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—¿Muchos años de condena? —sugirió ella.

—¿Cuánto es eso, al cambio internacional? —siguió él, apoyando la mano en la barbilla en actitud pensativa.

Un momento después, los dos estallaron en carcajadas.

—Quizás sea mejor que intente hacerme pasar por acróbata profesional —Ray se encogió de hombros—. Eso tiene más visos de funcionar.

Nina soltó otra risita, y se llevó también la taza a los labios. Pero, al contrario que a su acompañante, a ella no lo quedó bigote.

—Una auténtica señorita —concluyó Ray.

—Te burlas de mí —lo acusó Nina.

—No, no; lo digo en serio.

Ella lo miró con expresión interrogante.

—Una auténtica señorita nunca permitiría que le creciera un bigote natoso —expuso él.

—¡Te burlas de mí! —repitió ella, riendo.

—Me burlo de ti —confesó él—, pero eres la persona más elegante que conozco.

—Entonces será que no conoces a muchas personas elegantes.

—Quizás, pero ¿cómo te ayuda eso a ti? —dijo él—. Sigue sin hacerte menos elegante.

—Tal vez pueda convencerte recordándote que hace unos días llamé a tu puerta cubierta de barro —sugirió ella.

Ray se echó a reír otra vez.

—¿De qué me hablas? —fingió, mirando hacia otro lado—. No recuerdo nada de eso. Debes de haberlo imaginado.

—Ray…

—Además, tengo que decir —siguió él, sin prestarle atención— que estoy seguro de que, aún en el improbable caso de que en algún momento llegase a verte cubierta de barro y llevando mi jersey como si fuera el mantel de una mesa camilla…

—¡Ray! —protestó ella.

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—Dos capuchinos, por favor —pidió ella. La camarera tomó nota y se marchó—. ¿Espero que te guste el café capuchino?

—Si a ti te gustó la pizza de Tony Altoviti, supongo que a mí puede gustarme cualquier cosa —se rió Ray—. ¿Vives por aquí cerca?

Ella asintió.

—Justo en el centro, ¿eh? —carraspeó él—. Como corresponde a una auténtica señorita.

—No empecemos otra vez —sonrió ella.

Trajeron los cafés. Ambos se dedicaron por un momento a degustar la nata.

—¿A qué se dedicaba tu familia? —preguntó Ray.

—Lo principal es una empresa de distribución, y una inmobiliaria —explicó Nina—. Es lo que más dinero da. Luego hay otras cosas, pero… menos importantes.

—Suena a que son una especie de magnates —Ray dio un sorbo a su taza, y se le quedó un bigote de nata.

—No, no es para tanto —le quitó importancia Nina, y con una risa en los labios le entregó una servilleta—. Ten, límpiate ahí.

—Ooops —exclamó Ray—. Tengo que tener más cuidado, o todo el mundo aquí notará que soy un artistucho de tres al cuarto… y me echarán a patadas. Al menos debí haberme puesto la ropa que habías planchado.

—Hablas como si fueses un estafador que está exponiendo en alguna galería de arte internacional —sugirió ella, detectando su tono burlón.

—Bueno. Bueno —dijo él—. Quizás podría serlo. ¿Cuánto ganaría estafando a una galería de arte internacional?

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4. Por qué (no) estafar a una galería de arte internacional,
y otros progresos que hace esta historia

 

Pese a todo, Nina no volvió hasta el sábado, que era cuando el circo no actuaba. Esta vez consiguió cruzar la verja con éxito, y se ahorró otra expedición a través de la baranda del río. Cuando llamó a la puerta de Ray, lo primero que hizo fue entregarle su ropa, lavada y planchada.

—¿Has planchado mi ropa? —se asombró él.

—¿He hecho mal? —se inquietó ella.

—No —dijo él, confundido—. Esto no lo había planchado nadie en… bueno, nunca.

Entró un momento a dejar la ropa en el cajón, pero no invitó a Nina a pasar. Dentro, se escuchó la voz de Capuleto, gritando «¿quién es?».

—¡Es para mí! —gritó Ray, y cerró la puerta. Entonces se volvió a Nina—. Lo siento; me gustaría invitarte a entrar, pero Capuleto y Rosa están en casa hoy, y va a ser un poco raro.

—Perfecto para mis planes, entonces —rió Nina—. ¿Quieres venir conmigo al centro?

—Me encantaría —accedió él.

Tomaron el metro, esta vez los dos juntos. Se bajaron cerca del apartamento de Nina, pero no subieron a él; Nina se dirigió a un pequeño local situado en la esquina de una concurrida avenida.

—Este es mi café favorito —explicó a Ray.

Este le echó una ojeada. Era un lugar con baldosas de piedra, columnas profusamente ornamentadas, y sillas y mesas blancas, sobre cada una de las cuales había una maceta; en general, una extraña mezcla de estilo modernista e invernadero de jardín.

Los dos jóvenes pasaron, y escogieron una mesa que estaba junto a una cristalera de colores.

—¿Qué desean? —les preguntó una camarera casi inmediatamente. Ray abrió la boca para decir algo, pero la volvió a cerrar enseguida, y en su lugar hizo un gesto hacia Nina, cediéndole la palabra.