Cualquier otro lugar · Página 3

—¡Y ahora anunció el jefe de pista, nuestro fantástico, magnífico acróbata, «Rayo» Ray!

«Rayo» Ray, que a pesar de su nombre de gángster de las carreras de coches era un muchacho joven y muy bien parecido, salió a la pista, y tras saludar al público se subió al trapecio y comenzó a hacer piruetas. Su número era muy bueno, y a Nina le llamó la atención; no parecía encajar en aquel circo. Por supuesto, el buen aspecto del joven influyó bastante en su juicio cuando lo declaró, para sí, el mejor número que había visto durante la tarde.

Después de eso, hubo una pausa. Nina se levantó un momento para estirar las piernas; pero Jean y la señorita Géroux, con la excusa de que hacía frío y que aquel era el lugar mejor aclimatado, no la acompañaron.

—No sé para qué me ha pedido que venga con ellos masculló Nina entre dientes, saliendo de la tienda principal. Era cierto, no obstante, que en el pabellón secundario la temperatura era menos agradable, y Nina volvió pronto al de la pista. Sin embargo, viendo a Jean y a la señorita Géorux haciéndose carantoñas, no quiso sentarse aún e interrumpirles, y se dedicó en su lugar a dar vueltas por el espacio disponible. Sin prestar mucha atención, se aproximó a la entrada por la que los artistas salían a la pista; y, ya que estaba ahí, y que la cortina que la cubría estaba muy despreocupadamente cerrada, echó una ojeada. Sin ni siquiera molestarse en acercarse más, vio al jefe de pista y a «Rayo» Ray.

—… que hacerlo tú decía en ese momento el jefe de pista.

—No me parece apropiado, jefe protestó «Rayo» Ray.

—Eso ahora da igual contestó el jefe de pista. Está enferma, y hay que sustituirla, y punto.

Nina se alejó, con la sensación de haber escuchado algo que no debía escuchar. Fue a sentarse de nuevo en su asiento, distraída; aunque no tanto como su primo y su acompañante, que, si se enteraron de que había vuelto, fue por casualidad.

Godorik, el magnífico · Página 129

—¿No deberías antes arreglar este desastre? —Godorik alzó una ceja, señalando los cubos desperdigados a su alrededor—. La puerta del tercer piso sigue abierta. Cada momento que todo esto esté a la vista te arriesgas a que entre alguien y te pille también con las manos en la masa.

—¡Ahí va! —exclamó Keriv, sobresaltándose, y corriendo de nuevo hacia los cubos—. ¡Se me había olvidado!

Godorik observó cómo el jovencito recolocaba la escalera y ordenaba torpemente los cubos y su contenido encima de la estantería más alta. Por un momento, cuando se lo había tropezado allí de noche en medio de aquel negocio turbio, se había preguntado si el conserje no sería en realidad menos atolondrado de lo que parecía, y solo fingía para alejar de sí las sospechas; pero ahora volvía a estar plenamente convencido de que era un inepto, y de que, si no tenía una suerte milagrosa, lo atraparían en sus absurdos tejemanejes antes de que pasase mucho tiempo.

«Si hasta alguien como Keriv está haciendo esta clase de cosas», se dijo, «¿quién en esta ciudad no estará metido en algo raro?».

Ese pensamiento lo inquietó mucho. Él había sido toda su vida un ciudadano relativamente ejemplar; no porque fuese una persona extremadamente recta o se rigiese por unos códigos morales inquebrantables, sino porque hasta entonces, sinceramente, había pensado que la mayor parte de la gente era así. Pero desde que se había convertido en un cyborg no dejaba de toparse con ejempos de lo contrario… y mientras ocurriesen en el nivel 1, en el 3, en el 7 o en el 25, y entre personas a las que no conocía de nada, aún podía tragarlo, hasta cierto punto. Pero ahora, con lo de Keriv, la cosa empezaba a salpicar su vida personal, de una manera que él nunca hubiera sospechado mientras aún era un aburrido empleado de patentes; y eso lo preocupaba más de lo que hubiera creído.

