casarse contigo!

—Querido… —ahora sí, Samanta comenzó a preocuparse.

—¡No me llames «querido»! —gritó él—. ¡No te quiero, y no te he querido nunca! ¡Casarme contigo fue el peor error que he cometido, y me arrepiento de ello!

—¡Pero, Alejandro! —hipó ella, para la que todo esto salía completamente de la nada. Aquella misma mañana Sorés se había despedido con el aire distraído que tenía desde que habían vuelto de su luna de miel; pero esto no la inquietaba, y nada, a su parecer, había señalado que volvería a casa en medio de semejante explosión—. ¿Por qué me dices esto? ¿Qué ha ocurrido?

Alargó la mano hacia él, pero Sorés se echó bruscamente hacia atrás.

—¡No me toques! —exclamó—. ¡No quiero verte más!

Samanta se echó a llorar. Sorés, que no había pensado en nada de lo que estaba haciendo desde que había entrado por la puerta, se dio la vuelta y bajó las escaleras a toda prisa, furioso. Lo llevaba semejante ira, y semejante precipitación, que ni siquiera miró dónde ponía los pies; tropezó, y cayó rodando. Tan mala fortuna tuvo que nada más llegar al suelo se golpeó la cabeza con una de las barandas, y perdió la consciencia en el acto.

—¡Alejandro! ¡Querido mío! —chilló Samanta, y corrió también hacia él—. ¡Cariño, despierta! ¡Mayordomo! ¡Mayordomo, venga aquí!

Pero ni Samanta, ni el mayordomo, que apareció enseguida, ni ninguno de los empleados que llegaron alertados por los gritos consiguieron reanimar a Sorés.

Cualquier otro lugar · Página 5

A Nina no le apetecía nada salir de voluntaria, pero la buena crianza le impidió decir que no. Se levantó, y «Rayo» Ray se acercó a tenderle la mano y ayudarla a salir al escenario. A la chica no se le escapó que de cerca seguía siendo igual de apuesto que de lejos; y, cuando tomó su mano, él la asistió con delicadeza para que saltara la barrera que la separaba de la pista. Después la condujo hasta el sorprendente Rupertini, y, cuando la soltó, sus ojos permanecieron fijos en ella un momento más de lo que habría sido necesario.

Al fin y al cabo, Nina era una joven muy hermosa. Tenía una figura delgada y estilizada, cabello castaño que le llegaba por los hombros en tirabuzones, y grandes ojos verdes en unos rasgos delicados y bien proporcionados.

—¿Cuál es su nombre, señorita? —preguntó el sorprendente Rupertini.

—Nina —dijo Nina.

—¡Nina! —exclamó Rupertini, cogiendo una bolsa negra que le entregó «Rayo» Ray—. Bien, Nina; aquí tenemos una bonita bolsa. Bonita, ¿huh?

Se dirigió al público, guiñando un ojo; la bolsa, a la que le dio la vuelta mostrando que no había nada en su interior, era negra por dentro y por fuera, y tan fea que podría haber podido pasar por una bolsa de basura.

—Y también tenemos… uh… —sujetando la bolsa con una mano, el sorprendente Rupertini alzó la otra, y de repente hizo aparecer un pañuelo de color blanco— ¡un pañuelo! Pero no podemos hacer gran cosa con una bolsa y un pañuelo, ¿verdad?

Entregó el pañuelo a Nina e hizo aparecer otro, este de color rojo. Para entonces ya había captado por completo la atención del público. Entregó a Nina también el segundo pañuelo, y siguió charlando, muy ufano.

—Bueno, ya tenemos dos pañuelos; creo que será suficiente. Con la ayuda de la señorita Nina, vamos a hacer que estos pañuelos se aten solos.

Nina miró los pañuelos que sostenía; desde luego, no estaban atados. Rupertini le mostró de nuevo la bolsa.

Godorik, el magnífico · Página 131

—Puedo explicarlo —dijo, en el tono relajado y condescendiente con el que solía hablar; aunque esta vez sonaba más bien como un velado grito de auxilio.

Keriv, mientras tanto, se había llevado las manos a la cabeza.

