Godorik, el magnífico · Página 116

Godorik farfulló algo.

—¿Qué dices tú, Manni? —se volvió hacia el robot—. Tú eres más afín a la Computadora que a nosotros; ¿qué piensas de esto?

—Eso no es cierto —pareció ofenderse Manni—. Yo soy una unidad robótica, y como todas las unidades robóticas estoy diseñado con personalidad. ¡Puedo mimetizarme perfectamente con la sociedad humana!

—Sí, pero la base de tus procesos siguen siendo circuitos y no sentimientos, ¿no es así? —suspiró Godorik—. ¿No puedes entender a la Computadora mejor que nosotros?

Manx se envaró.

—La Computadora tiene una capacidad de cálculo infinitamente superior a la de cualquier unidad robótica portátil —confesó—. Mis circuitos, por perfectos que sean, no pueden esperar comprender el sublime funcionamiento de su arquitectura computacional.

Godorik se mordió el labio.

—Bueno —bufó—. Dejemos eso por un momento. El caso es que ese mensaje que encontré decía que alguien lamentaría no haber aprobado la iniciativa 2219. ¿Quién podría estar tan resentido porque no se aprobase esa iniciativa?

—¡Uh! —exclamó el doctor—. La lista es larga. Podría ser, por supuesto, una de esas compañías privadas… que habrían encontrado formas de lucrarse increíblemente si se hubiera aprobado esa iniciativa; de hecho, fueron las compañías de implantes las que la promocionaron. Pero también podría ser alguien del gremio de médicos, que en su tiempo estaba muy dividido: algunos eran antiiniciativa, pero otros opinaban que, pese a que las condiciones no fuesen ideales, esa clase de legislación era absolutamente necesaria. Incluso podría ser alguien que necesitase un implante y que no lo consiguiera debido a las restricciones imperantes… ¿Quién sabe?

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 79

79

—¡Mirad! —gritó Cirr, señalando la silueta—. ¿Qué es eso?

Pero ninguno de ellos lo sabía. Ahora sí, Orosc hizo un gesto brusco y les indicó que se retiraran.

—¡Atrás! —exclamó—. ¡Tened cuidado!

El círculo negro empezó a crecer en tamaño, como si se acercara; y, a la vez, a hacerse cada vez menos negro. Al cabo de unos momentos, ya era de un gris descolorido, y podía distinguirse que de él colgaba un pequeño recipiente rectangular.

—¿Qué demonios es esa cosa? —repitió Cori, llevándose una mano a la frente a modo de visera, y aguzando la vista.

Ni siquiera los ejércitos frente a Valleamor podían ya ignorar lo que estaba ocurriendo. Aunque los más cercanos al epicentro de los efluvios, esto es, a Marinina y a Ícaro Xerxes, estaban completamente inmersos en estos y seguían mirando al frente como hipnotizados, las retaguardias de ambos ejércitos estaban despertando, por efecto del ambiente fatídico y del viento aullante que les agitaba los bigotes y les volaba los sombreros.

Adda miró a Vlendgeron, que contemplaba aquello fascinado, y que excepto por un par de pasos no había obedecido su propia orden de echarse atrás.

—Gran Emperador, ¿qué es eso? —gritó—. ¿Es un efecto de las emanaciones de esos dos?

Vlendgeron despertó repentinamente de su ensoñación; pero no se volvió hacia ellos. Aún con la vista fija en el engendro, contestó.

—No; es otra cosa —hizo una pausa, y frotándose las manos con nerviosismo añadió—. No se había visto algo así en el continente desde hace muchos, muchos años… desde los tiempos de Corgin Regurgitagusanos. ¡Es un globo aerostático!

—¿Un qué? —preguntó Cirr.

—¡Un globo aerostático! —se asombró Cori—. Pero… mi abuela me contó que desaparecieron todos en las guerras del Pelosineso, y que las tropas del Bien, considerándolos un artefacto maligno…

—¿Qué puede hacer aquí uno de esos? —musitó Adda.

