El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 63

63

Guiados por los nuevos clones de Pati Zanzorn, los magos ilusionistas se pusieron en marcha. Como estaba planeado, los cuatro ilusionistas competentes se repartieron por Borden, Arracar, Golinas y Kensterspensten; uno que no era tan competente fue a Surlán; otros dos que eran aún más regulares fueron asignados a Ulf; y al que estaba cubierto de purpurina, junto con otro compañero que no sabía hacer la O con un canuto, lo enviaron a Malavaric. Estos dos últimos demostraron ser un relativo dolor de cabeza hasta para un clon de Pati Zanzorn.

—Y digo yo —pasó rezongando el de la purpurina todo el tiempo que estuvieron escalando riscos para llegar a Malavaric—, ¿no somos siervos del Mal? ¿Y no es acaso la filosofía del Mal el que cada cual se ocupe de su propio pellejo y deje que le zurzan a los demás? Yo opino que esta misión suicida es una tontería, y además es más propia de mequetrefes benignos que de seguidores de la Oscuridad como nosotros. ¡Defender aldeas! ¡Defender nada, en general! Deberíamos salir pitando de aquí antes de que lleguen esos servicios sociales.

—Sí, sí —farfulló por enésima vez el nuevo Pati Zanzorn—. Pero fíjate que según la doctrina del Mal a mí tu opinión me importa un comino, y tú tienes que hacer lo que yo te diga porque soy tu jefe y puedo hacer que te finiquiten lenta y dolorosamente.

Esto tenía bastante lógica, pero no evitó que el de la purpurina siguiera rechistando hasta después de llegar a Malavaric. Pati Zanzorn les indicó a él y al inútil que se escondieran en recovecos cercanos a las entradas del pueblo, que estaba ya completamente vacío; y él mismo se subió al tejado de la casa del alcalde, la más alta del lugar, para otear el horizonte y ver si venía alguien.

—No viene nadie —anunciaba a intervalos regulares, como un reloj de cuco roto—. Sigue sin venir nadie… y ahora tampoco viene nadie…

—¡Jefe! —gritó de repente el inútil, a los quince minutos de escuchar la monótona voz de Pati Zanzorn informar de que seguía sin ver nada—. ¡Vienen por detrás!

—¿Qué? —se alarmó el jefe de inteligencia, girándose bruscamente—. ¡No puede ser!

Pero, efectivamente, el ilusionista no se equivocaba. En efecto, en ese mismo instante un nutrido ejército de soldados aullantes bajaba la colina en dirección a Malavaric.

Herodes y la Estrella · V

Interludio

(Violín solo. El aprendiz, que descansa junto a Melchor, toca “Lamento”.)

 

ESCENA 5

ESCENA DEL PESEBRE

Unas notas de piano identificando la presencia del Ángel, Preludio número 1.

Entra el Ángel, toma su posición a la derecha, dando la cara a la izquierda. La Estrella entra, tomando su posición en el lado opuesto al del ángel, mirando a éste. María, con una túnica celeste, llevando en brazos a un Niño imaginario, entra por la izquierda y lentamente se sienta o arrodilla en el centro, mirando al Niño, al que acuna. El Pastor entra por la derecha, camina hacia el centro, sus ojos sin dejar de mirar a María y al Niño. Se arrodilla respetuosamente, antes de llegar al centro. Llegan Melchor y Aprendiz, y hacen algo similar a lo que hizo el Pastor. Se oye una canción cuya música servirá para acompañar a la Estrella y al Ángel en su danza, moviéndose en semicírculo alrededor del escenario, entre los otros actores. Nosotros empleamos la canción What Child Is This? Cuando termine la danza, los actores salen en orden reverso al que aparecieron (Ángel primero).

 

ESCENA 6

(Aprendiz y Melchor se reúnen. No es un alto en el camino para descansar. Están preocupados.)

MELCHOR — ¡Hemos de estar en guarda! El gobernador es peligroso, más de lo que aparenta. Es cruel, inteligente, falso, desconfiado, obsesionado con el poder. Se siente amenazado por las noticias que traemos. Quitará de en medio todo lo que le estorbe para mantener su posición. Los romanos entienden esto bien. Lo llaman “Rey”, y él se enorgullece con un título que no le pertenece. Porque la realidad es que Herodes es un esclavo—esclavo de los romanos. Ha conquistado Judea para ellos, y mantiene a los judíos aplastados bajo el poder de Roma. Les quita el grano que cultivan para que coman los hambrientos centuriones del imperio romano. La gente lo odia. Pero lo teme mucho más. Tenemos que tener cuidado y estar listos para defendernos.

(Piano, una nota fuerte que presenta al Ángel, que entra por la izquierda. Melchor y su aprendiz se preparan para escuchar, respetuosamente.)

ÁNGEL ¡Traigo buenas nuevas! Primero, escuchad bien mis instrucciones…Ya que habéis visto al Niño, volved a vuestros países…No informéis de nada al gobernador. Y también, ¡alegraos con alegría infinita! Cuando pasen los siglos, los pueblos de la tierra os darán muchos honores, tantos como el mundo necesite dar, De generación en generación se os honrará por ser los primeros en recibir el mensaje de la Estrella, y los primeros en acudir de lejos a adorar al Salvador; también por ser los primeros en pasar dificultades y peligros por su causa, y los primeros en traerles los regalos que la humanidad debe aprender a dar: oro, para aliviar la pobreza de la familia; incienso, para atraer la paz a sus espíritus inquietos; y mirra, para alejar la enfermedad. Vuestra inteligencia y valentía serán premiadas. ¡Tantos y tantos aprenderán de ellas…! Y ahora, ¡adiós! No perdáis tiempo. Herodes ya os busca.

