El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 82

82

Beredik aún no había terminado su relato, pero llegados a ese punto, Cori perdió la paciencia. El cielo seguía poniéndose más y más negro, tanto que ya casi parecía de noche; y ella no se fiaba de lo que unos señores desconocidos, y más aún unos que no se declaraban malignos, pudieran hacer para solucionar aquella urgente situación.

—¿Y bien? —gritó, interrumpiendo a Beredik—. ¿De dónde han salido, y qué es lo que pretenden hacer? ¡No tenemos todo el día!

Esta intervención pareció enfurecer a la Sin Ojos. Se hinchó y se puso roja, y un momento después tronó:

—¡Cornamenta Malroves! —y la apuntó con un dedo amenazador— ¡No seas tan incrédula, o el glorioso destino que te está reservado te será igualmente arrebatado!

Cori se sobresaltó; no había dicho a Beredik cómo se llamaba, pero esta parecía saberlo de todas maneras. Eso la calló por un momento, y entonces Orosc intervino, y puso una mano pesadamente sobre el hombro de la menuda Sin Ojos.

—Beredik, ¿qué van a hacer esos hombres? —exigió saber—. ¿Cómo, y por qué, los has traído aquí?

—¡Los he llamado para salvarnos a todos! —exclamó Beredik—. No creáis que son Neutrales cualquiera; ¡son una unidad de élite especialmente entrenada para lidiar con anomalías destructivas! He tenido que ir casi hasta el fin del mundo para encontrarlos.

—¿Anomalías destructivas?

—¡Esos dos! —la profetisa señaló violentamente en dirección a Marinina e Ícaro Xerxes, que seguían en su trance. El freimiento de cerebros estaba ya empezando a afectar también a los hombres, y no solo a los pájaros y alimañas, que estaban a su alrededor; Sanvinto, Barbacristal, y varios de los malignos generales que estaban más adelantados comenzaban a tambalearse peligrosamente—. En cuanto ese chaval se acercó al fuerte, percibí lo que pasaba. ¡Esos dos son anomalías creadas por el desequilibrio entre el Mal y el Bien! Poseen el poder inconsciente de alterar la realidad a su alrededor para que todo salga según sus planes; un poder que, si se descontrola, es increíblemente peligroso para todos a su alrededor. ¡Miradlos! Yo sabía que, si se encontraban con una situación imposible, como la de ahora, lo que harían sería seguir creando más y más energía, utilizando sus fuerzas para salirse con la suya… ¡hasta aniquilarnos a todos!

Vlendgeron parpadeó.

—Así que desapareciste sin avisar y fuiste a buscar a esos tipos —resumió.

—Eso es.

—¿Por qué no nos avisaste? —bramó Vlendgeron—. ¡Habríamos podido matarlos a ambos antes de que pasase esto!

—¡No, no habríais podido! —aseguró Beredik—. ¿Cómo habéis llegado a esta situación? ¿Acaso no ha sido porque el poder de esos dos os ha manipulado para que hiciéseis su voluntad? —volvió a señalar hacia el epicentro del enfrentamiento—. ¿Por qué a la cabeza de esos ejércitos no estáis vos y los líderes del Bien? Más aún, ¿por qué está ocurriendo esta batalla, si vos sabías perfectamente que nunca podríais ganar de esta manera?

Godorik, el magnífico · Página 119

Unos días después, Godorik estaba ya casi completamente recuperado de su pequeña incursión en el mundo de los inconscientes. Agarandino, que desde que había descubierto que todo aquello podía tener algo que ver con la iniciativa 2219 estaba (ligeramente) más entusiasmado con colaborar en la investigación, había recolectado mientras tanto tanta información como había podido sobre la dichosa inciativa; y, de paso, sobre otras iniciativas y leyes que habían sido propuestas en algún momento, algunas aprobadas y otras no, que a su parecer eran igual de dañinas para la sociedad en su conjunto, y que merecían un levantamiento general. De hecho, había llenado con ello casi toda la memoria del nuevo, que no flamante, teledatáfono de Godorik, cosa que a este no le hizo mucha gracia.