—No lo sé —reconoció Orosc—. Dicen que los últimos desaparecieron en la Batalla de los Muchos Ventrílocuos, con varios batallones del Mal todavía a bordo.

—¡Esa fue la batalla que marcó el declive de la Oscuridad! —recordó Adda.

Mientras hablaban, el globo había ido acercándose cada vez más. Era un enorme globo de color negro desteñido, con una pequena cabina cuadrada que colgaba de él mediante unas sogas. La mitad de los ejércitos de Aguascristalinas, Valleamor y Kil-Kyron ya se habían percatado de su presencia, y lo miraban como viendo una aparición. El artefacto comenzó a descender lentamente, pretendiendo aterrizar sobre el camino de Valleamor, en la retaguardia de las tropas malignas. Era una maniobra arriesgada, puesto que el ambiente, lleno de las cada vez más potentes emanaciones de Marinina e Ícaro Xerxes, estaba tan cargado que casi soltaba chispas.

—¿Y si son los batallones que desaparecieron en esa batalla? —aventuró Cori, agarrándose fuertemente a las riendas de su oso, para evitar que el viento, cada vez más intenso, la tumbara—. ¿Y si vuelven ahora para ayudarnos en la lucha contra el Bien?

—¡Eso no es posible! —aulló Vlendgeron—. ¡Esa batalla ocurrió hace ya muchos siglos!

El globo acabó de descender, y se posó con un golpe seco sobre el césped a uno de los lados del camino de Valleamor. La retaguardia del ejército de Kil-Kyron, que era lo que quedaba más cerca, desbarató rápidamente la formación y se hizo a ambos lados, temiendo lo que podía salir de aquella extraña nave sin identificar. Pasó un momento sin que ocurriera nada, en medio del silencio sepulcral que inundaba los alrededores de Valleamor; y entonces se escucharon unas voces procedentes del globo, y por el borde de la cabina saltó Beredik, la Sin Ojos.

Godorik, el magnífico · Página 115

—El objetivo de la Computadora es precisamente conservar el bien, y la verdad y la paz y la justicia —señaló Godorik, enarcando una ceja.

—Eso es lo que os dicen —refunfuñó el doctor—, pero la Computadora ha cambiado mucho desde sus inicios. Si te molestases en estudiar algo de historia computadorial, verías que hace unos siglos el gobierno computerizado tenía mucho más en cuenta las necesidades de sus ciudadanos, y la libertad de expresión aún existía de verdad… no como ahora.

—Sí, sí, claro —bostezó Godorik, que tenía a Agarandino por un chiflado, y por tanto no se lo tomaba muy en serio.

—¡Hace doscientos años, la Computadora no ilegalizaba a los que se oponían a ella! —se alteró Agarandino—. Y ahora, es casi impensable hablar contra la Computadora en público, porque en seguida corres riesgo de que te declaren un conspirador y te encierren. ¿Vas a decirme que los tiempos no han cambiado… a peor?

—¿Es eso cierto? —se extrañó Godorik—. Yo habría pensado que la Computadora detenía a sus opositores desde sus inicios.

—En absoluto —gruñó Agarandino—. ¿Ves? ¡Ni siquiera conoces la historia! Y no sabes que ahora vivimos en una sociedad que, en comparación con la de nuestros tatarabuelos, ha visto recortados todos sus derechos y libertades…

—No será tanto —dijo Godorik, aunque ya no estaba tan seguro.

—¿Que no? —exclamó el doctor—. Te estoy diciendo que así es.

—Pero ¿cómo puede la Computadora haber evolucionado así? Por mucho que sea un portento técnico, y que su capacidad de cálculo supere a la de media ciudad junta, sigue siendo una computadora. No es capaz de volverse codiciosa, o de albergar maldad…

—Pero ¿y bondad? —barbotó Agarandino—. No es capaz de ser malvada, pero tampoco lo es de ser bondadosa. ¡Es una computadora, muchacho! No tiene las mismas motivaciones que tú y que yo, y no tenemos ni idea de lo que le pasa por los circuitos.