(Ángel se va. Melchor se levanta y mira con atención.)

MELCHOR Exactamente lo que mi corazón me advertía. ¡Vámonos! ¡No nos retrasemos ni un segundo!

(Toman sus pertenencias y parten.)

 

Autores: Charles Frink & Resurrección Espinosa

Godorik, el magnífico · Página 91

—Exactamente eso —contestó Edri, y se dirigió a su compañero—. Ran, ¿dónde nos llevas? ¡La casa está por allí!

—No, no, ¡está muy lejos, y los Beligerantes ya están por esa zona! —respondió a eso Ran—. ¡Tenemos que llegar a la Tubería! Allí estaremos a salvo.

Godorik quiso preguntar qué era la Tubería, y qué eran exactamente los Beligerantes, y cómo podía producirse una conmoción así sin que la Computadora la detuviese; pero empezaba a quedarse sin aliento, así que prefirió guardarse sus preguntas para más tarde. Llegaron al fondo de la calleja por la que se habían adentrado, y dieron la vuelta a la esquina; y se toparon de bruces con un hombre con un rifle.

—¡Aaaaah! —chilló Edri, sobresaltándose. El hombre, que llevaba parte de la cara tapada por un pañuelo rosa con lunares pero que por lo demás parecía bastante amenazador, se asustó casi tanto como ellos; dio un paso atrás y empuñó el arma.

—¡No dispare! —gritó Ran.

Godorik no esperó a ver si disparaba o no; se abalanzó sobre sus dos compañeros y los tiró al suelo. Lo hizo justo a tiempo, porque el hombre apretó el gatillo, y una bala pasó silbando por encima de sus cabezas. Aunque aturdido, Godorik reaccionó casi como en piloto automático, y se movió rápidamente; estiró una pierna y engachó la rodilla de su oponente, y con el impulso del movimiento y la fuerza de su extremidad robótica, lo hizo perder el equilibrio y caer. Inmediatamente, Godorik se arrojó sobre él, atrapándole el brazo que sostenía el rifle, y empezando a pegarle puñetazos en la mandíbula, hasta que lo noqueó.

—Uh… huff —jadeó, atontado, cuando se dio cuenta de que su adversario ya estaba K.O.; se incorporó, dio un paso atrás, tropezó con el rifle, y volvió a caer al suelo sobre su trasero. Edri y Ran, mientras tanto, alzaron tímidamente la cabeza, como preguntándose cómo no estaban muertos todavía.

Una bala para el príncipe · Capítulo VIII

Capítulo VIII

Faltaban tres días para que empezaran de verdad las tan esperadas conferencias. Toda la ciudad, tanto los que tenían algo que ver con ello como los que no, hablaba de ellas; y de repente todo el mundo parecía haberse convertido, de la noche a la mañana, en un experto en comercio internacional. En cada esquina y en cada puesto de verdura podía encontrarse a alguien más que dispuesto a airear sus infundadas opiniones sobre (por ejemplo) el nuevo tratado de exportación entre Milecón y Sornoña, a pesar de que la mayor parte de estos súbitos eruditos no sabía siquiera de qué estaba hablando, y apenas hacía unos días que se habían enterado de la existencia de ese tratado.

La víspera del acto de apertura, el hotel Babilonia celebró otro baile. El señor Ernesto Babel, astuto en todo lo que se refería a su negocio, había decidido aprovechar la ocasión, y había invitado a media ciudad; a los que tenían algo que ver con las conferencias, porque eran los protagonistas de toda aquella expectación, y a los que no, para darles la oportunidad de sentirse igualmente importantes.

Alejandro Sorés se encontraba en el segundo de estos grupos. Había rechazado la idea de asistir como oyente a las conferencias, porque, aunque él se dedicaba al comercio naval, no creía que allí fuese a decirse nada que mereciera un mínimo de su atención o interés. La mera participación de un nutrido grupo de rancios aristócratas (y esto no excluía a los príncipes de la nación) que no tenían nada que ver con el comercio internacional, y que estaban allí únicamente en virtud de sus cuantiosas fortunas, le convenció plenamente de ello. Pese a todo, no había rechazado la invitación del señor Babel, porque no podía dejar pasar aquella nueva ocasión de hacerle la corte a Samanta Vaseli. Así que allí estaba, sacándola a bailar y comportándose como un galán, y disimulando como podía su aburrimiento.

—Leí su carta —le susurró Samanta, en un tonillo monótono que sin embargo en ella representaba el colmo de la exaltación.

Sorés se sobresaltó; hasta se había olvidado de aquella farragosa carta de amor que la viuda Perquin había compuesto para él.

—Entonces ya conoce mis sentimientos —contestó, mientras ambos bailaban, sin prestar demasiada atención, un vals lento.