«¿Y si esa supuesta conspiración que estoy persiguiendo no es nada fuera de lo normal?», se le ocurrió. «¿Y si las hay a cientos en toda la ciudad? ¡Menudo papel estaría haciendo yo entonces!».

Una bala para el príncipe · Capítulo XXII

Capítulo XXII

Navaseca amaneció durante un par de días tan conmocionada como se había acostado la noche del falso pero verdadero atentado, y tuvo que pasar casi una semana antes de que los acontecimientos dejasen de ser la comidilla de toda la ciudad. Como allí nunca pasaba nada, el desalojo del palacio de congresos y sobre todo el intento de asesinato del príncipe heredero excitaron a toda la localidad, y sacaron a flote el hambre de novedades y cotilleos de sus habitantes, mucho más de lo que lo habían hecho anteriormente la llegada de los príncipes y el inicio de las conferencias.

En medio de esa agitación febril recibió Navaseca las noticias de la traición del conde Federico Nor, una celebridad local no precisamente muy querida. Aunque el juicio aún tardaría en celebrarse, nadie dudaba de que el conde sería desposeído de sus tierras y probablemente también de su título; y la historia del humilde botones que había salvado al príncipe, y que, por extrañezas del destino, era al parecer el hijo ilegítimo del conde, daba mucho que hablar hasta a los menos avispados.

—… y no me cabe ninguna duda de que el título que le van a quitar a ese desalmado se lo van a dar a su hijo —podía escucharse fácilmente por las calles de la ciudad—, y desde luego sería un acto merecido. El mismo príncipe lo insinuó el otro día, en ese anuncio que hizo tras el atentado…

—Sin duda sería un merecido cambio de manos…

—¿Qué cambio de manos? Tampoco es que el conde tenga otros herederos…

—¿Y escuchásteis lo de los estudiantes?

—¿Estudiantes?

—Parece ser que fueron unos estudiantes los que dieron ese falso aviso de bomba, y que estaban compinchados con el conde… hay varios detenidos, uno que se llama Salazar…

—Pero creo que dicen que era todo una broma.

—¡Menuda broma! Intentar asesinar al príncipe heredero…

—No, eso no, sino que ellos creían que era una broma…

—Sigue siendo de muy mal gusto… los estudiantes de hoy en día…

—¿Y lo que dicen los diarios? Lo del príncipe y esa jovencita…

—¿Qué, el príncipe Carlos? Eso es normal.

—No, el príncipe Eduardo…

—¿… El príncipe Eduardo?

—Sí, con una jovencita de Navaseca… una señorita Calet… se van a casar seguro, lo he leído en la Opinión

—¡Qué me dices! Entonces, la próxima reina, de Navaseca…

—Bah, yo creo que eso son habladurías…

—No, no, fíjate que lo decía el periódico…

—Entonces lo mismo hasta trasladan la corte a Navaseca.

—¡Qué tontería!

Y así una y otra vez en cada esquina y en cada salón de la ciudad. El ambiente general, pese a los terribles sucesos que habían estado a punto de tener lugar, era alegre y animado, casi como si se hubiese declarado una fiesta nacional, y no había mucha gente que se mantuviese ajena a ello, y menos aún que no se hubiese enterado o no se interesase por el tema.

Entre los que se habían enterado, y sin embargo no participaban del jolgorio general, se encontraba Juan Quiroga. No era un hombre que se dejase llevar fácilmente por la opinión o el humor de aquellos a su alrededor; y, aunque cada mañana leía los periódicos y se mantenía informado, su cabeza estaba en otra cosa. Y esa otra cosa era Elina Goder.

La sugerencia al aire que había hecho Sofía Bronvich, la de que si tanta pena le daba podía casarse con ella, y que esta no había tomado en serio ni por un instante, no dejaba de rondarle la cabeza; no le parecía un absurdo. Únicamente por lástima, por supuesto, no era probable que ni siquiera alguien tan amigable como Juan Quiroga se hubiese planteado esa opción; pero ni la lástima ni la conveniencia eran los únicos factores implicados. Quiroga terminó por confesarse a sí mismo que Goder le parecía una joven no solo muy hermosa, sino también muy simpática. Y así, tras reflexionar menos de lo que habría creído necesario (y más de lo que creía conveniente, puesto que temía que Elina hubiese abandonado ya la ciudad), se decidió a ir a visitarla en la pensión donde se hospedaba.