Una bala para el príncipe · Capítulo XVI

Capítulo XVI

La luna de miel de Alejandro Sorés y Samanta Vaseli terminó por fin, y estos volvieron a Navaseca y a su nueva vida de recién casados. Se mudaron a la casa que Sorés había heredado de sus padres, y que hasta ahora había tenido cerrada porque le parecía demasiado grande y llena de falsa suntuosidad para él solo; y se instalaron allí con todo el lujo y la comodidad que sus relativas fortunas, ahora una sola, permitían.

Sin embargo, el tiempo pasado en un precioso hotel en una de las buenas playas del sur del país había empezado ya a dar frutos. Para Samanta, su luna de miel había sido deliciosa, y solo lamentaba que hubiese sido demasiado corta; no quería a ningún hombre en el mundo más que a su marido; y la perspectiva de la vida en común se le presentaba como un proyecto de felicidad perfecta, eterna e ininterrumpida. A Sorés, aunque satisfecho cada vez que recordaba el momento en que el viejo Vaseli había firmado los documentos por los que le dejaba a su hija todos sus negocios, le había sobrado la mitad de estas forzadas vacaciones. El hotel no le gustó; detestaba las playas; y, por encima de todo, su esposa era tonta, y le parecía aburrida a más no poder. Llevaba todo el viaje continuando con la fachada de augusto caballero con la que se había asegurado el afecto de Samanta, pero la farsa empezaba a cansarle, y no veía el momento de llegar a su casa y dedicarse a sus cosas y olvidar en la medida de lo posible que estaba casado.

Un último asunto lo llenaba de aprensión, y con motivo: en toda su luna de miel no había podido dejar de pensar en Elina Goder. A medida que su esposa iba pareciéndole menos y menos soportable, comenzó a compararla con la imagen de Elina que tenía en sus recuerdos; y de esta forma fue mucho más lejos de lo que había pretendido, y, desde luego, mucho más lejos de lo que habría sido recomendable para su salud y buen humor. Volvió a Navaseca con un deseo irresistible de saber qué había sido de Elina. La última vez que la había visto Leandro Ligoria ya estaba intentando deshacerse de ella; le reconcomía la curiosidad por saber si esto habría ocurrido ya, y si después ella se habría quedado en la ciudad o si estaría ya camino del norte. No lograba decidir, tampoco, si prefería lo uno o lo otro: el volver a verla, o el alejar de sí a la tentación.

No tuvo que esperar mucho. Poco después de llegar se enteró, por boca de Juan Quiroga, de que Leandro Ligoria había dado de lado a Elina apenas unos días después de su boda con Vaseli.

—Es una lástima —añadió también el siempre mojigato Quiroga, moviendo la cabeza con desazón—. ¡Aprovecharse de una muchacha tan agradable, y después dejarla así! No sé a dónde va a llegar esta sociedad.

De Quiroga era obvio que no iba a obtener los detalles escabrosos; para eso tuvo que esperar a encontrarse con, cómo no, Sofía Bronvich, que como siempre ardía en deseos de cotillear y malmeter. Y, en este caso, era a Sorés al que tenía más que decir, así que no es de extrañar que se las arreglase para atraparlo en una conversación privada incluso antes de que este hubiese tenido tiempo de asentarse, cuando estaba aún en plena mudanza.

—¿Ha oído lo de Elina Goder? —le dijo, después de asaltar su nueva casa sin haber sido invitada, entrar ignorando al mayordomo y sorteando montañas de cajas en el vestíbulo, seguirlo a él hasta el servicio y prácticamente acorralarlo contra la puerta de este—. Sí, por supuesto que lo ha oído; no sé ni para qué lo pregunto.