—Doctor, agradezco su interés, pero ¿para qué se supone que va a servirme todo esto? —protestó. Agarandino, como cada vez que se ponía en tela de juicio algo que tenía que ver con sus antiguas actividades anticomputadora, carraspeó y se infló, herido en su orgullo.

—¿No has dicho que has encontrado algo sobre la iniciativa 2219? Pues lo más lógico es que la investigues, y que investigues también lo que tiene que ver con ella… y si resulta que no está relacionado con tu problema, pues al menos adquirirás algo de cultura general… que no te vendrá nada mal…

Godorik, que llevaba varios días encerrado en casa escuchando la cháchara del buen doctor y comiendo con desgana las tortitas de Manni, se escabulló en cuanto pudo, y fue a poner en marcha la siguiente parte de su plan, que había improvisado Agarandino antes de que fuera a visitar al segundo Gidolet, y a la que él le había dado vueltas durante aquellos días: volver a la oficina de patentes.

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 81

81

—¿Cómo? —exclamó Adda—. ¿Qué queréis decir? ¿Quiénes son los Neutrales?

Beredik emitió una tosecilla, y comenzó a narrar. Mientras tanto, los encorbatados seguían atravesando el ejército maligno, y los más avanzados comenzaban a rodear a Marinina y a Ícaro Xerxes.

—Hace muchísimos años, en el continente vivían en armonía tres facciones: los partidarios del Bien, los del Mal, y los que no tomaban partido por ninguno de los dos: los Neutrales. El mundo era muy variado; por todas partes, los territorios del Bien eran luminosos y alegres, mientras que las zonas controladas por el Mal eran oscuras y tenebrosas. También estaban los terrenos neutrales, salpicados aquí y allá, que eran grises, y que no se adherían ni a la doctrina maligna ni a la benigna, sino a su propio modo de vida que llamaban «equilibrado».

»Entonces, un día, los partidarios del Bien y de la Oscuridad comenzaron a pelearse. El conflicto creció muy rápidamente, y pronto empezó la guerra. Todos los terrenos benignos, que antes estaban dispersados por el paisaje, se unieron para hacer frente a sus enemigos; y lo mismo hicieron los malignos. Ambas partes instigaron a los terrenos neutrales a que se unieran a su causa, pero estos insistieron en mantenerse estrictamente fuera de la discusión.

»Sin embargo, las otras dos facciones se dieron cuenta pronto de que no podían unificar adecuadamente sus territorios, porque los terrenos neutrales estaban en medio. Esto no podían permitirlo, y continuaron tratando de conquistarlos o convencerles para que se pasaran a su bando con aún más ahínco que antes; así que los Neutrales, sin pretenderlo, se encontraron atrapados en mitad de la guerra en la que se negaban a participar.

»Nadie sabía cómo acabaría aquello; y, un buen día, los altos mandos neutrales tomaron una decisión drástica. Reunieron a toda su población, y, casi de la noche a la mañana, se marcharon… y nadie supo a dónde. Sus territorios amanecieron vacíos, con solo las cosas que voluntariamente habían dejado atrás en ellos; y fueron rápidamente ocupados por las fuerzas malignas o benignas más cercanas, que tenían cosas más importantes de las que preocuparse que el nuevo paradero de los Neutrales.

»Las guerras entre el Bien y el Mal continuaron y se encrudecieron, y dieron forma a la historia que todos conocéis; y nadie volvió a saber nada más de los Neutrales, o pudo averiguar a dónde se fueron… hasta el día de hoy.

Godorik, el magnífico · Página 118

Godorik alzó una ceja.

—Bueno, usted sabe más de ordenadores que yo, doctor —concedió—. Pero ¿qué es lo que iba a decir?

—¡Ah, sí! Que si hubiese sido cualquier otra cosa que no fuese un ordenador supercomplicado, a todos nos habría parecido muy sospechoso. Como si la Computadora hubiera caído bajo la influencia de algo o alguien.

—Pero no se lo pareció.

—No; es algo impensable. Pero ¿y si eso fue lo que ocurrió?