Elina Goder, que por motivos prácticos había demorado un poco su marcha pero que no pensaba retrasarla mucho más, se sorprendió mucho con la visita de Quiroga; y se sorprendió muchísimo más cuando supo que este venía efectivamente a proponerle matrimonio.

—Sé que mi petición es repentina, y que parece hasta ridícula —se excusó Quiroga—. Pero le ruego que comprenda que no solo me duele la injusticia que se ha cometido contra usted, sino que creo que puedo llegar a amarla sinceramente… si usted me lo permite.

Elina no contestó nada durante un buen rato, turbada y confundida.

—La he ofendido —concluyó Quiroga, mortificado—. Lo lamento mucho, pues, aunque mi proposición es poco ortodoxa, no era eso en absoluto mi intención; pero entiendo perfectamente que no quiera casarse con alguien como yo. Por favor, olvide todo lo que le he dicho, y no deje que… y haga, si así lo desea, como que esta conversación nunca ha ocurrido.

Como Elina seguía sin decir nada, Quiroga, con expresión de cordero angustiado, hizo una reverencia y se dirigió hacia la puerta.

—Espere —consiguió articular por fin ella.

Quiroga se dio la vuelta, sorprendido.

—¿Sí? —preguntó.

—Es usted un buen hombre —constató Elina, con asombro—. Creo que es usted el mejor hombre que he conocido.

—No me conoce usted demasiado —se extrañó Quiroga.

—Pero me casaré con usted —respondió a eso ella.

Ahora fue Quiroga el que se quedó sin habla.

—¿En serio? —dijo.

Elina asintió.

—Ya le dije hace tiempo que me parecía un hombre muy agradable —contestó—. Me encuentro en una triste situación, ya lo sabe usted, puesto que ya dos hombres a los que creía que amaba me han decepcionado… Señor Quiroga, usted es un hombre bueno, y se merece algo mejor que yo; pero, si quiere casarse conmigo, no le diré que no.

Y aún así le costó bastante convencer al pasmado Quiroga de que lo decía en serio.

Cualquier otro lugar · Página 2

—Bueno, me apetece protestó él, pero a una mirada de ella concedió. Tengo una amiga a la que le apetece mucho ver un circo de las afueras, pero no puedo llevarla yo solo porque parecería que es una cita, y se asustaría.

—¿Y es que no es una cita? preguntó Nina, sentándose.

—¡Claro que es una cita! su primo soltó una carcajada—. Pero no tiene que parecerlo. Por eso te lo pido a ti.

—Jean dijo ella, ¿quieres que vaya a hacerte de carabina en una cita que no tiene que parecer una cita?

—Vamos, Nina se rió él. Saldrás de casa, y te lo pasarás bien.

—¿En el circo? respondió ella Sabes que no me gusta mucho el circo, Jean. Será mejor que busques a otra persona.

—No puedo pedírselo a otra persona suplicó él. Vamos, Nina, por favor. Ayuda a tu pobre primo.

Así que Nina no pudo decir que no. Una semana más tarde, con la Navidad ya acercándose, se encontró acompañando a su primo y a una desconocida (que Jean le presentó como la señorita Annabelle Géroux) a un relativamente modesto circo de las afueras.

—Estoy tan emocionada dijo la señorita Géroux. Tengo tantas ganas de ver el circo.

Y eso fue prácticamente todo lo que Nina oyó de la señorita Géroux, puesto que inmediatamente después ella y Jean comenzaron a conversar como dos tortolitos, y se olvidaron de que Nina existía por el resto de la tarde. Nina, que ya se había esperado algo así, suspiró y se resignó a que no le quedaría más remedio, para entretenerse, que prestar algo de atención a la función.