—Señorita Bronvich —carraspeó Sorés, que, si hubiera sabido que Sofía quería hablar con él de Elina Goder, y no martillearle el cerebro con sus reproches sobre su comportamiento como era lo habitual, no habría tomado ni la mitad de precauciones para evitar encontrársela a solas que había tomado—, ¿le han dicho alguna vez que sus maneras dejan mucho que desear?

—Alguna vez, sí. Así que no tengo por qué describirle la escandalosa escena que Ligoria y ella protagonizaron después de que usted se marchara.

—No tiene por qué, no —respondió Sorés, burlón; aunque en realidad sí le habría gustado escuchar esa descripción, y por tanto añadió—. Aunque sí podría decirme, quizás, cómo es que puede describirme esa escena.

—¿De qué me acusa, señor Sorés? Resulta que ocurrió en el recibidor del hotel Babilonia, y que yo en ese momento pasaba por allí.

Sorés, como es natural, no la creyó.

—En cualquier caso, Sorés, me encantaría saber si está usted enterado también de las razones que llevaron a esta ruptura.

—¡Razones! —se sorprendió Sorés—. ¿Qué razones ha necesitado nunca Ligoria para romperle el corazón a una dama?

—¡Ah!, en este caso, lo que es el corazón, no es él quien se lo ha roto… ¿me va a decir usted que no sabe de qué le hablo?

—No sé de qué me habla —masculló Sorés.

—Ligoria ha dejado a Goder, antes de tiempo si me permite decirlo así, porque ella estaba ya enamorada de otra persona… Otra persona que, no me cabe duda, es usted.

—¿Qué dice usted? —exclamó Sorés, confundido, y en un volumen un poco más alto de lo que habría querido.

—Exactamente eso: Elina Goder le hace buenos ojos a usted, más que a Ligoria… lo que, en mi opinión, solo confirma que no tiene muy buen gusto, pero ella allá.

Sorés, con el corazón en un puño, farfulló:

—Se está usted pasando de impertinente, señorita Bronvich. Y ¿qué razones tiene usted para afirmar eso? Aparte de escuchar indiscretamente la conversación de ellos, en la que… supongo que Ligoria habrá usado cualquier excusa a su alcance, como suele hacer… ¿en qué se basa, exactamente?

Sofía esbozó una sonrisa petulante. La actitud defensiva de Sorés le estaba diciendo precisamente lo que quería oír.

—Oh, vamos. Es evidente; hasta un ciego podría verlo. Después de que usted se casara, Goder dejó casi por completo de prestar atención a Ligoria. Parecía distraída, y ¿qué razón puede haber para esa distracción si no es un triste corazón roto? Además de que los vi a ustedes bailar y conversar en un par de ocasiones antes de eso; formaban una pareja muy fina, se lo puedo asegurar.

Sorés maldijo para sus adentros. ¿Es que no había nada que se le escapase a Sofía Bronvich? Pero, por supuesto, se dijo, siendo una mocosa repelente y malcriada a la que le llovían los millones del cielo no debía de tener nada mejor que hacer que espiar a los demás.

—Es lo primero que oigo de esto que me dice usted —disimuló—, y no estoy seguro de cuánto de ello es invención suya, si me permite decírselo así.

Sofía no había dicho mucho más después de eso, pero un poco más tarde, en la conversación insípida que mantuvo con él y con Samanta Vaseli (que estaba un poco asombrada de que la Bronvich se presentase allí sin que la llamaran y sin avisar, pero que por educación lo pasaba por alto), volvió a aludir veladamente al tema, y se las arregló para dejar caer la dirección de la fonda en la que estaba alojada Elina Goder. Sorés hizo como que no escuchaba, y durante toda la tarde trató a Sofía con la condescendencia ennervada que mostraba cada vez que le parecía que aquella ricachona comenzaba a pasarse de la raya; pero vaya si escuchó.

—Es una muchacha un poco extraña —fue lo más que la sosería de Samanta le permitió comentar después, una vez que Sofía se hubo marchado—. No sé muy bien qué ha venido a hacer aquí.