—Acaba usted de decir que es impensable.

—Quizás no sea tan impensable. Al fin y al cabo, la Computadora es un engendro mecánico increíblemente complicado y con una capacidad de autodiagnóstico y autoregeneración desmesurada; pero ¿qué impide que se pueda crear un virus igualmente complicado? La mera existencia de la Computadora es un argumento a favor de la posibilidad de crear algoritmos tan complejos que puedan contrarrestar a la Computadora.

—¿Cree usted que sería posible?

—¿Por qué no? Obviamente, sería muy complicado… no creo que una persona sola, y sin asistencia de una máquina casi tan sofisticada como la Computadora en sí, pudiera hacerlo. Pero, si se tratase de toda una organización…

—Ahora está usted delirando, doctor —bufó Godorik—. Precisamente para evitar esa clase de situaciones es por lo que la Computadora ilegaliza a sus oponentes.

—Sí; una medida totalitaria e injustificable… —gruñó Agarandino—. Pero ni siquiera la Computadora es infalible.

Eso dejó a Godorik reflexionando. A pesar de que no quería convertirse en un conspiracionista, le parecía que algo allí tenía sentido; que si empezaba a atar cabos llegaría a alguna conclusión. Pero estaba muy cansado, y las ideas y los conceptos danzaban por su mente como bailarines hiperactivos. No era el momento de seguir intentando poner en claro aquel misterio.

Se levantó con un gruñido, y anunció que se iba a dormir.

Una bala para el príncipe · Capítulo XVII

Capítulo XVII

Las ocasiones sociales se organizaban en el hotel Babilonia con mucha liberalidad, y no pasó mucho tiempo antes de que se celebrara otra abarrotada recepción. Todos los habituales, lo que incluía ya también a los príncipes, estaban allí; cualquier cosa relacionada con estos últimos habría dejado de ser novedad y se habría convertido ya en rutina (puesto que llevaban ya allí bastantes semanas) si no hubiese sido porque en Navaseca apenas pasaba nunca nada, y había que exprimir al máximo cualquier eventualidad. Afortunadamene, aunque ni el príncipe heredero ni las aventuras (públicas) de Ludovico daban suficientemente que hablar, los aburridos navasequienses se habían dado cuenta ya de que podían confiar en Carlos para proporcionarles nuevos rumores y tentativas de escándalos.

Sin embargo, aquella noche el segundo príncipe los decepcionó a todos. El público en general no sabía nada de la bronca que los tres príncipes habían tenido hacía poco, y por tanto tampoco esperaban cambios en el comportamiento de ninguno de ellos, y se quedaron un tanto sorprendidos al ver que Carlos Pravano estaba, de repente, bastante más comedido que de costumbre.

—¿Qué habrá pasado? —terminaron por preguntarse, en corrillo, algunos de los invitados más atentos, al ver que la noche avanzaba y Carlos seguía sin hacer nada muy espectacular.

—Dicen —se inventaban ya algunos—, que los príncipes han recibido la visita secreta de un emisario del rey, y que este no estaba muy contento.

—Yo he oído que ese emisario está aquí ahora mismo, de incógnito —decía alguien más.

Y todo el corrillo miraba a su alrededor disimuladamente, tratando de identificar quién podría ser ese recién llegado emisario de su Majestad Alfonso Pravano. Y con esto, a falta de otra cosa, se entretuvieron por un buen rato.

Eduardo, por su parte, que sabía perfectamente que no había llegado ningún emisario del rey y que tampoco podía imaginarse que algunos de los que lo rodeaban empezaban a construir esa clase de castillos en el aire, estaba bastante aliviado al ver que Carlos, por una vez, no hacía nada muy estúpido. Es decir, se comportaba como era siempre él, congeniando con todo el mundo, exhibiendo su ingenio y sus dotes de buen orador y dejándose perseguir por un batallón de admiradores de ambos sexos; pero Eduardo no tenía problema con esto, sino con la forma en que el comportamiento de su hermano se había escalado en los últimos tiempos, y que (o eso sospechaba ahora) tenía menos que ver con la auténtica naturaleza de este que con los deseos de fastidiarle. Pero, en cualquier caso, aquella noche Carlos no estaba haciendo nada que preocupase a su hermano mayor, cosa que este agradecía.