—Sí los conozco —corroboró Samanta—. ¡Pícaro caballero! Sin embargo, ya sabrá usted que yo no entrego mis sentimientos a cualquiera.

—No esperaba menos —respondió Sorés, reprimiendo el deseo de bostezar.

—¿Es usted un cualquiera? —tonteó Samanta.

—Si soy un cualquiera —dijo Sorés, cansado de ese juego, pero representando su papel a la perfección—, soy un cualquiera que la ama a usted con locura; y eso, sin duda, debe elevarme por encima del resto de los mortales, puesto que no hay cosa que sea tan vil que no se enaltezca al contacto con usted.

Samanta no dijo nada, pero pareció hondamente impresionada por estas palabras.

—Es usted muy galante —consiguió componer, al cabo de un momento.

La música paró en ese instante, y ambos se separaron.

—He de ir un minuto con mi madre —se excusó Samanta. Sorés la disculpó de inmediato, y la siguió con la mirada mientras se alejaba.

—Ah, Sorés —escuchó detrás de él. Se dio la vuelta, y se encontró con Leandro Ligoria, que llevaba del brazo a Elina Goder, y que parecía algo fastidiado.

—¿Qué tal, Ligoria? —contestó Sorés, sin interés; y después saludó también a la señorita Goder, con mucha más efusividad.

La causa del fastidio de Ligoria no era, no obstante, la que él había anticipado. Lejos de verse contrariado por esta actitud, al casanova parecieron de repente crecerle alas.

—Me preguntaba, Sorés —dijo animadamente—, si no querría usted bailar una ronda con esta señorita. No quiero dejarla sola, pero tengo que atender… uh… un cierto compromiso.

Sorprendido, Sorés no encontró palabras para negarse, y no tuvo más remedio que aceptar. Ligoria se alegró mucho, y le traspasó los privilegios del brazo de Elina y se marchó de allí sin perder un momento.

—¿Me concede este baile, señorita? —preguntó Sorés, ofreciéndole la mano a la chica.

Elina la tomó, pero no dijo nada. Parecía algo disgustada.

—¿Qué le ocurre a usted? —quiso saber Sorés, al cabo de un momento.

—Bueno… me siento como un saco de patatas —confesó ella, haciendo un puchero.

Sorés soltó una carcajada. Eso le arrancó a Elina una sonrisa.

—¿Por qué dice usted eso?

—¿Es que no es verdad? Me acaban de pasar ustedes de uno a otro como si fuera eso, un saco de patatas.

—¡Qué tonterías dice! —exclamó Sorés—. ¿Cree usted que yo podría estar bailando tan elegantemente con un saco de patatas?

Elina volvió a sonreír.

—Es usted bastante divertido —dijo—. ¿Cómo es que no está casado ya?

—Bien, el negocio ocupa casi todo mi tiempo —se excusó Sorés.

—¿Los barcos ocupan todo su tiempo? Dígame, ¿cómo es eso? ¿Va usted por ahí con un parche en el ojo y gritando «arriad las velas»?

—Se confunde usted —contestó Sorés, sonriendo también—. Esa clase de ladrones son piratas y no comerciantes.

El rato que pasaron bailando se le hizo a Sorés extremadamente corto. Cuando la música paró, Elina, aunque de nuevo un poco abatida, echó un vistazo a su alrededor.

—Creo que debería ir a buscar a Leandro —dijo.

—Vaya, vaya —musitó Sorés, sorprendiéndose él mismo de lo mucho que eso le disgustaba.

Elina se despidió y se marchó, y lo dejó a él bastante confuso y un tanto disgustado. Samanta Vaseli volvió un rato después; ni siquiera se había enterado de que Elina Goder había estado allí, y volvió a colgarse del brazo de Sorés convencida de que este estaba locamente enamorado de ella.

 

Paralelamente, había otra persona en aquel baile en una situación parecida. Los señores Bronvich y su hija también habían venido a la fiesta, con la señora Bronvich ya completamente recuperada de su casi ficticia enfermedad; y los habían acompañado los señores Harvel y el hijo mayor de estos, Gregorito. El señor Bronvich y el señor Gregorio Harvel llevaban toda la noche sentados en un sofá, manteniendo una muy animada conversación de negocios; a sus respectivos retoños los habían alentado, mientras tanto, a que pusieran en práctica un rato todas las carísimas lecciones de baile de salón que llevaban tantos años recibiendo, y Sofía y Gregorito bailaban ahora un vals sin mucho ritmo. Gregorito no hablaba mucho, y cuando lo hacía tenía una voz un poco chillona y solo hacía comentarios sobre ventas y finanzas y política exterior, de la que se notaba que no entendía mucho; Sofía se aburría como una ostra y trataba de desviar la conversación hacia lo que a ella le interesaba, esto es, los cotilleos de uno y de otro y los trapos sucios de toda la gente que había en aquel salón. Pero eso cansaba rápidamente a Gregorito, y entonces volvían a cambiar de tema y hablaban cinco minutos sobre el tiempo; y llevaban ya cuatro tandas de cinco minutos hablando sobre el tiempo, y habían discutido ya la meteorología de las tres semanas pasadas y de las tres siguientes y empezaban a no tener nada más que decir.

—Así que es probable que sea un verano caluroso —decía Gregorito.