Sorés, en cambio, estaba seguro de lo que Sofía había ido a hacer allí, y en lo que a él respectaba había tenido un éxito rotundo. Apenas consiguió contenerse a sí mismo otro un par de días, hasta que la estupidez de su esposa lo sacó veladamente de quicio una vez más, antes de ceder y dirigirse, una tarde después de comer, a la pensión que Sofía había señalado.

Esta pensión era una muy barata situada cerca del río, que sufría todas las desventajas de la humedad y los bichos. Sorés encontró a Elina allí, y dispuesta a recibirle; y sin preguntarse si hacía ni bien ni mal se vio en la habitación de esta, en un primer piso con vistas al fangoso arroyo.

—¡Señor magnate de los barcos! —lo saludó Elina, con un deje de alegría que sin embargo desapareció pronto. Parecía desanimada—. ¿A qué debo el honor de su visita?

—Me pregunto si me llama usted «magnate de los barcos» únicamente para disimular que no recuerda mi apellido —bromeó Sorés, y esa fue también la última pizca de su propio buen humor—. Señorita Goder… no seré innecesariamente largo; he oído que ha roto usted con el señor Ligoria.

Elina hizo un puchero.

—He oído —continuó Sorés, tragando saliva—, he oído también, que usted… después de mi boda… que yo…

Se interrumpió, porque no sabía cómo seguir. Al cabo de un momento, lo intentó desde otro ángulo.

—Señorita Goder —carraspeó—, no me queda más remedio que admitir que me siento increíblemente fascinado por usted. Desde hace semanas… no, casi desde que la vi por primera vez, me ha llamado la atención indeciblemente; no puedo dejar de pensar en usted, y de desear estar a su lado… Elina.

Elina lo miró con gravedad, y un momento después apartó la vista y emitió un sollozo.

—Sí —asintió—. También yo siento lo mismo por usted, señor Sorés.

A él se le iluminó la cara.

—Entonces, lo que escuché es cierto —dijo.

—No sé qué ha escuchado, y no sé si es cierto, pero…

—¡Elina, Elina! —la interrumpió él, alborotado—. No puede imaginar lo feliz que me hace. La amo a usted; de eso estoy seguro; y, si usted me corresponde…

—¡Me ama! —lo cortó a su vez Elina, mucho más triste—. ¡Me ama! Sí, eso es justo. Yo también le amo a usted. Pero ¿de qué nos servirá? Es usted un hombre casado.

Pero eso no era un gran obstáculo a los ojos de Sorés.

—No importa —dijo—. Eso no importa. Elina, si quiere usted venir conmigo… puedo alojarla en un lugar mucho mejor… uno mucho menos público… y podremos vernos cuando queramos. Mi mujer, ¡mi mujer es una estúpida! No se enterará de nada. No tiene de qué preocuparse.

—¡Que no tengo de qué preocuparme! —Elina levantó la vista, furiosa—. ¡Que no tengo de qué preocuparme, dice usted, mientras me propone una indecencia! No, no; ni lo mencione. Y ¿cómo puede usted hablar así de su esposa, si acaba de casarse?

Sorés sintió que la sangre le subía hasta las orejas.

—No digo más que la verdad —se acaloró—, y no propongo más que lo que debería ser justo. ¿Cómo, cómo puedo conformarme con alguien como mi esposa, pudiendo tenerla a usted?

—¡Eso… es demasiado tarde para pensar en eso! —gritó Elina. Un momento después se calmó, y volvió a hablar en un susurro—. Tendrá usted que conformarse, porque cualquier otra cosa es imposible. Yo ya he sido suficientemente estúpida dejándome caer en brazos de Leandro Ligoria… y he aprendido mi lección. Nunca debí haber venido a Navaseca.

—¡No puede usted estar hablando en serio! —bramó Sorés, pasando de la esperanza a la más amarga decepción—. ¡Elina, no puedes estar hablando en serio!