Sin embargo, eso no quería decir que se hubieran terminado los quebraderos de cabeza del pobre Eduardo, que, todo hay que decirlo, tenía un talento especial para encontrar siempre algún motivo de inquietud. Esta noche no tardó en percatarse de que Leonor Calet se comportaba con él, de repente, de forma muy fría y reservada, que contrastaba fuertemente con el trato tan cordial que habían tenido hasta entonces.

«¿Está enfadada porque el otro día la ignoré durante todo el camino de vuelta?», se preguntó el príncipe. «Desde luego, no me porté como un caballero.»

En cuanto tuvo la oportunidad (lo que no fue pronto, porque Leonor parecía rehuirle), se acercó a ella y empezó una conversación.

—¿Se encuentra usted bien, Leonor? —le preguntó; y, cuando ella aseguró que se encontraba perfectamente, añadió—. Tengo que pedirle disculpas por mi comportamiento del otro día; no fue muy adecuado. Espero que no esté usted disgustada por ello.

Leonor pareció turbarse.

—Oh… no, no —negó con la cabeza—. No tiene usted por qué disculparse. Fue muy amable acercándome a mi casa.

—¿Entonces? —se extrañó el príncipe—. No quiero inmiscuirme donde no me llaman, pero… ¿Le ocurre algo?

—No, por supuesto que no —aseguró Leonor, y desvió la vista.

Eduardo compuso una expresión aún más desconcertada. Al final, ella terminó por ceder.

—Le ruego que no me lo tome a mal —confesó—, pero me han dicho… he oído de algunas personas que sería recomendable que fuésemos más cuidadosos. Sé que es un poco ridículo, pero en esta ciudad los rumores empiezan con nada, ¿sabe? Y no creo que quiera su Alteza que empiecen a circular habladurías… por lo demás infundadas.

Eduardo se sintió como si le hubiesen echado por encima un cubo de agua fría.

—¿Es que circula ya algún rumor desagradable? —inquirió.

—No, que yo sepa —dijo Leonor, mortificada, pues en el fondo había tenido la pequeña esperanza de que el príncipe desmintiera lo de que las habladurías eran «infundadas»—, pero eso no significa que no debamos guardarnos de ellos.

—Tiene usted razón —concedió Eduardo, que estaba casi tan decepcionado como ella—. Bajo ningún caso querría comprometer el honor de usted; no había pensado en ello. Le ruego que me disculpe.

—No tiene por qué disculparse —repitió Leonor, un tanto violentamente—. Por favor, no hablemos más de este asunto.

—Por supuesto —contestó Eduardo.

Se separaron, y cada uno se fue por su lado. Leonor fue a sentarse en uno de los sofás; pero estaba tan distraída que ni siquiera prestó atención a junto a quién se dejaba caer.

«¿Qué tonterías me he imaginado?», se dijo. «¿Cómo he podido hacerme ilusiones, siquiera? ¡El príncipe heredero, casarse conmigo! ¡Conmigo, que ni siquiera soy una beldad! Leonor, ¡qué estúpida eres! ¿Cómo te has metido estas cosas en la cabeza?».

Eduardo volvió junto a un embajador retirado que en aquel momento relataba una anécdota a un grupo de sarcásticos oyentes, y junto al cual, por lo mucho que hablaba, estaba seguro de no tener que decir nada en un buen rato. Aunque su semblante no lo delataba, no era menos infeliz que Leonor.

«No sé bien qué es lo que pasa conmigo», pensó, mientras asentía mecánicamente a todo lo que decía el ex-embajador. «Ni siquiera sé qué es lo que me había figurado. Es una muchacha de buena familia, y muy agradable, pero ¿cómo podría casarme con ella? ¡Después de tanto como le he insistido a Carlos en que tiene darle una oportunidad a la princesa de Menisana, y aquí estoy, dándole vueltas a un matrimonio políticamente inútil! Pero de todas maneras es absurdo pensar en ello. Ella no quiere casarse conmigo; lo ha dejado claro.»