—¡Aaah! ¡No puede ser! —mascullaba—. ¡Voy a ir a la cárcel!

—¿Señor Merricat? —farfulló Godorik, mirando confuso al jefe de planta.

—Oh, ¡Díaz! —se sorprendió este, señor Edomiro Merricat—. Pero ¿usted no se había hecho terrorista y huido del país?

—Le juro que todo esto es una gran casualidad —seguía mientras tanto Keriv, aunque nadie le escuchaba.

—¿Ha venido a volar la oficina? —se le ocurrió a Merricat inmediatamente, y pegó otro bote en su silla—, como esos que se vuelven locos y van a atacar a sus jefes con un lanzallamas…

—¡Cerrad la boca, los dos! —siseó Godorik—. ¿Es que queréis que nos oigan desde fuera?

Keriv y Merricat se callaron por un momento.

—Pues… no estoy del todo seguro —reflexionó el jefe de planta—. Si va usted a volar la oficina…

—No soy un terrorista, y no voy a volar la oficina —contestó Godorik.

—Bien. Eso está bien. Pero la policía dijo…

—¡Olvide a la policía, Merricat! Esta ciudad es un completo desastre —murmuró Godorik, aunque ya no sabía si hablaba para el jefe de planta o para sí mismo—. Pero ¿qué hace usted aquí a estas horas?

—Puedo explicarlo —repitió Merricat, angustiado, y no añadió nada más.

—Pues explíquelo —gruñó Godorik, después de un silencio incómodo.

El jefe de planta abrió la boca para decir algo, pero tampoco esta vez dijo nada. Godorik perdió la paciencia.

—No puede explicarlo, ¿verdad? —farfulló, adelantándose—. ¿Qué ocurre? ¿Es que no hay ni una persona honrada en toda Betonia?

De un manotazo apartó a Merricat del teclado, y se inclinó hacia la pantalla para ver qué era lo que este estaba haciendo. Para su sorpresa, se encontró con una lista de patentes que estaba siendo catalogada y clasificada; es decir, exactamente lo que el jefe de planta tenía que hacer en aquel ordenador.

Una bala para el príncipe · Capítulo XXIV

Capítulo XXIV

Como Menisana no era un lugar especialmente importante, ni su princesa alguien particularmente conocido en Navaseca, la llegada de esta última pasó prácticamente desapercibida en la ciudad. Ayudó bastante el que trajera un séquito muy pequeño, apenas un par de carruajes, y entrase en la localidad muy temprano por la mañana, casi como si ella misma no quisiera que los lugareños la molestasen con honores y celebraciones.

Sin embargo, estaba previsto que se alojase en el hotel Babilonia, y allí sí que se le había preparado un recibimiento regio. Ernesto Babel había vuelto a vestir su hall con sus mejores galas (lo cual quería decir poco, puesto que con tanta fiesta como se celebraba en su hotel se podían contar con los dedos de una mano las ocasiones en las que no estaba vestido con sus mejores galas), y estaba esperando a su real huésped en la entrada, junto con todos sus empleados. (O, al menos, la parte de sus empleados que podía permitirse no hacer nada durante un día entero, puesto que nadie sabía muy bien a qué hora llegaba la princesa. El señor Babel, previsor, había dictado que toda la parafernalia estuviera lista a primeras horas del día, y así la pronta llegada de su Alteza no le pilló por sorpresa.)

Junto al señor Babel esperaban también (o esperaban en sus aposentos a ser llamados, puesto que tenían escasas ganas de pasarse todo el día languideciendo en un sofá en el recibidor) los tres príncipes de la nación, algunos con más entereza que otros. Eduardo estaba preocupado por cómo reaccionaría la princesa al enterarse de que su viaje había sido en vano, y Ludovico, al que aquel día no le apetecía nada salir de la cama, tenía una cara de sueño evidente; pero todo eso era nada comparado con cómo se estaba tomando Carlos la llegada inminente de la hora de la verdad.