La función resultó ser bastante entretenida. A pesar de que aquel circo era mucho más pequeño que el que Nina había visitado años atrás (y la chica no podía imaginarse por qué su primo y su acompañante habían elegido ese circo en concreto en lugar de uno más renombrado), Jean se había cuidado de reservar los mejores asientos disponibles, y los tres estaban sentados en primera fila, bloqueando la vista de espectadores más interesados. Nina se rió un poco con los payasos, asintió con aprobación al ver a los contorsionistas, y deseó tener a alguien que no estuviese absorto en flirtear con otra persona para poder criticar a los malabaristas, que eran bastante malos. Pero, como era una espectadora bien educada, los aplaudió igual que a todos.

Godorik, el magnífico · Página 128

—¿Estás seguro? —gruñó Godorik, mirando al conserje a través de los párpados entrecerrados.

—Eh, eh —se sintió atacado Keriv—. No te confundas. Una cosa es que yo tenga por aquí algunos… asuntos no muy legales, y otra es que sepa de qué van todos los chanchullos de esta ciudad. ¡Claro que no sé a qué habían venido! Ni siquiera sé quiénes eran.

—Terroristas, sospecho… pero eso ya te lo dicho. ¿No sabes, entonces, si registraron alguna patente?

—No tengo ni idea. Cuando los vi, ya estaban en el patio.

—Tendré que consultar la lista de informes —murmuró Godorik para sí.

—¿Crees que registraron algo, jefe?

—Si no, ¿qué iban a hacer aquí?

—Eso es verdad —concedió Keriv, llevándose la mano al mentón.

—Así que voy a consultar los informes. ¿No habrán apagado el ordenador general, por casualidad?

—No, no creo. Nunca lo hacen… el jefe de planta es un vago, ya sabes.

Godorik asintió. El jefe de planta, que era el encargado general del lugar, era una de las personas más lánguidas e irresponsables que había visto nunca en un puesto público. Era tan vago que, por tal de no dejar saber a la Computadora lo poco que trabajaba, dejaba el ordenador general (que informaba a esta de cuándo se apagaba) encendido día y noche, para que no pudiera vigilar sus horarios de esta manera. A Godorik solía molestarle mucho esto, porque lo consideraba un gasto inútil de electricidad; pero ahora le venía bien.

—Está bien —suspiró—. Voy a ver.

—¡Te acompaño! —tosió Keriv, que aunque no quería que se le notase mucho estaba ansioso por volver a recuperar, después de la escena que acababa de ocurrir, la estima de Godorik—. Ya sabes, lo de encontrar patentes es mi especialidad. Soy el conserje, al fin y al cabo.

Una bala para el príncipe · Capítulo XXI

Capítulo XXI

Ese mismo día le tocaba de nuevo a Eduardo Pravano dar uno de sus aburridos discursos frente a los igualmente aburridos conferenciantes. Estaba a mitad de una larga perorata sobre el significado diplomático del comercio internacional, y más de uno entre el público se estaba quedando dormido, cuando de repente la puerta del salón principal se abrió violentamente, y un par de miembros del cuerpo de seguridad entraron como una exhalación.

—¡Se ha recibido un aviso de bomba! —anunciaron a gritos, muy alterados—. ¡Evacúen inmediatamente!

Los asistentes en la primera fila, que eran los más cercanos a la puerta y por tanto los que mejor escucharon este anuncio, se levantaron de un salto. El duque Onerspiquer, que también estaba sentado en uno de los primeros asientos, se irguió muy digno y alzó la voz.

—¡Calma, caballeros! —dijo—. ¡Que no cunda el pánico!

Pese a lo cual, el pánico cundió rápidamente. La confusión se propagó hacia las filas traseras como la pólvora, y los insignes conferenciantes trataron todos de abandonar sus asientos con gran precipitación, y se dirigieron con gran desorden a amontonarse junto a las salidas.

—¡Calma! ¡Calma! —chillaba Onerspiquer, escupiendo a su alrededor e intentando desesperadamente restaurar algo de normalidad. Pero nadie le hacía caso.

Eduardo Pravano, mientras tanto, seguía al lado del podio, bastante desconcertado por las formas de todo aquello y preguntándose si sería una broma; si no lo era, las fuerzas de seguridad acababan de comportarse de una forma tremendamente estúpida. Carlos, por su parte, se había levantado ya y trataba de llegar junto a su hermano mayor, pero la marea humana formada por nobles y comerciantes que se dirigían hacia la puerta se lo dificultaba.