—Hablo tan en serio como puedo hablar —sollozó ella—. Seré culpable de muchas cosas, pero, al menos, no de engañar a la mujer de usted. Sea usted un buen marido para ella, y a mí olvídeme… y yo trataré de olvidarlo a usted. Me marcharé de la ciudad, y volveré junto a mi pobre madre. Nunca debí haberme ido.

Sorés no estaba acostumbrado a no obtener lo que quería, y, al escuchar eso, se puso aún más furioso. Lo invadía una ráfaga de sentimientos encontrados, pero ninguno de ellos era el convencimiento de que él mismo tenía alguna culpa en aquella desgracia. Con la cara roja, musitó entre dientes:

—¿Es su última palabra?

Elina Goder asintió con la cabeza, y después volvió la vista hacia la ventana.

Sorés giró sobre sí mismo; salió del cuarto dando un portazo, y bajó las escaleras como una exhalación.

Godorik, el magnífico · Página 114

—Sí… eso ya no suena tan bien —gruñó Godorik—. ¿Y qué pasó?

—Hubo una cierta movilización ciudadana —tosió Agarandino—, por parte de los que, al contrario que el grueso de los borregos que viven bajo el yugo de la Computadora, nos preocupábamos por esos asuntos. Hubo algunos desperfectos… y algunas detenciones… pero, en fin, al final, aunque los altos mandatarios del consejo votaron a favor, la Computadora decidió en el último momento vetar la iniciativa.

—Oh, sí, recuerdo esos disturbios —rememoró Godorik—. ¿¡Usted era uno de esos chiflados!?

—¡Chiflados! —se ofendió el doctor—. ¡Chiflados! ¡Nosotros éramos los que velábamos por el interés de la gente!

—Sí, pero tengo entendido que llegaron a incendiar un nivel —lo acusó su interlocutor.

—¡Eso fue un accidente!

—¡Menudo accidente! Y después se dijo que detrás de ello había varias organizaciones anticomputadora, y me parece que la mayoría fueron ilegalizadas.

—Sí, pero nosotros no, nosotros no —Agarandino negó con la cabeza—. En aquel entonces, nosotros aún no éramos una organización anticomputadora.

—¿Quién es ese «nosotros»? —le picó a Godorik la curiosidad.

Agarandino carraspeó.

—Nosotros, los Peteneras Rojas —y alzó el puño como si amenazara al techo—. ¡La única organización que cuidaba de los intereses humano-robóticos en esta ciudad!

—¿Peteneras Rojas? —Godorik tuvo que morderse el labio para no reírse—. ¿Y, con ese nombre, me dice que no eran una organización subversiva?

—Hoy en día a cualquier cosa lo llamáis organización subversiva —se quejó Agarandino—. ¡Malditos siervos de la Computadora! Nosotros solo luchábamos por el bien, y la verdad, y la justicia.

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 78

78

Vlendgeron, Cirr, Adda y Cori dejaron atrás el pequeño montículo sobre el que se habían detenido, y siguieron bajando por la ladera de la montaña a toda velocidad. Avanzaron con dificultad por el camino de Valleamor; las emanaciones maligno-benignas eran cada vez más fuertes, y era complicado resistirse a ellas. Amenazaban con introducirse en sus mentes y controlar sus pensamientos; y no solo los de ellos, sino también los de sus monturas, que empezaban a mostrar varios signos de confusión. El uniburón resultó ser especialmente resistente a los efluvios, pero los osos estaban cada vez más desorientados. También el cielo comenzaba a nublarse, y el ambiente era cada vez más ominoso.

—Esto es horrible —se quejó Adda, llevándose las manos a la cabeza.

—¿Por qué no paran? —exclamó Cori, alzando la voz como si tuviera que hacerse oír en medio de mucho ruido, a pesar de que reinaba un silencio absurdamente inusual—. ¡Si siguen así, afectarán a todo Valleamor!

—No lo sé —reconoció Vlendgeron, también a gritos. Tiró de las riendas del oso, que estuvo a punto de encabritarse, pero que luego se detuvo pacíficamente—. ¡Quietos! No os acerquéis más.