—Seguro que no es necesario que esté yo allí —buscaba una excusa tras otra—. Creo que me he puesto enfermo; tengo que ir al hospital. Mira, mira qué aspecto de moribundo tengo… seguro que no es decente que vaya así a recibir a esa princesa…

Pero, como antes de eso había «recordado» que antes de salir de la capital su padre el rey le había encargado que echase un vistazo a unos asuntos en una ciudad cercana, y de repente aquella misión le parecía impostergable; y aún antes decía que creía que se había dejado en casa las luces de su dormitorio encendidas, y que estaba seguro de que por respetar su principesca voluntad nadie las habría apagado todavía y que era necesario que fuese personalmente y con carácter de urgencia a resolver ese derroche innecesario de energía, nadie le prestó ya mucha atención.

Onerspiquer, por su parte, había sido el más previsor de todos (para algo era el organizador de aquellos eventos, y en realidad, a pesar de los desagradables incidentes que en ellos habían ocurrido, no era un mal organizador), y había dispuesto que se le informase inmediatamente en cuanto el séquito de la princesa asomase por la carretera. Estaba preparado para saltar en el mismo momento en que llegase el mensajero, e ir a recibir a su insigne invitada en las mismas puertas de la ciudad. No hacía esto solo por parecer aún más pelota que el resto, pues, siendo como era el duque, le habría parecido que mostrarse más adulador que los mismos príncipes era un insulto hacia estos; pero respondía con ello a una necesidad práctica, esto era, que la princesa y sus cocheros no conocían Navaseca, y alguien tenía que guiarles hasta el hotel.

—¡La princesa! —llegó al fin el aviso—. ¡Ya está aquí!

Onerspiquer salió corriendo, y Eduardo arrastró a Carlos y a Ludovico al recibidor. Todos los empleados disponibles del señor Babel, incluido el mismo señor Babel, se alinearon en estudiada formación. Y así permanecieron durante casi veinte minutos, hasta que el carruaje de la princesa apareció por fin por la calle, y su chambelán personal y el duque Onerspiquer la ayudaron a descender hasta la gran alfombra roja del hotel.

Su Alteza Real la princesa Aletna Merentiana de San-Wick y Morestoves resultó no ser un ogro, como Carlos se la había imaginado; al contrario, su retrato era bastante fidedigno. Tenía una buena figura, adorables rizos castaños que le llegaban por los hombros, y unos grandes ojos azules soñolientos. Cuando bajó los peldaños de su coche, parecía casi tan adormilada como el príncipe Ludovico.

—Su Alteza —se encargó de las ceremonias Eduardo—, permítame, en el nombre del rey Alfonso XI, darle la bienvenida al país y a esta ciudad, que se complace en…

—Hablando de ciudades —se le ocurrió de repente a Ludovico, y le comentó a Carlos en un susurro—, ¿por qué no está aquí el alcalde?

Carlos le dirigió una mirada nerviosa.

—Porque es un desganado, ¿vale? —siseó, y volvió su atención otra vez a la princesa—. Déjame tranquilo un momento.

—… un gran honor para mí —bostezaba en ese instante la princesa Aletna—, el ser invitada a estas conferencias…

—En cuanto a las conferencias —carraspeó Eduardo—, me temo que tengo algunas noticias que darle… pero antes, por favor, permítame presentarle a mis hermanos, Carlos y Ludovico Pravano…

Los dos príncipes y la princesa hicieron un par de reverencias. Carlos, no obstante, no apartaba la vista de la cara de Aletna, como si estuviera en un duelo y temiese que en cuanto mirase a otro lado esta le daría un puñetazo. La princesa, en cambio, parecía completamente impertérrita. Le fue presentado también el señor Babel, al que ignoró tan cortésmente como hasta el momento estaba ignorando a todo el mundo, y después de eso preguntó:

—¿Qué era esa noticia acerca de las conferencias?

Eduardo tosió sonoramente.

—Lamento mucho tener que decirle que, por causas de fuerza mayor que en seguida le explicaré, las conferencias han sido canceladas…

La princesa, que hasta el momento había mantenido los ojos entrecerrados, como si estuviera a un tris de dormirse, los abrió de repente de par en par.

—No —exclamó, soreprendida—, ¿en serio?