—¡Vayan hacia las salidas ordenadamente! —aullaba Onerspiquer, tan fuerte que hasta se le escuchaba un poco por encima del ruido general—. ¡Compórtense como adultos!, ¡como adultos, maldita sea!

Carlos se burló para sí de la exasperación del duque, y se dijo que había pocas probabilidades de que aquella masa de ilustres señores se comportasen como adultos. En ese mismo instante, desviando la atención de la puerta y volviéndola hacia Onerspiquer, que, ajeno a todo, seguía gritando, captó de reojo cómo alguien se movía en dirección contraria al resto del mundo.

Sorprendido, trató de seguirlo con la vista; pero en seguida varias personas pasaron por delante de sus ojos, y lo perdió. Continuó tratando de acercarse a la tarima, y de improviso se hizo un pequeño claro y logró localizar de nuevo al hombre que había visto ante. Se había refugiado detrás de una columna, y apuntaba con una pistola al príncipe heredero.

—¡Eduardo! —bramó Carlos, con todo su volumen de voz, y trató infructuosamente de abrirse camino entre la multitud—. ¡EDUARDO! ¡A TU ESPALDA!

Eduardo escuchó esto a medias, y tras un momento comenzó a darse la vuelta. En ese mismo instante, alguien se abalanzó sobre él y lo tiró al suelo, y se escuchó el estruendo de un disparo.

Por un momento, toda la sala se quedó en silencio.

—¡Eduardo! —gritó Carlos, que había visto todo ocurrir como a cámara lenta; y señaló al asesino detrás de la columna—. ¡Ese hombre! ¡Detengan a ese hombre!

El ruido volvió a estallar, a la vez que los conferenciantes reanudaban su loca carrera hacia las puertas y su intento por salir antes que los demás. El hombre de la columna salió de detrás de esta y echó a correr hacia una ventana, pero no había avanzado mucho cuando varios guardias se lanzaron contra él y lo redujeron.

—¡Ay! —se quejó por fin Eduardo, que había dado bruscamente con sus huesos contra el suelo y estaba siendo el último en enterarse de lo que había pasado—. ¿Qué es todo esto?

—¡Disculpe, su Majestad! —dijo el que se había echado encima de él, moviéndose por fin—. ¿Se encuentra usted bien?

Viéndose libre de nuevo, Eduardo se incorporó, confuso. Echó un vistazo primero al hombre que se debatía contra los cuerpos de seguridad, rugiendo como un loco, a la cara lívida de Onerspiquer después, y por último a quien acababa al parecer de salvarle la vida: un botones muy jovencito, que de pie a su lado lo miraba con cara de tonto.

—¿Se encuentra bien su Majestad? —repitió, solícito—. No quería tirarlo al suelo, pero vi que había alguien con una pistola y no se me ocurrió otra cosa…

—Es «su Alteza», no «su Majestad» —fue lo único que se le ocurrió a Eduardo, aún muy confuso. Pero enseguida sacudió la cabeza y se recompuso un poco—. Gracias. Parece que…

—¡Eduardo! —lo interrumpió Carlos, que al fin había conseguido llegar hasta ellos, y que se tiró contra su hermano mayor sin consideraciones—. ¿Estás bien?

Los dos se abrazaron como si nunca antes en la vida se hubieran peleado.

—Estoy perfectamente —afirmó Eduardo—, aunque aún no estoy muy seguro de qué está pasando aquí. Sin embargo, parece que este joven me acaba de salvar la vida… ¿Cómo te llamas, muchacho?

—Soy Nicolás Lucero —contestó el botones. Al mismo tiempo, se escuchó un chillido procedente de una de las puertas, que, como la mayor parte de los conferenciantes ya habían huido, estaban algo más despejadas.

¡Nicolasito! —la voz de María Lucero se escuchó por toda la sala, aún más estridentemente de lo que se habían oído un momento antes los gritos de Onerspiquer o el aviso de Carlos a su hermano—. ¡Nicolasito, alma mía, vida mía!