Al otro lado del salón había otra persona cuyos pensamientos no iban por derroteros muy agradables. Juan Quiroga, el eterno soltero, se había apropiado de uno de los sofás, y llevaba casi toda la noche sentado. De vez en cuando miraba de reojo a los jóvenes que pasaban; en especial, a Leandro Ligoria, que ya iba del brazo de otra muchacha muy agraciada.

En algún momento se le acercó Sofía Bronvich, que cuando tenía que huir de Gregorito Harvel solía explorar los rincones más recónditos de la sala.

—Señor Quiroga, está usted aún más mustio que de costumbre —lo saludó—. ¿Me permite que me siente?

Quiroga, que no tenía por costumbre ofenderse por nada, la invitó a tomar asiento con perfecta corrección.

—¿Qué le ocurre a usted? —quiso saber entonces Sofía. Quiroga no era su víctima favorita; no era ni el más divertido ni el más ridículo de sus conocidos, y por lo tanto no tenía mucha gracia meterse con él.

—No es nada —aseguró él—. Únicamente le estoy dando vueltas aún a la ruptura de Ligoria con la señorita Goder.

—¡Ah!, ¿eso? —se sorprendió Sofía, que después de ir a chinchar a Sorés había dado el asunto por terminado hasta nuevo aviso, y se había olvidado completamente de que Elina Goder existía—. Y ¿por qué le da tantas vueltas?

—No puedo dejar de pensar que ha sido una injusticia —contestó Quiroga—. Esa pobre señorita… me inspira lástima.

Sofía se asombró una vez más de lo tiquismiquis que era Quiroga.

—Injusticia o no, ahí ya no hay nada que hacer —dijo, encogiéndose de hombros—. No hay por qué pensar más en ello.

—Sin embargo… —protestó Quiroga.

—Si tanta pena le da —continuó Sofía, en broma—, siempre puede usted casarse con ella.

Quiroga no contestó, y pasó el resto de la velada perdido en sus propias reflexiones.

Godorik, el magnífico · Página 117

—Sin embargo, por lo que usted me acaba de contar, la iniciativa no se aprobó por el veto de la Computadora, y no por los votos del consejo o de cualquier otra persona. Entonces, ¿a quién quiere hacer lamentar el autor del mensaje que la iniciativa no se aprobara? Sea quien sea, no puede ser el auténtico responsable.

Agarandino se encogió de hombros.

—Quizás quiera vengarse de la Computadora en sí —sugirió.

—Pero la Computadora no es un ser viviente que se mueva y respire, y mucho menos que vaya a entrar en el piso de alguien a levantar una alfombra y encontrar un mensaje debajo de ella —gruñó Godorik—. Incluso aunque quienes lo encontrasen fuesen los técnicos de la Computadora, o la policía, la Computadora no va a sentirse amenazada o disgustada o afectada de alguna manera por esa clase de mensaje. Dejarlo sería perder el tiempo y el papel.

—Hmmm —reflexionó Agarandino.

—Además, el mensaje decía literalmente: «pardillos, ahora lamentaréis…» etcétera. «Pardillos», en plural. No parece exactamente un mensaje destinado a la Computadora.

—Lo mismo es alguien que está loco —el doctor se encogió de hombros.

—Pues en ese caso, es un loco que se toma muchas molestias —farfulló Godorik.

Agarandino se llevó la mano al mentón, y pensó por un rato.

—¿Y si no es eso? —dijo al fin—. El cambio de postura de la Computadora respecto a esa iniciativa fue muy repentino. Si no hubiese sido porque es una computadora, a todos nos habría parecido muy sospechoso.

—¿No les pareció sospechoso solo porque se trataba de un ordenador?