El fontanero-Consejero Imperial y las dos limpiadoras consiguieron también parar a sus cabalgaduras, y miraron al Gran Emperador con expectación.

—¿Qué pasa, jefe? —preguntó Cirr.

—¡Miradlos! —rechinó Orosc, y señaló a Marinina y a Ícaro Xerxes—. Están completamente fuera de sí. Ni siquiera prestan atención a lo que pasa a su alrededor. ¡No creo que podamos detenerlos ya!

Efectivamente, las circunstancias parecían cada vez más desesperadas. Marinina brillaba con el fulgor de una cubertería recién pulida; Ícaro Xerxes, en cambio, emitía pequeños nubarrones oscuros, que se arremolinaban en torno a él como lo hacían también en torno al Kil-Kanan. Varios pájaros desprevenidos, que habían invadido el espacio aéreo sobre él sin percatarse de lo que ocurría, no habían resistido el embate de malignidad que los había golpeado repentinamente; habían sufrido ya la sobrecarga cerebral augurada por Vlendgeron, y caían del cielo como fulminados por un rayo. Uno de ellos había rebotado incluso sobre el hombro de Ícaro Xerxes antes de aterrizar sobre el suelo con un golpe seco; pero el joven no se había dado cuenta de nada de esto, y seguía mirando fijamente al frente, sin pestañear.

—¡Maldición! —se sobresaltó Cori—. ¡Es demasiado tarde!

—¡Deberíamos retirarnos! —aconsejó Cirr. El cielo estaba ya casi completamente negro, y hasta el uniburón daba muestras de inquietud—. ¡No hay nada que hacer! ¡Vámonos antes de que nos frían a nosotros también!

Orosc Vlendgeron levantó una mano y se quedó quieto por un instante, como si dudase entre dar la orden de retirada o permanecer allí un momento más. Pero nunca llegó a tener que tomar esta decisión, porque en ese preciso instante un relámpago tronó en el cielo; y en cuanto su resplandor desapareció, pudo verse de repente, flotando ante las nubes, la silueta negra de una extraña forma circular.

Godorik, el magnífico · Página 113

Godorik lo miró con algo de sarcasmo, y volvió a preguntarse qué demonios habría hecho el doctor cuando vivía en la ciudad. Pero no le apetecía nada preocuparse de eso ahora; en cambio, había algo que lo inquietaba más.

—Antes de eso… —musitó—. Doctor, ¿ha oído usted hablar de la iniciativa 2219?

Agarandino abrió mucho los ojos, y Manni pitó con sorpresa.

—¿La iniciativa 2219? —dijo el doctor—. ¡Claro que hemos oído hablar de la iniciativa 2219! Pero ¿a qué viene eso ahora?

—Lo único que encontré en casa de ese Gidolet fue un mensaje escondido debajo de una alfombra, que decía: «pardillos, ahora lamentaréis no haber aprobado la iniciativa 2219». Pero no sé qué es la iniciativa 2219, así que…

—¡No me extraña que no lo sepas! ¿Qué edad tienes, treinta años? —preguntó Agarandino—. Esa iniciativa estuvo a punto de aprobarse hace unos catorce o quince años. Entonces no estarías tú como para pensar en política… seguro que te pasabas el día bebiendo con tus amigos, que es lo que hacen los jóvenes de ahora.

—No, no es exactamente eso lo que hacen los jóvenes de ahora —barbotó Godorik—. ¿De qué iba esa iniciativa?

—Era un proyecto del demonio —escupió el doctor—. Incluía varias cosas, pero lo más importante era que liberalizaba mucho el mercado de los implantes.

—Bueno, eso está bien —comentó Godorik—. El gremio de médicos lleva pidiendo a la Computadora exactamente eso desde hace ya mucho tiempo.

—Sí, pero lo que ocurría era que lo ponía por completo en manos de compañías privadas —bufó Agarandino—. Permitía, por ejemplo, que una empresa comercializase un tipo de implante sin estar obligada a informar al gran público de su funcionamiento, o de sus posibles peligros para la salud, siempre que un comité de expertos de la Computadora lo aprobase. ¡Era una barbaridad!