Carlos, Eduardo y Onerspiquer (que ya se había acercado también y parecía dudar sobre cuál era el mejor momento para empezar a deshacerse en disculpas) observaron aturdidos cómo María Lucero, seguida por la viuda Perquin y por Ludovico Pravano, corría hacia ellos y se arrojaba en brazos de su hijo.

—¡Mamá! —exclamó este—. Mamá, ¿eres tú? ¿Qué estás haciendo aquí?

—¡Nicolasito! ¡Amor mío! ¡Llevo tanto tiempo buscándote! —barbotó María, llorando a lágrima viva.

—¡Ludovico! —notó mientras tanto Eduardo—. Pero ¿qué haces aquí? ¿No estabas fuera?

—¡Nos han dicho que había habido un atentado en el palacio de congresos! —explicó Ludovico atropelladamente, casi sin aliento—. ¡Tenía que venir! ¿Estáis todos bien?

—Estamos todos bien —aseguró Eduardo—. Pero ¿cómo te han dejado entrar?

Pero Ludovico, antes de contestar, abrazó a sus dos hermanos, y se produjo un extraño momento de cariño grupal en el que solo Onerspiquer y la viuda Perquin quedaron sin apretujar a nadie. Ambos se miraron con expresión asustada, como si temieran que las circunstancias del momento exigiesen que ellos se abrazaran también; pero volvieron en sí un instante después.

—¡Bueno, bueno! —carraspeó el duque—. ¡Señores, ha habido un aviso de bomba! Aunque es probable que sea falso, tenemos todos que salir de aquí cuanto antes.

—Así es —concedió Eduardo, pero se dirigió a Onerspiquer con el ceño fruncido—. Duque, sus fuerzas de seguridad…

—¡Lo sé, lo sé! —se lamentó este—. ¡Esto es impensable! Pero primero marchémonos de aquí.

—¡Pero si ese es el conde Nor! —exclamó de repente María Lucero, señalando al hombre al que habían reducido los guardias.

En efecto, el frustrado asesino no era otro que el mismísmo conde Federico Nor, que los miraba a todos con odio reconcentrado.

—¡Es verdad! —se sorprendió Onerspiquer, que hasta el momento no le había dirigido un segundo vistazo—. Pero, ¡conde!

—¡Anda! —exclamó Ludovico—. ¿Este es el famoso conde malvado?

—No entiendo nada de lo que está pasando —confesó, ahora también, Carlos.

—Yo tampoco —dijo Eduardo—. Salgamos de aquí.

Se pusieron en marcha apresuradamente hacia la planta baja. Por el camino, Ludovico explicó, de forma solo relativamente comprensible, a sus dos hermanos de qué iba el asunto de Maria Lucero y del conde Nor, y que aquel extraño giro de acontecimientos hacía que al príncipe heredero lo hubiera salvado de las maquinaciones del conde precisamente el hijo ilegítimo del conde.

—Esto es un embrollo —sentenció Eduardo—. Tengo que escuchar todo esto de nuevo con algo más de calma. —contempló a Nicolasito y a su madre, que todavía no se había despegado de él—. Pero llegaré al fondo de este asunto, se lo aseguro.

—¿No irán a meterme en la cárcel otra vez? —chilló María, histérica.

—No me refería a eso —aclaró el príncipe, mientras la viuda Perquin fulminaba a su protegida con la mirada.

Eduardo iba a añadir algo más, pero habían llegado ya a la entrada del palacio, y al salir a la calle se encontraron con un enorme alboroto. La policía, más eficiente que el equipo de seguridad, estaba acordonando el edificio, y a su alrededor se amontonaban un montón de curiosos.

—¡Sus Altezas! —exclamó el comandante, acercándose rápidamente—. ¿Se encuentran bien? Debido a toda esta confusión, nadie sabía decirme…

—Estamos bien —aseguró Eduardo, y un momento después ignoró al comandante, dejándolo en las garras del muy enojado duque Onerspiquer—. Discúlpeme.

Y fue hacia el cordón policial. En la primera fila, intentando que la dejaran pasar, estaba Leonor Calet.

—¡Leonor! —la llamó.