—Pero quizás no lo sea, porque el año pasado también llovió poco y al final el verano fue fresco —bostezó Sofía.

—Es verdad. Quizás no sea caluroso después de todo.

—Pero todavía es pronto para decirlo.

—Eso; todavía es pronto para decirlo.

Aquello era insostenible, y Sofía no tardó en aprovechar una pausa para disculparse diciendo que tenía que ir al servicio, y escabullirse discretamente en dirección al otro extremo de la sala.

Buscando a alguien que pudiera entretenerla, no tardó en distinguir a Leonor Calet. Estaba una vez más sentada en un canapé, pero con expresión aún más tristona que de costumbre; y unos segundos de observación llevaron a Sofía a atraparla dirigiendo una mirada de reojo a Eduardo Pravano. Frotándose las manos, la señorita Bronvich la saludó afectuosamente, y se dejó caer junto a ella.

—¿Qué ocurre, Leonor? —preguntó—. ¿Por qué esa cara?

—¿Qué quieres decir? No ocurre nada —aseguró precipitadamente Leonor.

—Vamos, vamos; ¿a qué viene esa melancolía? Sabes que puedes confiar en mí.

Leonor no pareció muy convencida, pero aún así dijo:

—¿Recuerdas que el otro día nos animaste a mis padres y a mí a que nos presentásemos a los príncipes?

—Claro.

—Bueno… tenías razón —reconoció Leonor—. Los príncipes son extremadamente agradables; en especial, el príncipe Eduardo…

Sofía se felicitó internamente por tener tan buen ojo. Parecía comprobado que la gente aburrida se encontraba mutuamente interesante.

—¿Y bien? —preguntó.

Leonor suspiró.

—¡Oh! —exclamó Sofía, como si la hubiera asaltado una súbita revelación—. ¡Esos suspiros! ¿No estarás suspirando por el príncipe?

Leonor pareció horrorizada.

—Sofía, ¿cómo dices esas cosas? —murmuró.

—¡Pero eso es estupendo! —siguió Sofía, ignorándola—. El príncipe es un hombre encantador, y, bueno, un príncipe, no menos.

—¡Pero, Sofía! —protestó Leonor—. Justamente eso; es un príncipe. Es imposible que se fije en mí.

—¡Tonterías! —la cortó Sofía—. Estoy segura de que él también te encontró muy interesante. El otro día, querida, os estuve observando mientras hablabas con él; se bebía tus palabras.

—¿De verdad? —preguntó Leonor, con una expresión de esperanza tan cómica que a Sofía le dio hasta algo de pena—. ¿Eso crees?

—Claro; era evidente.

—Pero… no puede ser. Sofía, ya sabes que yo no soy… bueno, no soy muy atractiva, y el príncipe…

—Lo que importa es lo de dentro —carraspeó Sofía, porque no se podía negar que Leonor no era ninguna belleza—. Sin duda, el príncipe lo sabe.

Leonor seguía sin estar muy segura, pero se veía que empezaba a invadirla algo más de optimismo. Sofía le dio unas palmaditas en la espalda, y se levantó.

—Espera; voy a hablar con él. Ya verás.

—¡Sofía! —se escandalizó Leonor.

Pero Sofía ya se había puesto en marcha en dirección a los príncipes; o, mejor dicho, en dirección al príncipe Eduardo, porque el príncipe Carlos no había abandonado la pista de baile desde que había entrado en la sala, y el príncipe Ludovico no estaba a la vista por ninguna parte. Sofía tuvo que esperar varios minutos, porque Eduardo estaba muy ocupado escuchando las bravatas de un general retirado, primero, y las quejas del embajador sobre este mismo general después; pero al fin consiguió saludarle. Tuvo que recordarle que los habían presentado el otro día, porque Eduardo no se acordaba de ella, cosa que a Sofía ni la sorprendió ni la molestó.

—¿No le gusta bailar a su Alteza? —preguntó al fin.

Eduardo pareció confundido.

—Sí, por supuesto —contestó al fin—, pero…

—A mí no me gusta nada, si le digo la verdad; mi prometido está por allí y apenas soporto bailar, ni siquiera con él… pero hay gente a la que le encanta. Tengo una amiga que baila de maravilla, aunque ahora mismo se ha sentado un rato… Creo que la conoció usted el otro día: Leonor Calet.

—¡Ah!, sí —recordó Eduardo, para sorpresa de Sofía—. Sí, la señorita Calet. Es cierto; creo que me la presentó el padre de usted.

—Eso es. ¿No es una chica muy agradable? Creo que es la persona más inteligente que conozco.

—En efecto, me pareció una joven muy culta y muy amable —concedió Eduardo.

—Lo es, lo es. Una joven correctísima; de lo que ya no hay. Sabe hablar de toda clase de temas, y escucharla es una delicia. ¡Y bailar! Baila muy bien. Su Alteza ya la ha oído hablar, pero ¿la ha visto bailar?

—Me temo que no.

—Entonces, se está perdiendo usted algo —aseguró Sofía—. Ahora mismo está sentada; pero ¿y si la saca usted?

Eduardo sonrió ante esa falta de sutilidad, pero la idea no pareció disgustarle.

—Si cree usted que ella no se disgustará…

—¡Disgustarse! ¡Leonor! ¡Pero si es la bondad en persona! Vaya, vaya su Alteza; ya verá cómo me da la razón.