Onerspiquer, de pie a un lado, sufrió una leve convulsión nerviosa. Eduardo, con cara de corderito, siguió hablando:

—Así es. Siento mucho que su Alteza haya tenido que realizar un viaje tan largo en vano, pero esto ha ocurrido hace tan poco tiempo que no ha sido posible avisarla. El motivo de la cancelación es un intento de atentado, por suerte frustrado, por parte de un noble local…

—¡Canceladas! —lo interrumpió la princesa, que de repente parecía mucho más despierta—. ¡Qué alegría!

Eduardo echó freno a su discurso, que ya traía preparado.

—¿Perdón? —preguntó, desconcertado.

—¡Menos mal! —siguió diciendo Aletna, de pronto mucho más animada—. ¡Qué golpe de suerte hemos tenido con ese atentado!

—Pero…

—No me apetecía nada asistir a esas conferencias. ¿De qué eran? ¿Comercio internacional, o algo así? ¡Menudo tema! ¡Una obligación soporífera!

El chambelán de la princesa, que la había acompañado hasta allí y hasta el momento se había mantenido en un prudente segundo plano, intervino en un esfuerzo evidente por lograr que Aletna se callara. Pero esta siguió narrando durante medio minuto lo poco que se habría divertido en unas conferencias tan aburridas, para consternación de casi todos los presentes; con la humilde excepción de Carlos, que estaba muerto de risa.

—¡Bueno! —dijo al fin la princesa, dando una palmada—. Ahora que eso ya está arreglado, ¿quién puede decirme dónde está la fiesta en esta ciudad?

—Uhm —casi sufrió un ataque el señor Babel, que aunque siempre estaba listo para celebrar lo que fuera no había previsto que la princesa de Menisana quisiera verse envuelta en un evento en su honor hasta, al menos, la noche del día de su llegada—. Por supuesto, se ha planeado una recepción, pero quizás su Alteza quiera instalarse primero en sus aposentos…

—Sí, bueno, eso también estaría bien —capituló Aletna—. Pero, cuando dice usted «recepción»…

—No se preocupe, su Alteza —intervino Carlos, aguantándose la risa—. Después, yo personalmente le mostraré la mejor y más fina verbena de Navaseca; lo tengo todo controlado. Permítame acompañarla.

Y le ofreció un brazo y, siguiendo a Ernesto Babel, la escoltó hasta sus habitaciones. Abajo, mientras tanto, los demás participantes en la bienvenida se miraban unos a otros, confundidos.

—Esto es… inusual —comentó al fin el duque Onerspiquer.

—Oh, no, no —murmuró por lo bajo el chambelán de la princesa—. No lo es.

—En fin, yo creo que se han gustado —aventuró Ludovico, que estaba deseando que aquello terminase para poder irse a sus cosas, o a la cama, una de dos.

—Sí, yo también lo creo —gruñó Eduardo.

Cualquier otro lugar · Página 4

Cuando la pausa terminó, entraron los animales. No eran animales muy exóticos ni muy bien entrenados, pero había un perrito muy gracioso vestido con un tutú que saltaba dentro de un barreño.

—¡Y ahora, nuestra gran sensación —gritó el jefe de pista—: el gran ilusionista, el sorprendente mago Rupertini!

Rupertini salió a la pista, vestido con una levita de color púrpura brillante y un sombrero a juego; se quitó el sombrero para saludar al público, se lo volvió a poner, se lo volvió a quitar, y en ese momento una paloma blanca salió volando de él. El público aplaudió. Entonces apareció por la entrada «Rayo» Ray empujando un carrito cargado de material, del que sacó una serie de aros que le fue lanzando al mago uno a uno. Rupertini los atrapó todos, los juntó, y cuando los separó, se pudo ver que los aros estaban unidos entre sí como una cadena.

—¿Cómo lo hace? —escuchó Nina preguntar a la señorita Géroux.

—Es muy simple —comenzó a pavonearse Jean, explicando sus teorías de cómo todo aquello funcionaba. Nina, que sabía que probablemente su primo se estaba inventando todo lo que decía con el único fin de impresionar a su cita, dejó de prestarle atención y se concentró en el sorprendente mago Rupertini. Lo siguiente que hizo fue romper y recomponer un periódico; después hizo levitar una bola, sacó monedas de las orejas de varios espectadores, y derramó sobre estos una profusión de naipes y otros abalorios.

