—Lo hizo usted muy bien —afirmó Nina—. ¿Por qué le cogieron a usted?
—Uhm… —dudó Ray—. Necesitaban a alguien ágil.
—¿Ágil?
—No puedo revelarle los secretos del sorprendente Rupertini —soltó él, con una carcajada.
—Por supuesto que no —concedió ella—. Discúlpeme.
—No hay nada que disculpar. Es el deber de usted tratar de sonsacarme los secretos del oficio, y es mi deber ocultárselos a usted. —dijo Ray—. Entonces, ¿no fue una sustitución excesivamente desastrosa?
—En absoluto —dijo ella.
—Me alegro de oír eso —contestó él—. Estaba un poco nervioso. No quería… si me permite la expresión, joder el número final.
Nina sonrió.
—Bueno, todo fue bien —dijo.
—Por suerte —comentó él. Habían llegado de nuevo a la puerta del recinto; Ray soltó el alambre que se usaba para mantenerla cerrada, y abrió—. ¿Quiere pasar?
—Pensé que no se podía pasar —contestó ella.
—Si la invitan, por supuesto que puede pasar —aseguró él—. De todas maneras, solo voy a darle el jarabe a mi tío.
Nina pasó, y esperó un momento frente a la autocaravana mientras Ray abría la puerta de esta.
—¡Capuleto! —gritó al interior de la caravana—. ¡Tu jarabe! Rosa, me han dicho en la farmacia que no se lo tome más que cada seis horas.
Un momento después, Ray cerró la puerta y volvió junto a Nina.
—Bueno —dijo—. ¿Hay algún lugar al que pueda llevarla? ¿Algo que pueda hacer por usted?