—Bueno, ya sabes como son esos cacharros… no te ofendas, Manni. Cogen toda la información que tienen y la calibran teniendo en cuenta todos los factores posibles; el resultado final es algunas veces tan delicado que cualquier pequeño dato adicional puede trastocarlo. ¿Quién sabe? Nos imaginamos que quizás en el último momento la Computadora se había enterado de que los petirrojos del zoo del nivel 3 son amarillos, y que eso había alterado todos sus cálculos y la había hecho decidir que la iniciativa 2219 no era razonable. En ocasiones estas cosas son muy poco claras.

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 80

80

—¡Beredik! —exclamó Orosc, atónito.

—¡La Sin Ojos! —gritó a su vez Cirr, señalándola con el dedo, como si viera una aparición—. ¿De dónde ha salido?

Beredik, sin embargo, no miró siquiera en su dirección. Se volvió hacia la cabina del globo, e hizo una seña a alguien; y casi inmediatamente comenzaron a salir de esta en perfecta coordinación un montón de tipos trajeados, con gafas de sol que les ocultaban los ojos y corbatas de colores chillones anudadas varias veces alrededor del cuello.

—Pero qué… —se sorprendió el Gran Emperador, mientras aquellos tipos (los que habían salido del globo eran nueve o diez, y parecía que aún quedaban algunos dentro) discutían algo con Beredik. Vlendgeron tiró de nuevo de las riendas de su oso—. ¡Volvamos hacia el valle! No sé qué está pasando, pero con algo de suerte puede que acabe de llegar la caballería.

Los cuatro galoparon desbocadamente montículo abajo, hasta llegar a donde estaba Beredik la Sin Ojos con su extraña compañía. Pero ella, al verlos, les hizo un gesto para que se detuvieran.

—¡Atrás! —dijo—. ¡No avancéis más!

—Beredik, ¿qué significa esto? —exigió saber Vlendgeron.

—¡Hemos llegado justo a tiempo! —anunció ella—. ¡Un poco más tarde, y habría ocurrido una catástrofe!

—Eso ya lo sabemos —gruñó Orosc—. Pero ¿quién es esta gente? ¿Qué…?

—¡Sin Ojos! —interrumpió uno de los trajeados, que era el más alto de todos, llevaba una enorme corbata roja y tenía aires de líder—. ¡Tenemos que intervenir ya! Cada instante que esto continúa estamos todos en peligro.

—¡Pues hacedlo! —tronó la Sin Ojos—. Adelante, ¡detenedlos!

El líder dio una voz, y todos los trajeados se llevaron al unísono la mano a la solapa de sus chaquetas, y extrajeron de ellas cada uno un enorme rifle terminado en punta, que en opinión de Cirr de ninguna manera podía haber cabido bajo la ajustada americana de aquellos hombres. Después de eso, se pusieron en marcha y avanzaron en tropel hacia el lugar donde se encontraban los líderes malignos y benignos, atravesando a empujones la retaguardia de los ejércitos del Mal y arrollando con todo a su paso.

—¡Beredik! —repitió una vez más Orosc, que, aunque empezaba a sospechar que la profetisa había previsto este aciago futuro y tomado medidas para contrarrestarlo cuando llegara, seguía sin entender gran cosa, y quería una explicación—. ¿Qué es esto? ¿Quiénes son esos?

Beredik contempló por un instante las espaldas de la unidad de trajeados, y luego se recogió los faldones y fue a acercarse a la compañía del Gran Emperador.

—Ellos… ¡pertenecen a un pueblo muy lejano, uno del que no se ha sabido nada en muchísimo tiempo! —bramó entonces, con su habitual grandilocuencia—. ¡Un pueblo, una raza perdida en los albores de nuestra historia!

—¿Son malignos o benignos? —preguntó Cori, que se temía que hubiesen venido a auxiliar a sus enemigos.

—¡No son malignos ni benignos! —contestó la adivina, con un chillido.

Orosc Vlendgeron se sobresaltó.

—¿Qué? —se asombró Cirr—. ¿Cómo es eso posible?

—¡No son malignos ni benignos! —repitió Beredik, con una mueca triunfal—. ¡Son aquellos que se resisten a la influencia del Bien y del Mal! ¡Son los Neutrales!