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 77

77

Orosc, Cori y Adda se subieron cada uno a un oso gigante, mientras que Cirr prefirió probar suerte con el uniburón, que parecía haberse vuelto tan manso que ahora hasta se dejaba montar. Los cuatro salieron disparados cuesta abajo, en dirección a Valleamor; desde la lejanía podía verse cómo dos manchas, una blanca por el ejército del Bien y una negra por el del Mal, estaban enfrentadas una a la otra. Parecía solo cuestión de tiempo que comenzase la batalla.

—¡Esos idiotas! —maldijo Orosc a sus generales—. ¡Han ignorado todas mis órdenes y nos han metido en una situación desesperada…! Esto me pasa por tolerar a generales idiotas. Debí haberles cortado la cabeza a todos hace mucho tiempo.

—¿Y por qué no lo hicísteis? —quiso saber Cori.

—Porque entonces me habría quedado sin generales —gruñó Vlendgeron.

—¡Mirad! —los interrumpió Cirr. Cada vez se acercaban más al camino de Valleamor, pero todavía seguían en lo alto de la colina; y desde allí podían ver con un poco más de detalle lo que estaba ocurriendo abajo—. No sé qué pasa, pero no parece que estén peleando. Están… están…

—Están mirándose fijamente sin parpadear y sin hacer nada —completó Adda por él.

Cirr asintió.

—¡Por todos los diablos! —exclamó, tapándose la nariz con la mano—. ¡Y los efluvios benignos llegan hasta aquí!

Orosc se alzó un poco sobre los estribos de su oso para otear la distancia.

—¡No solo los efluvios benignos! —rugió, repentinamente furioso—. ¡También los malignos! Maldición, ¿qué están haciendo esos dos?

El fontanero-Consejero Imperial también aguzó la vista, y distinguió, al frente de los ejércitos del Mal, a Ícaro Xerxes Tzu-Tang, que efectivamente miraba sin pestañear a una jovencita que se había adelantado en el lado del Bien.

—¡Eh, es ese chaval! —lo reconoció—. Y esa debe de ser esa Marinina Criselefantina Amatoria Belladona. Pero ¿qué están haciendo?

—¡Destruirnos a todos, eso es lo que van a hacer! —ladró el Gran Emperador; pero un momento después se recompuso, y explicó a sus acompañantes—. Como ya sospechábamos, esos dos jovencitos poseen increíbles poderes para el Bien y para el Mal… Su bondad y su maldad respectivas son tales que pueden contagiar a otros, como esa Marinina hizo en Aguascristalinas, y como Tzu-Tang en el propio fuerte… ¡delante de mis narices! Soy un estúpido.

—Pero, entonces… —carraspeó Adda, que no entendía gran cosa.

—Sospecho que ambos están irradiando sus respectivos poderes para envolver al bando contrario, y atraerlo hacia el suyo —continuó explicando Vlendgeron—. Pero no parece que ninguno de los dos pueda vencer. Si siguen con esta táctica, emitiendo sus hipnóticas emanaciones incontroladamente, se producirá una sobrecarga que freirá el cerebro de todo el que se encuentre cerca; y, aunque eso encuadra a una pequeña parte de las tropas del Bien, también incluye a todos los seguidores del Mal, que han bajado del Fuerte siguiendo, sin duda, a Tzu-Tang igual que un burro sigue a una zanahoria. —suspiró, y se llevó una mano a la frente; y, después de esta corta interrupción, azuzó de nuevo a su montura—. ¡Vamos! ¡Tenemos que darnos prisa!

—¡Pero, jefe! —gritó Cirr—. Si bajamos ahora, ¿no nos freirán a nosotros también?

—Quizás —admitió el Gran Emperador—. Pero es lo único que podemos hacer; es nuestra última oportunidad de detenerles.