En efecto, Eduardo se acercó a Leonor, que había observado toda la conversación desde su canapé con aire angustiado. Cuando el príncipe se dirigió hacia ella y la invitó a bailar, se ruborizó hasta la punta de los cabellos; pero se recompuso rápidamente y aceptó. Era una suerte que no supiera que Sofía acababa de pintarla como una bailarina experta, porque ni de lejos bailaba tan bien, y se habría muerto de la vergüenza si hubiese pensado que el príncipe tenía las expectativas tan altas; pero a Eduardo esto no pareció importarle, y los dos pasaron un rato muy entretenido, conversando animadamente sobre los clásicos griegos, mientras Sofía Bronvich los observaba de lejos y se congratulaba secretamente por su buen tino.

 

Elina Goder, mientras tanto, había encontrado a Ligoria; pero este, que creía que endosándosela a Sorés se había librado ya de ella, estaba ocupado en otra cosa, y no parecía dispuesto a prestarle aquella noche demasiada atención. Así que Elina, confundida y un tanto mortificada, terminó por sentarse junto a Juan Quiroga, que la recibió con gusto. Juntos, llevaban un rato contemplando los evidentes esfuerzos de Alejandro Sorés por hacerle la corte a Samanta Vaseli.

—¿Cree usted que se casarán? —preguntó Elina, con voz un poco apagada.

—Es lo más probable —admitió Quiroga. Elina miró al suelo, y él añadió—. ¿Qué ocurre?

—Bueno… nada, en realidad —murmuró Elina—. Aunque tengo que confesar que encuentro que el señor Sorés es un hombre muy agradable.

—Sin duda lo es —asintió Quiroga.

—Leandro me cautivó cuando llegué aquí —suspiró Elina—. Pero sospecho que él se ha cansado de mí, y yo… el señor Sorés me ha llamado un poco la atención. Pero todo esto son tonterías —soltó una risilla, y apartó la vista de Sorés y Samanta y miró a su interlocutor—. ¿Y usted, señor Quiroga? ¿No está casado?

—No.

—¿Por qué no?

—Aún no he encontrado a una mujer que me acepte —confesó Quiroga, con resignación.

—¿Cómo es eso posible? —se extrañó Elina—. ¡Con lo agradable que es usted!

Quiroga sonrió, y le dio las gracias.

—No se preocupe —continuó la chica, con entusiasmo—. Estoy segura de que tarde o temprano encontrará usted a alguien con quien podrá ser feliz.

Herodes y la Estrella · IV

ESCENA 4

(Un hombre de casi setenta años, vestido con una túnica de color púrpura, entra por la derecha, camina lentamente al centro, mira adelante y espera, los brazos cruzados y una sonrisa un tanto artificial, de circunstancias. Después de unos momentos, un hombre de unos 45 años, vestido con traje al estilo persa, entra por la izquierda, acompañado de su aprendiz. Los visitantes se paran frente a Herodes, que los espera, saludando levemente con la cabeza.)

HERODES — Bienvenido a Judea, Doctor.

MELCHOR — Me honra, señor Gobernador.

HERODES — Y este joven encantador es su hijo, supongo.

APRENDIZ — Soy su aprendiz, señor.

HERODES — ¡Excelente! Y, según las apariencias, eres un aprendiz avanzado. (Respira con nostalgia.) Yo también fui un estudiante, hace muchos, muchos años. Demasiados. Bueno, ¿les gusta mi país?

APRENDIZ — Es precioso, señor.

HERODES — Tienes el don de la belleza, que no es tan abundante como se piensa. Ojalá y encuentres mucho con lo que disfrutar en Judea.

APRENDIZ — Gracias, señor.

HERODES — Y ahora, Doctor, dígame. Espero que mi centurión lo haya tratado en todo momento con el debido respeto.

MELCHOR — Así es.

HERODES — Me alegro. Porque si no, ¡lo pagaría caro! Pero permítame que me presente. Soy Herodes, Rey de Judea, designado como tal por el Senado de Roma. Uno de mis principales deberes es asegurar que se me informe inmediatamente de cualquier acontecimiento que pueda afectar al bienestar de mis súbditos. Es por esta razón que tengo un servicio de inteligencia tan eficaz. Se me ha informado que usted y su aprendiz acaban de llegar a Jerusalén desde tierras lejanas, y que usted ha dicho: “¿Dónde se encuentra el que ha nacido Rey de los Judíos? Porque hemos visto su estrella en el Este, y venimos a adorarle”. ¿Es todo esto verdad?

MELCHOR — Sí.

HERODES — Bien. Me han informado además que usted estudia las estrellas, y que entiende sus mensajes, así que podría guiar a aquéllos que anden en busca de fe.

MELCHOR — Le han informado bien. Ese es mi trabajo.

HERODES — Excelente. Entonces, ¿estaría dispuesto a explicar a alguien que no está tan bien informado como usted, cómo ha inferido, a través de las estrella, el nacimiento de un rey?

MELCHOR — La estrella de la realeza y la estrella de su pueblo se han acercado tanto como para crear lo que parece ser una nueva, única luz.

HERODES — En efecto. Mi astrónomo me informó de tal fenómeno hace cuatro meses. ¿Me podría decir cuándo lo observó por primera vez?