Leonor dejó de discutir con el policía y levantó la vista.

—¡Eduardo! —gritó—. ¡Oh, dios mío! ¡Te encuentras bien!

Ante el desconcierto del policía, que por una parte quería protestar pero por otra no se atrevía a decirle nada al príncipe heredero, Eduardo cogió a Leonor en volandas y la metió dentro del cerco.

—¿Qué haces aquí? —preguntó, sin soltarla.

—¡Dios mío, Eduardo! —repitió esta, que estaba muy alterada—. He oído que había habido un atentado, y he venido corriendo… estaba tan preocupada…

Y los dos se abrazaron también, provocando un par de silbidos de burla por parte de Carlos, una mirada de sorpresa por parte de Ludovico, y un suspiro exasperado de la viuda Perquin, que había tenido ya suficiente amor y felicidad por un día.

Cualquier otro lugar · Página 1

1. Nina, Ray, y el sorprendente Rupertini

 

Nina Mercier solo había ido una vez al circo, y eso había sido años atrás. Cuando era una niña pequeña, sus padres la habían llevado a una función durante las vacaciones de verano un año en el que la familia se había peleado con la tía Renata, y por tanto no habían ido todos a pasar los meses estivales al cortijo de esta, en medio de la campiña francesa.

Como los Mercier no eran gentecilla de tres al cuarto, habían llevado a su hija a una representación de un circo grande y famoso, plagado de magníficos acróbatas, impactantes animales y números espectaculares. Aún así, la pequeña Nina no se había sentido demasiado impresionada por el circo. Todo lo que había visto le había parecido o demasiado peligroso o demasiado aburrido; y, cuando salió de allí, aunque entretenida, no pensó que hubiese pasado una tarde mejor que la que habría pasado en el teatro, patinando, o en casa de la estrafalaria tía Renata.

Así que tardó mucho tiempo en volver a ir al circo, y cuando volvió, no fue por iniciativa propia. Jean, uno de sus primos por parte de madre, apareció un día por su apartamento con una propuesta particular.

—Podríamos ir al circo —sugirió, con el aire de casanova que desde hacía unos años se esforzaba en cultivar. Jean era unos tres años más joven que Nina, pero ambos se llevaban bien desde la infancia, y ella no podía menos que divertirse cuando lo veía ahora con su peinado a la última moda, su ropa elegante y su actitud de conquistador.

—¿Al circo? —preguntó ella, mientras le servía una taza de café en la minúscula terraza de su pequeño apartamento, que sin embargo era cálido y luminoso y estaba amueblado cuidadosamente, por no decir que estaba en el centro de París—. ¿Para qué quieres ir al circo, Jean?

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 87

87

Y así había comenzado la nueva paz temporal entre el Mal y el Bien.

—No durará —reconoció Orosc frente a Beredik, mientras paseaba arriba y abajo por el salón del trono, y su recién restituida Consejera Imperial asentía enérgicamente con la cabeza—. No podemos contar con que todo vuelva a ser como antes. La caja de los truenos ya se ha abierto, y el Bien nos volverá a atacar en cuanto recomponga sus maltrechas ideas, sin duda alguna. No nos queda otra que idear un plan que nos prepare para la guerra… que nos prepare, esperemos, no solo para resistir, sino para vencer.

Como Vlendgeron había pensado ya antes de que terminase la crisis de las anomalías, y como sin duda le convenía hacer a la vista de cómo se habían desarrollado los acontecimientos, se había empezado una renovación de la cúpula de mando del Mal. Pati Zanzorn, alguno de ellos, había conseguido milagrosamente mantener el puesto de jefe de inteligencia; pero todos los malignos generales, que ya eran estúpidos antes de que se les derritieran los cerebros y que desde ese incidente no habían mejorado mucho, fueron prontamente degradados no a comida de caimán, como Vlendgeron había pensado, pero sí a guardianes del foso de caimanes (lo que, a la larga, podía no ser tan diferente del plan original). Mario Cirr, que tras el regreso de la Sin Ojos debía haber vuelto a ser fontanero a tiempo completo, fue nombrado fontanero-Consejero Imperial adjunto, con gran disgusto por su parte.