—Ahora —dijo entonces—, ¡necesitaría un voluntario! ¿Quién se ofrece?

Como nadie se ofreció, el sorprendente Rupertini se giró lentamente mientras señalaba con el dedo al público de la primera fila. Para gran sorpresa de Nina, su dedo se detuvo finalmente sobre ella.

—¡Esta señorita! —anunció—. Si es usted tan amable, señorita…

Godorik, el magnífico · Página 130

—Ya está —dijo Keriv, que había terminado de colocar el último de los cubos, y ahora contemplaba su obra con satisfacción—. Vámonos, jefe.

Godorik echó una ojeada a la estantería; en ella reinaba el desorden más absoluto, como de costumbre. Keriv se tomaba tan pocas molestias en ordenar sus cosas (y por eso media oficina no dejaba de quejarse de él) que nadie se habría imaginado que tenía algo que ocultar dentro de ellas. Quizás esas eran las ventajas de ser un inepto.

—Vamos —gruñó Godorik.

Avanzaron por el corredor. El ordenador general estaba en un cuarto que comunicaba con el despacho del jefe de planta, pero al que se podía entrar también desde el pasillo. Esta última puerta estaba cerrada; pero, en cuanto se acercaron, Godorik notó algo extraño.

—Hay luz en el cuarto del ordenador —musitó, fijándose en la brillante rendija bajo la puerta.

—El jefe de planta se habrá dejado encendidas también las luces, otra vez —refunfuñó Keriv—. Siempre igual. Y luego dicen que yo…

Godorik, aunque un poco escamado, alargó la mano y giró el pomo. Abrió la puerta con cuidado… y se llevó el segundo susto de la noche: sentado frente al ordenador general, de espaldas a ellos, se encontraba encorvado sobre el teclado un hombre despeinado y balbuceante.

—¡Aaaaah! —soltó un chillido Keriv, antes de que Godorik pudiera detenerlo—. ¡El jefe de planta!

El hombre frente al ordenador, que en principio no se había dado cuenta de que se había abierto la puerta, dio un bote sobre su silla. Como una bola de pelos que se deshace y se convierte en un gato, se enderezó y se dio la vuelta, y se transformó, efectivamente, en el alto, apuesto y eternamente desaliñado joven que Godorik recordaba como el jefe de planta.

Una bala para el príncipe · Capítulo XXIII

Capítulo XXIII

En los aposentos de los príncipes en el hotel Babilonia se desarrollaba mientras tanto una escena que en los últimos días se había vuelto habitual.

—No entiendo cómo ha podido pasar una cosa así —se lamentaba el duque Onerspiquer, haciendo cada cinco minutos una exagerada reverencia—. Es impensable. No puedo creer que los cuerpos de seguridad que contraté se comportasen de una forma tan deficiente… no sé cómo disculparme… esto es una mancha en el honor de mi familia…

—Está bien, está bien —le repitió Eduardo, por vigésima vez—. Estas cosas pasan, y puesto que se ha evitado una tragedia…

—¡Oh, la tragedia que podría haber ocurrido! —gritó Onerspiquer, con expresión tan desgraciada que inspiraba auténtica lástima—. Cada vez que lo pienso me entra un sudor frío. Le presento mis más sinceras disculpas…

El príncipe Carlos, sentado en uno de los sillones, contemplaba divertido esta escena desde hacía un buen rato. Onerspiquer, que se negaba a dejar de disculparse, perseguía al desesperado Eduardo por la habitación, haciendo genuflexiones y deshaciéndose en sentidas excusas y afirmaciones de que lo ocurrido escapaba totalmente a su entendimiento.

—Serán encontrados todos los responsables —aseguró, tajantemente—, y encerrados en prisión tan pronto como la ley…

—Por lo que se ve, el responsable es ese conde Nor —lo interrumpió Eduardo, que empezaba a perder la paciencia—. No es necesario que haga usted encerrar a todo el que alguna vez tuvo algo que ver con él. Cambiando de tema…

—Sin embargo… —protestó el duque, resistiéndose a alterar su soniquete.