MELCHOR — Hace exactamente cuatro meses. Pero la continua, cuidadosa observación del cielo nos permitió predecir el fenómeno hace dos años.

HERODES — ¿Dos años?

MELCHOR — Sí.

HERODES — Impresionante. De todas maneras, la formulación de su pregunta parece sugerir que sus estudios no han revelado dónde se encuentra el futuro rey.

MELCHOR — Correcto.

HERODES — Espero que no se ofenda si me permito observar que ningún hombre, por brillante y educado que sea, puede estar bien informado en todas las materias. Parece evidente que usted no ha tenido tiempo de leer cuidadosamente nuestros textos sagrados.

MELCHOR — Confieso que eso también es correcto.

HERODES — Entonces escuche con atención, Doctor. Uno de nuestros profetas nos aseguró que nacería en Belén un gobernador que regiría todo Israel. Por tanto le encargo que vaya a Belén y busque por todos lados. Cuando haya encontrado al niño, vuelva aquí y cuénteme dónde vive, porque yo también deseo adorarle.

MELCHOR — Me pregunto, señor Gobernador, cómo puede ser que su eficaz servicio de inteligencia no haya localizado todavía al niño.

HERODES — Tenga en cuenta, Doctor, que los siervos de la autoridad, como no están guiados por lo divino, pueden identificar sin problemas a otros investidos de autoridad, y también a los que claramente violan la ley. Pero gentes humildes, gentes de bien, puede que pasen desapercibidos. Y recuerde que le recompensaré bien por sus servicios. Daré instrucciones a mi centurión para que los acompañe al camino que lleva a Belén.

(Se saludan.)

HERODES — Ha sido un placer conocerlo, Doctor.

MELCHOR — Estoy a su servicio.

HERODES — No lo detendré por más tiempo. Adiós.

MELCHOR — Adiós.

(El Rey Mago y su aprendiz salen. Herodes, sin moverse de su sitio, los sigue con los ojos.)

HERODES — Ahí lo tienen: como todos los buenos, éste tampoco entiende lo que es el poder. Podría mandar que un espía le siguiera, pero no podría confiar en el espía. No puedo confiar en nadie. Hay demasiada gente con razones para vengarse, o para aprovecharse. El peligro acecha a todos los que tenemos poder. ¿Estaré condenado ya por lo que contemplo hacer? Seguro: ¡Dios es justo! Pero no tengo nada que perder. Infinidad de condenas cuelgan ya sobre mi cabeza, por infinidad de transgresiones, como todos los que buscan el poder y lo consiguen. Así que en cuanto sepa dónde está el niño, mandaré que lo maten. Y el que lleve a cabo mi orden también se condenará. Así sea.

(Sonríe sin alegría, con una contenida violencia y amargura, y sale.)

 

Autores: Charles Frink & Resurrección Espinosa

Godorik, el magnífico · Página 90

Tras dar otro par de pasos, Edri se giró hacia atrás, con expresión sorprendida; pero Ran seguió andando.

—¡Los Beligerantes, caballero! —repitió, volviendo de nuevo hacia Godorik y cogiéndole la mano otra vez, aunque esta vez no consiguió que la siguiera—. ¡Son muy peligrosos! ¿Se ha dado usted un golpe en la cabeza?

—No —farfulló Godorik, cada vez más confuso—. ¿Quiénes son ustedes, y qué está pasando aquí?

—¡Edri! —gritó Ran, que empezaba a ponerse nervioso—. Hay que darse prisa. ¡Están cada vez más cerca!

—¿Es que quizás no es usted de este nivel? —comprendió al fin la chica—. Los Beligerantes son el grupo armado que controla la Cobangia, y ahora mismo están barriendo la zona. ¡No es buena idea estar en la calle cuando lleguen! —aseguró—. ¡Hágame caso y síganos!

Godorik dudó un momento más, mientras Edri se daba la vuelta y echaba a correr para alcanzar a Ran, que había llegado ya a la esquina de la calle y estaba mirando con cuidado en ambas direcciones.

—¿Los ves? —preguntó Edri, y en ese instante se escuchó un grito que venía de un par de calles más allá, seguido por un par de disparos.

—¡Vamos, rápido! —siseó Ran, y siguió avanzando. Los tres cruzaron la amplia avenida que tenían frente a ellos, y se internaron por otra calle más estrecha.

—¿Son esos Beligerantes los que están pegando tiros? —preguntó Godorik, mientras corrían. Edri asintió con un movimiento de cabeza, y él añadió—. ¿Por qué?

—¿Quién sabe? —gruñó Ran—. Seguro que alguno de los caciques les ha tocado las narices, y ahora la toman con todo el barrio.

—Pero ¿cómo que…? —se lió Godorik, que no sabía ni por dónde empezar—. ¿Qué están haciendo? ¿Peinar la zona y disparar indiscriminadamente?

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 62

62

Mientras tanto, Pati Zanzorn y su equipo de magos ilusionistas habían visto interrumpida su agradable cháchara por la llegada de uno de los dos vigías que estaban en la torre cuando Ícaro Xerxes se percató de que los ejércitos del Bien se acercaban. Los dos guardias se habían quedado bastante desconcertados, y uno de ellos había decidido bajar a comunicar los inesperados acontecimientos al jefe de inteligencia.