—¿Y quién se ocupará de las cañerías cuando yo falte? —refunfuñaba por el fuerte.

Sin embargo, Celsio Barn, que seguía en la cantina y en el que el Gran Emperador seguía depositando toda su confianza para administrar disimuladamente sus recursos humanos, consiguió animarle señalándole que la conquista de territorios por parte del Mal se traduciría directamente en la obtención de materiales para reemplazar las cañerías; y que a veces un fontanero tenía que salirse un poco del camino directo para poder realizar su labor.

—Bueno, visto así —se consoló (un poco) Cirr.

Sore Matancianas, que seguía siendo una de las personas más competentes del fuerte, fue ascendido a maligno general. Esta meteórica subida de rango lo sorprendió tanto, y dotó de tanto renovado entusiasmo a sus planes de bombardear medio Bien por medio de globos y otras cosas por el estilo, que por un tiempo Vlendgeron consideró si no sería más sensato cesarlo otra vez; pero al fin la necesidad le aconsejó otra cosa. No solo eso, sino que tras comprobar la enorme escasez de malignos generales que tenía de repente, el Gran Emperador decidió darles el puesto también al Fozo, a Avur Vilán y hasta a Asimarak Cuu, al que todavía no había escuchado siquiera decir media palabra.

Cornamenta Malroves y Adda Rojasangre, por su parte, habían decidido tras la experiencia de salir de limpiar la alacena y encontrarse con un fuerte completamente vacío y abandonado que no les importaría dedicarse al servicio del Mal de una forma algo más emocionante que limpiando Kil-Kyron.

—Además, lo más adecuado es que un fuerte maligno esté sucio y maloliente —decía de repente Cori, muy entusiasmada.

Así que de la noche a la mañana se enrolaron como soldados del Mal. Adda no estaba tan segura, pero Cori, con la imaginación exacerbada por lo que le contaban los Neutrales, ardía en deseos de ir a conquistarlo todo.

Los Neutrales habían mandado de vuelta su globo con las cajas precintadas que contenían a los inconscientes Ícaro Xerxes y Maricrís; pero la mayor parte de la unidad, incluido el jefe de la corbata roja, se habían quedado. Nadie estaba muy seguro de por qué, aunque el jefe había tenido una charla con Orosc Vlendgeron, tras la cual este les había permitido permanecer un tiempo en Kil-Kyron pese a su condición de no-malignos. La versión más extendida de los hechos era que iban a quedarse hasta que llegasen noticias del estado y la evolución de las dos anomalías, tras lo cual pensaban compartir con todo el mundo sus informaciones sobre cómo luchar contra esa clase de situaciones, según unos, o pedir una indemnización multimillonaria por daños y perjuicios a todos los implicados en el incidente, según otros; y que mientras tanto se alojaban en Kil-Kyron, y no en los terrenos del Bien (lo cual debería darles igual, puesto que eran Neutrales) porque la que los había llamado había sido Beredik la Sin Ojos.

Pero nadie lo sabía, y aunque las especulaciones se hacían cada vez más desproporcionadas, lo único cierto era que ahora un rincón de la cantina del fuerte estaba casi permanentemente ocupado por un grupo de Neutrales, que bebían soda sin parar y hablaban a todo el que quisiera escucharlos de lugares fantásticos y aventuras increíbles. Y esto llegó a excitar tanto la imaginación de muchos de los habitantes de Kil-Kyron que se produjo un nuevo repunte de idiotas y no-tan-idiotas que querían ir a ver mundo, realizar grandes hazañas y luchar contra el Bien. Esto preocupaba un poco al Gran Emperador, que después de lo que había pasado con Ícaro Xerxes estaba atravesando una fase en la que no se fiaba de nada; pero como aquello parecía más una nueva moda que otro fenómeno sobrenatural, tuvo que conformarse con lo que había, y hasta alegrarse por ello.

—Mal está lo que mal acaba —decía la Sin Ojos, repantingándose sobre su trono adjunto de Consejera Imperial y sintiéndose importante.

—Sí —gruñía Orosc Vlendgeron—, pero esto no ha hecho más que empezar.

Fin de la primera parte