—Cambiando de tema —carraspeó Eduardo—, ahora que las conferencias han sido canceladas, tenemos otro problema.

—¿Otro más? —exclamó Onerspiquer, tan teatralmente que no hubiera sorprendido a nadie que un instante después cayera desmayado como una damisela.

—La princesa de Menisana llega mañana a Navaseca, para asistir justamente a estas conferencias —dijo Eduardo—, o a lo que debería quedar de ellas, puesto que, la verdad, llega algo tarde. ¿Qué vamos a hacer ahora con ella?

—Oh, no, ¡la princesa! —continuó su lloriqueo el duque—. Con tanta agitación, había olvidado por completo que mañana era el día en que… ¡ah, desdichada fatalidad!

—¿De verdad viene mañana? —farfulló Carlos en dirección a Eduardo—. ¿Tan pronto?

—¿Pronto? Viene cuando ya casi han terminado las conferencias, por… no sé muy bien cuál era la razón. En fin, no importa. La cuestión es que, si todo va según lo planeado, mañana estará aquí.

—… y quizás podríamos llevar a su Alteza a la Exposición Regional de Muebles Antiguos… —seguía hablando de fondo Onerspiquer, haciendo planes para entretener a la princesa que nadie escuchaba.

—Esto es un fastidio —gruñó Carlos—. Verás que al fin me la cargarás a mí.

—No tengo intenciones de hacer tal cosa —gruñó a su vez Eduardo—, pero tampoco de provocar algún tipo de incidente diplomático. Esperemos que la princesa se muestre comprensiva respecto al motivo por el que las conferencias han sido canceladas, y no se sienta ofendida por haber tenido que hacer un viaje tan largo en vano.

—Ya verás que será una de estas damitas que empezará a armar escándalo en cuanto se imagine que corre algún tipo de riesgo —comentó Carlos, sardónico, y con voz de falsete imitó a la supuesta princesa—. ¡Oh, un atentado! ¡Oh, qué horrible! ¡Esta ciudad no es segura; tengo que marcharme ahora mismo! ¡Chambelán, mi carruaje!

Ni siquiera Onerspiquer, sumido en sus reflexiones y lamentaciones, pudo evitar escuchar esto. Volvió la cabeza sorprendido, mientras Eduardo traspasaba a Carlos con la mirada.

—¿Qué ocurre? —preguntó, desconcertado.

—Nada que deba preocuparle, duque —tosió el príncipe heredero—. Se hace un poco tarde, y quizás…

—¡Ah, sí; sí, sí! —saltó el duque, recordando de repente todas sus tribulaciones—. Les ruego que me disculpen; siento no poder quedarme un poco más, pero tengo muchísimo que hacer. Por favor, infórmenme si necesitan algo… Buenas tardes, sus Altezas…

Y salió de la habitación, aún mascullando para sí algo sobre la exposición de muebles. En cuanto la puerta se cerró, Carlos volvió de nuevo sus ojos chispeantes hacia su hermano mayor.

—A propósito, Eduardo: ¿qué es eso que dicen hoy los periódicos?

Eduardo suspiró y puso los ojos en blanco.

—¿Qué dicen?, ¿eh? ¿Qué dicen? «El príncipe heredero, con una señorita de Navaseca»… ¿Quién es el que provoca habladurías ahora, Eduardo?

—Vale ya, Carlos.

—¡Ajá! «Dos tortolitos del amor»… ¿De quién hablan ahora los diarios, hmmm? ¿De Carlos Pravano el irresponsable? ¿O es de su Alteza Real, el príncipe heredero Eduardo Pravano?

—Han intentado matarme hace un par de días, caray —recordó Eduardo—. Dame algo de cuartel.

—¡Je! ¿Cuartel? ¿Quién, quién es el irresponsable ahora?

—Está bien; he cometido un error. No volverá a pasar. Pero…

—Después de esto, vas listo si pretendes chantajearme para que me case con esa princesucha.

—Yo nunca he pretendido chantajearte de ninguna forma.

—Eso dices ahora —protestó Carlos, que seguía silbando alegremente y haciendo toda clase de ruidos burlescos destinados a fastidiar a su hermano—. Veremos que es lo que pasa mañana.