—¿Qué quieres decir con que han salido de Aguascristalinas, pero se dirigen a Valleamor? —preguntó Pati Zanzorn, confuso.

—Bueno, eso es exactamente lo que quiero decir —balbuceó el guardia, que no se imaginaba qué otro significado alternativo podía tener aquella frase—. Hemos visto al ejército del Bien salir de Aguascristalinas, pero en lugar de venir hacia aquí han dado la vuelta y han enfilado hacia Valleamor.

Entre los magos ilusionistas se levantó un murmullo.

—Seguro que es una maniobra benigna para ponerse de acuerdo antes de atacar y aumentar su efectividad mediante «trabajo en equipo» —escupió uno.

—Ah, sí, eso puede ser —respiró Pati Zanzorn—. ¡Pero eso nos deja en una posición muy precaria! ¡Tenemos que ocupar las aldeas ahora mismo! ¿Os he dicho ya qué poblacho tenéis que defender cada uno?

—… no —negó uno de los ilusionistas competentes.

—¡AAAAAH! —se estresó el jefe de inteligencia—. ¿Cómo hemos perdido tanto tiempo? Está bien, escuchad lo que vamos a hacer. Voy a clonar siete copias de mí mismo, y enviaré a cada una de ellas a que os indique dónde os tenéis que colocar. Entonces, vosotros… y mis copias… esperaréis allí, y cuando los ejércitos del Bien aparezcan, atacáis. ¿Está todo claro?

—¿Puedo decir una cosa? No hemos tenido en cuenta los posibles efectos de este «trabajo en equipo» de los servicios sociales —gruñó el de la purpurina—. ¿Qué pasa si tienen algún mecanismo para evitar ser engañados por nuestras tretas?

Pati Zanzorn calló por un momento y se rascó la barbilla, pensativo.

—Entonces sálvese quien pueda, supongo —contestó.

Godorik, el magnífico · Página 89

—¡Ay! —exclamó la joven, mientras Godorik, instintivamente, encogía de nuevo las piernas y trataba de refugiarse dentro del tubo. Pero ella lo tomó del brazo bruscamente—. ¿Qué hace usted aquí? ¿Se ha caído dentro del tubo?

—¿Qué pasa, Edri? —preguntó una voz de hombre, un poco más allá—. Date prisa.

— ¡Alguien se ha caído dentro de un poste de transporte! —anunció la chica a los cuatro vientos, antes de que Godorik pudiera sacarla de su error.

—¡No tenemos tiempo! —siseó la otra voz, acercándose; y Godorik, aunque con la cabeza dentro del tubo, consiguió ver la cara de un hombre joven, muy mal afeitado—. Sácalo y vámonos de aquí. ¡Ya se acercan!

—No, oiga, yo… —comenzó Godorik, pero la chica no le hizo caso, y empezó a tirar de él.

—¡Es peligroso estar aquí! —exclamó, y se volvió al hombre—. ¡Ayúdame, Ran!

El hombre tomó el otro brazo de Godorik, y entre los dos lo sacaron del tubo a la fuerza, sin darse cuenta de que lo estaban incomodando. En cuanto se encontró fuera, Godorik intentó otra vez explicar que no se había caído de ninguna parte y que podían dejarlo en paz; pero la muchacha no le dejó decir nada, y empezó a hablar apresuradamente.

—¡Vamos, tenemos que irnos! —dijo—. Han visto a los Beligerantes en la zona siete, y no queremos estar aquí cuando lleguen. ¡Tenemos que correr!

Tomó la mano de Godorik y echó a andar, seguida por el hombre. Godorik se dejó arrastrar por un momento, mientras trataba de ordenar sus ideas y contemplaba a aquella pareja con algo más de detenimiento. La chica, que al parecer se llamaba Edri, era una muchacha de unos veinte años como mucho, rubia y de expresión agradable; el hombre, al que ella había llamado Ran, era un chaval atlético y fibroso con el ceño fruncido, que tendría aproximadamente la misma edad que su acompañante, aunque los restos de barba deficientemente rasurada lo hacían parecer más mayor.

—¿Qué es eso de los Beligerantes? —quiso saber Godorik, zafándose de la mano de la mujer.

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 61

61

Al escuchar el repentino anuncio de Ícaro Xerxes, todos los generales volvieron la cabeza de inmediato. Algunas caras menudas que antes no se veían asomaron entre el barullo de piernas y brazos que se amontonaba en torno a la mesa.

—¿Qué ha dicho? —preguntó alguien.

—¡El Bien ataca! —repitió Ícaro Xerxes—. ¿Dónde está el Gran Emperador?

Sin embargo, los generales solo escucharon la primera parte de lo que dijo, y obviaron por completo la pregunta. Súbitamente se formó un gran alboroto, con todos ellos hablando a la vez y volviendo a luchar para conseguir acceso a la minúscula mesa de las estrategias.

—¿Cómo? —aullaba el general Vonagorre, saltando entre la multitud—. ¡No es posible que ataquen tan pronto!

—¡El servicio de inteligencia no nos avisó de esto! —protestó el general Sollovin, que había conseguido acercarse a la mesa, y ahora pegaba impetuosamente con el puño sobre ella—. ¡Es un ultraje!

