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Subieron las escaleras que llevaban a la entrada principal y se internaron en el recibidor, que era más bien pequeño; y de ahí pasaron al salón. Al contrario que el recibidor, el salón era enorme; tenía techos altísimos de los que colgaban lámparas de araña, suelos de mármol, ventanas de cristalera gigantescas que daban al jardín, y una escalera alfombrada que llevaba a un rellano en el segundo piso, con una baranda desde la cual podía observarse toda la sala. En los extremos de esta se habían colocado largas mesas de bufet con manteles blancos, de las que algunos invitados se estaban sirviendo ya los refrigerios; y, al fondo del salón, un cuarteto de música elegantemente vestido tocaba un vals vienés.

Ray miró a su alrededor, como si calibrase la ocasión.

—Menudo lugar —exclamó al fin. Nina iba a contestar algo, pero en ese momento se les acercó una mujer de mediana edad, bastante hermosa aunque ya arrugada, que llevaba un refinado vestido de lentejuelas y un tocado de plumas en la cabeza.

—¡Nina! —les saludó—. Tu padre y yo empezábamos a pensar que no vendrías.

—Hola, mamá —correspondió Nina, tomando la mano de su madre entre las suyas. Un hombre con gafas y entradas prominentes, vestido con un esmóquin muy elegante, se les acercó también.

—No digas eso, querida. Las jóvenes siempre llegan tarde —dijo a su mujer, mientras besaba a su hija; y después se fijó en Ray, al que echó una ojeada crítica—. ¿Quién es tu acompañante, hija?

—Mamá, papá, este es Ray Sala, un amigo —los presentó ella—. Ray, estos son mis padres.

—Encantado —dijo el señor Mercier sin mucho entusiasmo, ofreciéndole a Ray una mano que este estrechó.

—Señora Mercier —saludó a esta, inclinando levemente la cabeza. La señora Mercier, que parecía un tanto desconcertada, se volvió hacia su marido.

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—¿Crees que puedes bajar escaleras con esos tacones? —contestó él, sacudiendo la cabeza.

—Te sorprendería lo que puedo hacer con estos tacones —le espetó ella, reprimiendo una risa—. Empezando por que son un arma blanca formidable.

Llegaron a la calle, y Ray volvió a depositar a Nina sobre sus propios pies.

—¿Y ahora dónde vamos? —preguntó, desorientado.

Ella lo reprendió con la mirada, y paró un taxi, que los dejó, en apenas diez minutos, en la entrada de un palacete rodeado por una alta verja. En la entrada había un guardia de seguridad muy aburrido, que se limitó a mirarlos por un momento sin apenas interés; y, en cuanto sus ojos se posaron sobre la cara de Nina, volvió a ignorarlos por completo.

Para llegar a la casa tuvieron que atravesar el jardín. Era bastante grande, con dos hileras de árboles a un lado y a otro, y un paseo con setos en el que había, en el centro de varias plazoletillas, una fuente pequeña, una mediana, y una que era realmente grande, completa con estatuas de ninfas y otros seres mitológicos.

—¿De quién es todo esto? —preguntó Ray, desconcertado.

—La casa pertenece a la familia Patenaude —explicó ella, bajando un poco la voz—, en concreto al señor Abel Patenaude, que cumplirá ochenta y dos años en unos meses. Sus herederos, que llevan todos los negocios de la familia, se están peleando ya por la casa… a pesar de que corren rumores de que el señor Patenaude, que en su juventud fue un poco mujeriego, piensa dejársela a una señorita del sur del país, ajena a todo.

—¿Y de qué conoces a esa familia?

—Mis padres los conocen —se ruborizó ella.

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—Lo mejor será que cuando lleguemos empieces a bailar sobre la mesa —sugirió ella—. Así, el listón quedará tan bajo que cualquier cosa que hagas solo podrá mejorarlo, y ya no tendrás que preocuparte de nada.

Los dos estallaron en risas. En cuanto Ray estuvo listo, embutido en aquel incómodo esmóquin, Nina comenzó a prepararse; y, entre vestirse, peinarse y maquillarse, tardó una infinidad.

—Niiina —él terminó por aporrear la puerta del baño, harto ya de dar vueltas por el salón y de sentarse y volver a levantarse del sofá—. Vamos a llegar tarde.

—Ya llegamos tarde —contestó ella, saliendo del baño mientras terminaba de ponerse los pendientes—, pero no pasa nada.

Se había puesto un traje de noche de color verde, anudado en la espalda y con una falda con mucho vuelo. Además, se había recogido el cabello, dejando solo un par de tirabuzones sueltos que le enmarcaban la cara. Ray la contempló por un momento con mal disimulada admiración.

—Ejem —se recompuso, un momento después; y, con una mirada pícara, le dirigió un silbido de albañil.

—Eres un petardo —se rió ella, dándole un manotazo de mentira—. Petardo.

—Recuerda que estás vestida de señorita y no puedes usar esa clase de palabras —carraspeó él—. ¿Estás lista?

Ella asintió. Él le ofreció el brazo.

—Pues vámonos, hermosa dama —dijo, en tono burlón, y la condujo fuera del piso; de hecho, casi la arrastró, y ella tuvo que tirar de él un momento para poder coger el bolso y las llaves. En el rellano, en cuanto la puerta estuvo cerrada, Ray agarró a Nina por la cintura y la tomó en volandas, y así empezó a bajarla por las escaleras.

—Pero ¿qué haces? —exclamó ella, sobresaltada.

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5. El baile

 

Nochebuena llegó, y pasó. Nina la celebró en compañía de casi toda su familia, o al menos de la parte de ella que vivía cerca; cenaron comida extraña y moderna, preparada por la cocinera a las órdenes de la vigilante señora Mercier, y bebieron champán y se intercambiaron los regalos y bromearon y rieron mientras conversaban sobre las últimas novedades de la política y el estado de las finanzas. Después, cada uno se fue a su casa, satisfecho por haber pasado una velada tan placentera.

Ray, en cambio, cenó en la autocaravana junto con Capuleto y Rosa. Capuleto y él bebieron tanta cerveza que terminaron cantando a dúo canciones horriblemente desafinadas; y se despertaron al día siguiente a mediodía para atacar los restos del asado, y encontrar cada uno, en sendos paquetes a los que les faltaba el lazo, una bufanda tejida a mano por la aplicada Rosa.

Pasó también el día de Navidad, y llegó el veintiséis. Ray se presentó en el apartamento de Nina a las nueve y media de la noche, recién duchado y con la misma cara que si acabase de atropellarlo un camión.

—¿Estás segura de que esto es una buena idea? —preguntó a Nina, mientras ella sacaba el esmóquin que le había dejado Jean, y que estaba envuelto en plástico y cuidadosamente colgado de una percha en un armario tan ordenado como el de los catálogos de muebles—. Tus padres, y esos amigos tan pesados de tus padres, van a pensar que soy una especie de vagabundo chiflado.

—¿Por qué iban a pensar algo así? —preguntó ella, quitándole la bufanda—. Además, ¿qué más da lo que piensen?

—A mí me puede dar igual lo que piensen —se hizo el gallito Ray—. Yo lo digo por ti.

—No te preocupes por mí y sácate el jersey —indicó ella.

Ray se puso el esmóquin, que a pesar de ser más o menos de su talla le quedaba un poco raro.

—Genial —se burló, mientras Nina le arreglaba la pajarita—. Ahora también parecerá que me han metido en la lavadora y que he encogido a trozos.