—¿Qué vamos a hacer? —se lamentó el comandante Jileflén.

Ícaro Xerxes carraspeó, intentando hacerse oír entre el griterío, pero eso no le sirvió de mucho. Al final, tuvo que usar las manos a modo de altavoz y vociferar:

—¿DÓNDE ESTÁ EL GRAN EMPERADOR?

El murmullo cesó por un breve instante.

—Está en el baño —informó el general Bursagas—. Volverá en cinco minutos.

—¡Tenemos que avisarle de esto! —chilló el capitán Dorotil.

—¡No hay tiempo! —gritó el general Ocdirón—. ¡Tenemos que actuar ya!

Y, a esta voz, todos los generales y comandantes y capitanes dejaron la mesa y se apelotonaron en su lugar en torno a Ícaro Xerxes.

—¡Llamad a todas las tropas! —gritaban—. ¡Iniciad la marcha hacia los territorios del Bien! ¡Debemos atacar antes de que ellos ataquen!

Con esta suerte de entusiasmo, empujaron a Ícaro Xerxes fuera de la habitación y a través del pasillo como una masa de generalidad y comandancia y capitanía en la que era difícil distinguir a individuos concretos; y esta masa se dirigió, aún arrastrando a su distinguido mascarón de proa, hacia los pisos inferiores.

Unos minutos después, Orosc Vlendgeron salió del servicio, y volvió a entrar en el cuartucho de estrategia. Se encontró un panorama desolado. No quedaba ni un alma; las figuritas de plomo estaban desperdigadas por toda la habitación como si hubiesen tomado parte en una batalla campal del Imperio del Plomo contra la República Democrática del Plomo; y el suelo estaba cubierto de restos de servilletas y de las cáscaras de las pipas que habían masticado los aburridos capitanes mientras sus generales se peleaban por conseguir un sitio en la mesa de cocina reciclada.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Vlendgeron al aire, muy sorprendido.

Herodes y la Estrella · III

ESCENA 2

(Una joven, vestida muy pobremente, lava a mano ropa imaginaria, la escurre y la pone en una cesta imaginaria también, mientras que su hijo le ayuda de la misma manera. De cuando en cuando hace una pausa para recordar un bello momento, ya pasado. Toma su cesta, le da la mano al niño, y sale. Durante esta escena, oímos a la cantante cantar Canción de la esposa insatisfecha. Al final de la canción, el pastor, su esposo, entra corriendo por la izquierda.)

PASTOR ¡Hannah! ¡El Mesías ha llegado!

(Hannah, que está barriendo o limpiando en la cocina, entra por la derecha, lo mira con cinismo y tristeza.)

HANNAH Me prometiste que ibas a dejar de beber.

PASTOR ¡No he estado bebiendo! Al filo de la medianoche un ángel se me apareció en el monte; estaba a mi lado, muy cerca, tan cerca como tú y yo estamos ahora, y me dijo que el Mesías acababa de nacer en un pesebre en Belén. Habría venido a contártelo en ese mismo momento, pero no quería asustarte de noche y despertarte. Estoy seguro que Dios quiere que yo vaya a Belén para ser testigo de esta maravilla. Así que necesito un poquito de pan para el viaje.

HANNAH No hay pan.

PASTOR Entonces, un trozo de queso basta.

HANNAH No hay queso.

PASTOR Bueno, pues viajaré sostenido por ese maravilloso alimento para el espíritu, ¡la esperanza!

HANNAH Podemos compartir una taza de leche de cabra para el desayuno.

PASTOR ¡Delicioso! ¡Prepara esa leche, rápido! Voy a sacar el burro mientras tanto. ¡Libre, somos libres! ¡Libres, libres!

(Sale corriendo. El hijo toma una cesta imaginaria, algo pesada, y se la lleva lentamente. Entra Hannah con un trapo de la limpieza y su escoba.)

HANNAH — ¡Vaya! ¡Completamente loco! Esta vida ha sido demasiado para él, tanta pobreza sin siquiera la esperanza de un futuro mejor. La soledad de la montaña, con sus cabras y su perro, ha sido buena por un tiempo, le ha ido ayudando hasta ahora. Pero eso parece que se acabó. Ahí salió, corriendo en busca de un sueño, mientras la casa se nos cae encima. Y tengo que mostrarme tranquila, enseñarles a los niños a vivir. Si me abandonara a mis sentimientos, si me permitiera a mí misma gritar y proclamar a los cuatro vientos mi rabia y mi terror, ¿quién sabe lo que él haría en desesperación? No, Hannah – ¡calma, calma! Pase lo que pase, calma. Santo Dios, dime, ¿qué va a ser de nosotros? ¿Qué voy a hacer? ¿Qué puede hacer ninguno de nosotros para salvarse?

(Sale lentamente por la izquierda. La cantante canta las últimas líneas de La esposa insatisfecha.)

 

Interludio

El coro canta ¡Arre, borriquito! Vemos al pastor, en su burro imaginario, cruzando el escenario camino a Belén.

 

ESCENA 3

(Piano, Preludio número 1 de El clave bien temperado. Una bailarina representa la Estrella de Belén. Baila.)

 

Autores: Charles Frink & Resurrección Espinosa